Mi cita de los miércoles

Jesús Eucaristía
Hay días que se vuelven sagrados en la memoria de quien los vive, no porque en ellos ocurra algo extraordinario a los ojos del mundo, sino porque en lo secreto del corazón se renueva una experiencia de eternidad.
Para mí, ese día es el miércoles, a las 21:00, cuando me preparo para mi cita más esperada.
Confieso que la espera se hace larga. El martes, con el corazón impaciente, llegué a creer que había llegado ya el momento. Esa confusión me dejó un poso de desilusión, pero también me enseñó algo: que el deseo es ya un signo de amor, y que la espera purifica la esperanza.
San Agustín decía que “Dios, al hacernos esperar, dilata nuestro deseo, y dilatando nuestro deseo, ensancha nuestra alma para poder recibir más de Él”. Así vivo yo la víspera, como un ejercicio de esperanza que va preparando mi interior para lo que vendrá.
Y llega por fin el miércoles. Me arreglo con cuidado, como quien se dispone para lo más importante. Pero no es un cuidado superficial: es el gesto de quien quiere ofrecer lo mejor de sí misma, aunque sepa que nunca será suficiente. Porque lo que me espera es un encuentro íntimo, personal, donde se entrelazan mis dudas, mis debilidades, mis pequeñas alegrías y mis silencios. En ese espacio, no hay incomodidad.
Allí soy mirada como nunca nadie me ha mirado. Una mirada que no acusa ni mide, sino que comprende y abraza. Santa Teresa de Jesús decía que “mirarle a Él es ya rezar”. En esa mirada silenciosa encuentro consuelo, incluso cuando no pronuncio palabra. Y es que hay silencios que hablan más que cualquier discurso: silencios habitados, silencios que curan.
San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars, contaba cómo un campesino de su parroquia pasaba largos ratos en la iglesia, sin pronunciar oración alguna. Cuando le preguntaron qué hacía allí, respondió: “Yo le miro y Él me mira”. Así me sucede en estos encuentros: en esa contemplación mutua, en esa comunicación sin palabras, se me revela la certeza de que soy amada con ternura infinita, incluso en mis torpezas más grandes.
Los miércoles, entonces, no son simplemente un momento dentro de la semana. Se han convertido en mi refugio, en mi oasis. Allí se aquietan mis miedos y se fortalece mi fe. Pero, al mismo tiempo, sé que ese instante no se reduce a una hora concreta: su huella me acompaña después, recordándome que esa Presencia nunca me abandona.
Al final, lo que para muchos sería una reunión ordinaria, para mí es el misterio más alto: los miércoles son mi cita con el Señor en la Adoración Eucarística. Allí se cumple la promesa de Jesús: “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Y en ese encuentro sencillo, repetido cada semana, se resume todo lo que mi corazón busca: ser mirada, ser escuchada, y sobre todo, ser amada por Aquel que nunca deja de estar.