Demasiado tarde para consolar: el precio del silencio ante el acoso
Detrás de cada caso de acoso hay un corazón roto, una familia devastada y una sociedad que no supo mirar a tiempo. El Evangelio nos llama a no ser espectadores, sino guardianes del hermano.

Bullying
Una menor se quita la vida tras meses de acoso escolar. La noticia duele, pero no sorprende. Nos hemos acostumbrado a escuchar estas tragedias con una mezcla de tristeza y resignación, como si fueran inevitables. Y no lo son. Cada suicidio por bullying es una llamada urgente a nuestra conciencia dormida.
Hablamos del bullying hasta el cansancio, pero no hemos aprendido a mirarlo con el corazón. Sabemos definirlo, diagnosticarlo, condenarlo… pero seguimos sin detenerlo. Y mientras tanto, vidas jóvenes, frágiles y llenas de promesas se apagan bajo el peso de un dolor que nadie quiso ver.
El acoso escolar no siempre grita. A veces se disfraza de chiste, de broma, de simple “cosa de niños”. Pero para quien lo sufre, cada palabra hiriente es una piedra más en una mochila que termina siendo insoportable. A menudo, los adultos lo minimizamos, o lo descubrimos cuando ya es demasiado tarde. Los compañeros callan, los profesores miran hacia otro lado, y los padres confían en que “todo pasará”. Pero no pasa. El silencio, como dijo el Papa Francisco, también mata: “Las palabras pueden matar, y también el silencio cómplice” (Audiencia General, 16 de mayo de 2018).
El bullying es más que una agresión escolar. Es una herida espiritual, un espejo de una sociedad que ha olvidado el valor sagrado de cada persona. Jesús fue claro y contundente: “El que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de molino y lo arrojasen al fondo del mar” (Mt 18,6). No hay palabras más fuertes para describir la gravedad de causar dolor a un inocente. Cuando una niña se siente indigna de vivir, es porque muchos adultos —y también muchos jóvenes— han fallado en su deber de amar, proteger y acompañar.
En su exhortación Christus Vivit, el Papa Francisco advertía: “No dejes que te roben la alegría ni que te conviertas en alguien que desprecia a los demás. Ama, aunque te cueste, aunque hayas sido herido” (Christus Vivit, 108). El amor cristiano no es pasivo. Es mirar al otro y decidir no pasar de largo. Es intervenir, consolar, defender. Educar en la fe implica enseñar a mirar con compasión, a sentir el dolor del otro como propio.
El acoso escolar crece en el terreno fértil de la indiferencia. Es fruto de la llamada cultura del descarte, esa que el Papa denunciaba una y otra vez: una sociedad que exalta lo fuerte, lo bello, lo exitoso, y que relega a los débiles, a los diferentes, a los “raros”. Y lo que empieza como un juego cruel entre niños puede terminar en una tragedia que rompe familias y deja una cicatriz imborrable.
Pero más allá del dolor, cada historia debería ser también un llamado a la conversión. No solo de las instituciones, sino del corazón. Nos falta empatía, ternura y humildad. Nos falta educar en la mirada de Cristo, esa que no juzga, no señala ni ridiculiza, sino que acoge y levanta. Cuando un adolescente se siente solo, rechazado o inútil, no necesita discursos: necesita brazos que abracen, palabras que curen, rostros que lo miren con esperanza.
San Pablo nos exhorta: “Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo” (Gál 6,2). Esa ley del amor es la que puede transformar nuestras escuelas y familias. No bastan los protocolos ni los castigos; lo que cura el alma es la presencia, el acompañamiento, la ternura. No basta con no hacer daño; hay que hacer el bien activamente, con valentía y compasión.
Cada suicidio de un menor por bullying es una derrota colectiva. Una derrota del sistema educativo, sí, pero sobre todo del corazón humano. Es un grito que debería sacudir nuestras conciencias. Detrás de esa decisión desesperada hay un clamor que nadie escuchó, una súplica ahogada por la indiferencia. La fe no puede mirar hacia otro lado. El cristiano está llamado a ser luz en medio de esa oscuridad, a tender la mano donde otros apartan la vista.
El acoso no se combate solo con leyes, sino con ejemplos. Si los adultos no modelamos respeto, compasión y perdón, los niños aprenderán la crueldad como norma. Si en casa y en la escuela no se aprende a amar, creceremos en una sociedad que no sabe cuidar. La Iglesia tiene aquí un papel esencial: formar corazones compasivos, comunidades que abracen y acompañen, espacios donde cada vida sea defendida como un tesoro.
Cuando una niña se quita la vida por bullying, algo muere también en nosotros. Pero la fe nos recuerda que no todo termina en la oscuridad. “Donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia” (Rom 5,20). Esa gracia es la que puede convertir el dolor en compromiso, la vergüenza en esperanza, la indiferencia en amor.
Que nunca más un niño sienta que su vida no vale. Que nunca más una familia quede rota por nuestro silencio. Que aprendamos a mirar con los ojos de Cristo, para que en cada escuela, en cada aula, en cada rincón del mundo, los pequeños vuelvan a sentirse amados, seguros y dignos de vivir.