Envejecer

Es curioso que la abolición de lo solemne lleve a la abolición de la ancianidad.
"Nadie quiere envejecer, pero la alternativa es mucho peor", dijo hace poco Fernando Aramburu.
Esta frase define la actitud de la gran mayoría. O, por lo menos, define lo que los medios de comunicación quieren vendernos.
Yo no estoy de acuerdo.
Cicerón, tampoco. Releer De senectute sería un buen antídoto.
Los jóvenes y los nuevos gurús de la Inteligencia Artificial hablan como si el mundo hubiese comenzado en 1968: chicos, para resumir una ética del algoritmo volved a Sócrates y Aristóteles. A San Agustín lo calificareis de fascista. (Es curioso que la abolición de lo solemne lleve a la abolición de la ancianidad).
El nuevo invento del marketing moderno -inventado este ya por los sofistas presocráticos y los sacerdotes judíos- es alcanzar la longevidad, léase la "eterna juventud". Un mito tranquilizador y un amparo de cobardes.
He alcanzado esa edad ante la cual sufre Aramburu, mucho más próxima a los 70 años que a la idolatrada treintena.
Yo quiero ser viejo, si el buen Dios lo quiere; y no me importa morir: no tengo ganas, pero sí una curiosidad esperanzada y, a veces, una gran ilusión. Escribí hace tiempo que la nostalgia de lo perdido es la intuición de su regreso en el Cielo.
Hay una manía, una enfermedad del alma, que consiste en el deseo de seguir gozando de los mismos placeres a los 70 u 80 años que a los 23. Y así perdemos los genuinos, sabios, pacíficos, profundos y sencillos placeres de la vejez reposada y sensata.
No. Ni quiero vivir más de lo que está escrito en el Libro de la Vida, ni quiero perderme ningún achaque, ningún dolor, ninguna humillación, ningún silencio. Allá los jóvenes y su mundo. Lo viví, gracias a Dios, con más intensidad que la media de los de mi quinta. Punto.
Toca ahora, por fin, aceptarse y perdonarse. Sufrir pacíficamente la poda de la vejez, ofrecer con elegancia todos estos padecimientos por compensar un poco aquellos años locos y egoístas, ofrecerlos por la redención del mundo y de los hombres. Rezar y contemplar. No hacer planes. Quejarse poco o nada. No molestar. Callar y compadecer. Amar.
No sé si existe programa gimnástico más duro y exigente que este.
Desaparecer en la humildad del pequeño servicio y de la ayuda anónima. Dejarse mecer por el viento del Espíritu. Dejar el timón y estar sujeto a todos.
La paz es la vida y no esa longevidad de plástico, tan ridícula como diabólica.
Y sí, señor Aramburu, la alternativa a envejecer es muchísimo mejor: se llama felicidad eterna y alegría sin fin.
Paz y Bien.