Descubriendo al hombre auténtico que hay dentro de mí

Foto de Todd Quackenbush
Mi nombre es Alberto y tengo 32 años. De pequeño me hacía muchas preguntas acerca de lo que me pasaba. Como, por causa de mi entorno, nunca me atreví a preguntar a nadie ni a buscar una ayuda que no imaginaba que existía, me figuraba las respuestas a partir de lo que la sociedad y el entorno, dañino, me transmitía.
Pero gracias a Dios (hay quien diría por azar), las verdaderas respuestas llegaron a mí, y con ellas el auxilio que necesitaba. Mi testimonio, como el de todos, daría para un libro grueso, pero intentaré resumirlo y comprimirlo en estas líneas.
Crecí escuchando que había personas que nacían siendo gays. Eso no me encajaba. Yo, que siempre he tenido mucha memoria, recordaba a la perfección cuando siendo muy pequeño me sentía atraído por las chicas, no por los chicos. Me gustaban los juegos de niños y veía a las niñas como personas diferentes. Sin embargo, en la niñez más avanzada, tenía atracción por el mismo sexo. Y había otra cosa que sí que había tenido siempre: la sensibilidad. Siempre había sido más sensible que mis hermanos. Era muy creativo, buen dibujante, las películas tristes me afectaban demasiado (igual que las noticias impactantes) y sentía demasiada empatía por las personas que veía sufrir por la calle. Mi entorno me decía que la sensibilidad era de niñas, de débiles y de lo opuesto a ser un hombre hecho y derecho.
Al mismo tiempo era el pequeño de cinco hermanos, y era el preferido de mi madre. Era un niño alegre y cariñoso. Pero mi madre, nunca con mala intención, era dominante, invasiva, controlaba todas mis actitudes y me sobreprotegía demasiado. Mi padre, por otro lado, aunque era un padre entregado, estaba siempre condicionado por las decisiones de mi madre. Ella era la que mandaba en casa y él no cortaba esta intensidad maternal. En momentos en que yo necesité que mi padre me apartase de mi madre y me hiciese sentir un niño libre y valiente, no supo hacerlo. A veces yo me sentía “inferior” o menos capaz que mis hermanos mayores. Mi lugar no era con los fuertes, sino en la zona de confort y en el consuelo de mi madre. Mis hermanos, a su vez, se encargaron de que no me saliese de ese lugar. Se metían conmigo, se burlaban y reforzaban esta inseguridad.
De mayor me convertí en alguien que ocultaba la atracción por el mismo sexo. No quería tener esos sentimientos, así que lo tapaba como podía y nadie me descubrió nunca, ya que me convertí en alguien muy perfeccionista. Pero todo el dolor interior surgía una y otra vez a través de miedos, inseguridades, máscaras y, sobre todo, masturbación y pornografía. Me sentía mal conmigo mismo. Nunca podría sentirme atraído por una chica, ni menos casarme y formar una familia. Además, tenía pocos amigos varones, y demasiadas amigas. Las amistades masculinas y, sobre todo, los grupos numerosos de hombres, me imponían demasiado y me hacían sentirme pequeño. Y mi relación con mi madre era muy mala. Sin entender por qué, mi madre despertaba en mí una tensión y un estrés exagerado solo con su sola presencia, y yo no entendía el porqué.
Pero a los 26 años encontré un curso que hablaba de esto como algo que se podía trabajar para volver a reencontrarme con la masculinidad de la que desconecté (y digo desconecté porque siempre estuvo ahí), porque algo en el proceso de maduración no fue como es debido. Descubrí que había muchísimos más hombres de los que yo pensaba que pasaban por mi misma situación. Dejé de sentirme extraño y despreciable, y empecé un proceso de indagar en mi pasado, de ver la causa de mi estado, lo que me había llevado a tener estos sentimientos. Pude entender que todos los varones tienen una masculinidad propia intacta, pero es una masculinidad que cada uno tiene que reconocer en el proceso de maduración de la infancia, a través de referentes masculinos positivos, que le reafirman y le hacen sentirse bien con esa masculinidad. En mi caso, comprendí cómo nadie me había reafirmado, y cómo por mi cuenta no había sido capaz de sentirme seguro con mi masculinidad. Por ese motivo, había empezado a erotizar a los hombres, viendo en ellos cualidades que, en mi interior, no creía poseer. Aprendí que mi sensibilidad, algo que yo siempre había ocultado y rechazado, algo que me había hecho sentir siempre menos masculino que los demás, era en realidad un don valioso, y algo que poseían muchos hombres. Eso no quitaba que esa sensibilidad había filtrado poco mi forma de percibir mis experiencias prematuras en el entorno familiar, y eso había acabado perjudicando mi conquista de la masculinidad. En el proceso se me dieron herramientas para empezar a trabajar esa herida y mi vida empezó a cambiar. A través de actos de voluntad, mis amistades masculinas se ampliaron y las femeninas empezaron a disminuir. Incluso empecé a practicar deportes de equipo (algo de lo que siempre había huido) y a disfrutar de ello, sintiéndome una pieza importante. Me desenganché de la masturbación y pornografía. Y aprendí también a perdonar a mi madre, a aceptarla y a quererla como es, y a aceptar y a amar mi sensibilidad, incluso sintiéndome más masculino con ella.
Finalmente, ya sintiéndome a gusto entre hombres, empecé a explorar el género femenino como algo diferente a mí, viéndolo desde el punto de vista masculino. Empecé a tener experiencias con chicas que me reafirmaron más y más. Al principio no salieron bien, ya que tenía sensaciones de pánico y de vértigo, pero poco a poco empecé a normalizarlo y, en ese momento, empecé a erotizar a las mujeres. Fue como una segunda adolescencia, pero esta vez sana. A día de hoy tengo novia estable, y estoy muy feliz. He descubierto a la mujer tal y como es, deshaciendo la imagen que, en el subconsciente, me había transmitido mi madre.
He de decir que todo este trabajo ha requerido tiempo, voluntad, muchos tropiezos y ayuda externa. Sin embargo, es un proceso del que me siento orgulloso, casi más que de cualquier otro aspecto de mi vida, y no cambiaría nada del mismo. Actualmente la atracción por el mismo sexo resurge casi como acto reflejo en situaciones concretas, pero todo consiste ahora en saber manejarlo. Entender por qué y cuándo surgen estos sentimientos. Igual que entiendo la causa, sé cómo actuar para que no afecte a ningún ámbito de mi vida. Y me siento libre y feliz por ello. Destacar que Dios siempre estuvo ahí, igual que lo está con todas las personas. Pero yo le pedí ayuda, y Él respondió. Me sigue acompañando día a día en este recorrido y rezo para que siga poniendo al alcance de la gente la ayuda que yo recibí.
Para acabar, me gustaría cerrar con la siguiente reflexión: La atracción por el mismo sexo se puede trabajar. Pero no es un resfriado, que desaparece sin más. Es el resultado de una gran herida en el corazón.
Vivimos con esa herida, que supura y sangra porque tiene algo dentro que intenta expulsar. La tapamos y la cubrimos, sin saber realmente qué hay ahí y sin querer reconocerla. Solamente permitimos que el dolor afecte a nuestra conducta, creyendo que somos nosotros mismos, ya que hemos crecido de esta forma. Pero es mediante un proceso largo y, a veces doloroso, a través del cual la destapamos, la hacemos sangrar para limpiar lo infectado y la hacemos cicatrizar. Un proceso que vale la pena, porque con el tiempo la herida va doliendo menos, hasta que al final queda tan solo una cicatriz. Descubrimos una nueva versión de nosotros mismos, en la que somos serenos y auténticos. La antigua herida ahora es una cicatriz sensible, que reacciona a las fricciones, y que escuece si le da mucho el sol. Pero aprendemos a llevar una vida normal, aceptando esa cicatriz como parte de nuestro pasado, cuidándola y sintiéndonos orgullosos de ella, ya que muestra nuestro recorrido, lo que nos hace ser los hombres auténticos que somos hoy.
Para más información: blogdeidentidad@gmail.com