Religión en Libertad

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Mi madre falleció el día de los Santos Inocentes del año pasado. 

Murió consumida en la habitación donde, una noche triste, hace cuarenta y seis largos años, sufrió mi padre un primer infarto. 

El segundo lo fulminó en su despacho, trabajando: llamó a su mujer, dejó caer el cigarrillo de los labios, y se golpeó la cabeza en la mesa de madera noble. 

Viuda, pues, quedó mi madre con seis hijos entre la adolescencia y la niñez, una empresa con unas decenas de trabajadores y las deudas del soñador de su marido. No se volvió a casar, ni se le conoció hombre alguno en las siguientes cuatro décadas. Mi madre sufrió una amputación sin previo aviso ni anestesia. 

Las viudas que me lean comprenderán el alcance infinito de estas palabras. Infinito, sí. Porque mi madre ya es infinitamente feliz.

La habitación de los planes con su marido; de los desvelos para pagar nóminas y máquinas; del insomnio y de la vela de algún hijo enfermo. Los tres varones sufrimos una encefalitis, una deshidratación fulminante con experiencia cercana a la muerte incluida, un principio de tuberculosis y una otitis perforante, dijeron los médicos. La habitación que fue del amor, naturalmente, y de la espera por la hija que no llegaba a su hora. La habitación refugio. La habitación de las confidencias y de los secretos inconfesables. Mi madre murió en la habitación que había sido su vida, pero no en su cama: le pusimos una como de hospital. Mi madre murió con tanta paz y tan sorprendente alegría que pensé "están juntos, por fin, y mamá ya está allí"; y nos miraba sonriendo. "¿No lo veis, hijos míos? ¿No podéis verlo?" No podíamos, o sí, tal vez un destello, porque la separación, cuarenta y seis años, desapareció. Es bonito: desapareció la separación. Quizá nunca existió, y el hombre del cigarrillo continuó fumando, como siempre, en la cama, a su lado...

Mi madre fue la mujer que nunca, jamás en toda su vida, hizo lo que hubiera querido hacer. Obedeció a sus padres y se despidió de ellos porque la enviaron a estudiar a Alcañiz. Corría la posguerra y la batalla del hambre y de los piojos, y la miseria. Obedeció a sus padres y a los 18 años volvió a decirles adiós: se iba a Barcelona, a trabajar para ayudarles. Vivía en el piso de una tía, que no la trataba bien: poca comida y el desprecio del menos pobre hacia el más pobre. Entró en la Telefónica. Era atractiva pero no ligera de cascos, de modo que ascendió por puros méritos profesionales. Dijo que no a un número regular de moscones, de la familia y de fuera de ella. Tuvo que irse del piso de la tía y encontró acomodo en el de una modista de la señoras bien de los barrios buenos. 

Se le iba el sueldo en el alquiler, el tranvía y en poca comida. 

No le quedaba nada el domingo, de modo que cosía para la modista, y, como siempre, rezaba mucho. Sus padres le enviaban paquetes con las viandas del pueblo y gracias a ellas pudo sobrevivir. No tenía lo que hoy llaman "vida social" -ella que, años después, se codearía con jerarcas y ministros, y escritores y periodistas de relumbrón, gracias al hombre del cigarrillo-. 

Hacía vida social ayudando a unas monjitas. Y fue esa su vocación secreta. Quiso entrar en religión pero no podía, ni debía, claro. 

La obligación antes que la devoción. 

Como los emigrantes de hoy, se trajo a su hermana del pueblo y algunos años más tarde, a sus padres. 

Porque había conocido al hombre del cigarrillo, un tipo que la eligió a ella en vez de alistarse para combatir en Corea con las fuerzas aliadas. Corría el año del Señor de 1953. Se casaron. El hombre dejó la política, le forzaron a dimitir con añagazas, y siguió con el periodismo, del cual también le echaron por destapar escándalos del Régimen y del incipiente capitalismo estatal. Entre los dos fundaron una pequeña empresa, pidiendo dinero a todo el barrio, incluso a los pasionistas, que acababan de aterrizar allí y querían construir un Santuario.

 

Mi madre pasó de obedecer a sus padres a obedecer a su marido, como Dios manda. Y suerte tuvimos todos de que lo hiciera y trabajase con él horas y más horas. Noches y más noches.

Obedeció siempre a Dios y Su Santa Voluntad. Sobre todo, muy especialmente, cuando se llevó a su marido. Aceptó su dolor. Un dolor que arrastró, como el Señor arrastró su Cruz, durante cuatro largas décadas.

 

Obedeció a su marido aún después de muerto. Y la empresa creció. Y ganó dinero. Y exportó. Y algún "Conseller" le dio una medalla. Y las mujeres la envidiaban. Las de antes, no. Las de antes, las de su quinta, la admiraban. Es natural el aprecio entre quienes saben lo que es trabajar duro. Se permitió esa "vida social" que no había tenido, pero siempre desde una prudente discreción. Mi madre callaba y trabajaba. Y esto nos imponía un respeto colmado de amor que mi hermano Toni percibía como ningún otro. Quizás es quien más se parece a mi madre.

Obedeció al dictado de las pruebas que le fueron enviadas.

Obedeció, al final, a la entrañable mujer que la cuidaba. 

Obedeció, ella, la mujer de empresa, la presidenta de la compañía, ella, obedeció a la silla de ruedas y a la cama como de hospital. 

Obedeció a sus hijos hasta el final. 

Cuidó de todos, enterró a muchos. 

Cumplió. 

Y no, nunca tuvo el consuelo de la Fe. 

Aragonesa como era, la Fe se alzaba ante ella como una columna, recia y firme, en la que se apoyaría por las noches, sola, a oscuras, cuando nada veía y nadie la veía.

Sin embargo, la muerte, la Hermana Muerte, la iluminó de repente, al final, con el relámpago del consuelo eterno.

El hombre del cigarrillo me guiñó un ojo y me hizo saber que ella, su Ysabel, es ya, también, esposa del señor Jesucristo, y que él sigue sorprendido por la ingente cantidad de sinvergüenzas que pueblan los cielos del buen Dios. 

-Nunca dirías, hijo, quién está allí... Y eso que pensábamos que...

Creo que fue un ángel el que interrumpió la confidencia, sí. 

Sí, las cosas del Cielo son del Cielo. 

Y mi madre, por fin y siempre, hace todo lo que quiere. 

Todo lo que amó, ama y amará por los siglos de los siglos.

Amén.

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