Religión en Libertad
Corazón-manos

Corazón-manos

Creado:

Actualizado:

En un artículo anterior destacábamos que el corazón moderno, más claramente el de las últimas dos décadas, está lleno, agostado, repleto de imágenes, recuerdos enquistados y a menudo de desesperación. Es difícil entrar, descansar allí, refugiarse y en silencio reconstruirse, unificarse. Dios no cabe y en ese corazón, entonces, no se puede hablar con Él, escucharle.

La Biblia habla del templo como lugar de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El templo de Jerusalén fue durante siglos el signo visible de esa morada: allí subían los peregrinos, allí se ofrecía el sacrificio, allí descendía la gloria de Dios.

Sin embargo, los profetas ya anunciaban que ese templo de piedra no era definitivo. Jeremías proclamó: “Pondré mi ley en su interior, la escribiré en sus corazones” (Jer 31,33). Un templo central en la vida de los hombres será el corazón humano, capaz de acoger la alianza viva con Dios. Allí podemos, escuchar meditar lo que Dios quiere de nosotros.

San Pablo lleva esta intuición a su plenitud cuando afirma: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cor 3,16). No se trata solo del cuerpo como templo, sino del corazón como santuario donde el Espíritu mora y actúa. El cristiano ya no solo busca a Dios en un edificio sagrado, en la liturgia, en la vida sacramental, sino que esta vida sobrenatural se prolonga también en la interioridad, en el corazón puro de las Bienaventuranzas donde Él ha puesto su morada. Donde se ve a Dios. El corazón se convierte en morada habitable. Lugar de recogimiento, de intimidad con Dios. Allí se ora, se calla, se escucha, se espera su voz.

Los Padres de la Iglesia desarrollaron con fuerza esta visión. Orígenes veía el acceso al Santo de los Santos como símbolo de la entrada en el corazón, allí donde el alma se encuentra con su Dios (Hom. in Lev., 9,9). 

San Agustín exhortaba: “Vuelve a tu corazón, y de allí al Dios que te creó” (In Ioannis Evangelium Tractatus 18,6). El corazón, para Agustín, es el templo interior al que se regresa para encontrar al Creador que ya habita en él si somos capaces de acogerlo.

Entonces si el corazón es templo, necesita ser purificado. El episodio evangélico en que Jesús expulsa a los mercaderes del templo (Jn 2,15) tiene una resonancia inmediata en la vida interior: el corazón debe ser purificado de los ídolos que lo ocupan, de las pasiones desordenadas que lo profanan. Se dijo en el artículo anterior que este templo interior hay que prepararlo, ascéticamente, con simplicidad, con paciencia y recogimiento. Los frutos irán llegando en forma de regocijo, de alegría santa, de unificación de la vida. El corazón ya no será un rincón fragmentado e inhabitable, sino una unidad atractiva para que el entendimiento, la voluntad, la afectividad (que se integran hacia propósitos llenos de paz) florezcan. Allí nos recogeremeos y estaremos amparados. Será un corazón que nos acompañe a todas partes con criterio, con nobleza. Y con ese corazón palpitante, de carne, entraremos en el templo grande y le adoraremos, como ya hemos empezado a hacer en el corazón como templo permanente. Fundamentalmente en la Eucaristía, en la Adoración podremos dirigirnos a él ya en un presencia vivísima, pero antes debemos llegar con el corazón dispuesto, encendido, anhelante de lo más Grande. 

Solo así puede abrirse el corazón-templo-hogar como lugar de culto verdadero. Jean-Louis Chrétien recordaba que el corazón es hospitalidad, espacio abierto para un Huésped que viene de fuera; y Simone Weil añadía que este vaciamiento es un acto de generosidad radical: “La atención es la forma más rara y pura de generosidad”. Atenderle, ya sosegados,  en el corazón con verdadera unción, sobrecogidos, abrazados por un Esposo que quiere la unión con la esposa.

Limpiar el templo interior es, pues, el primer gesto de hospitalidad hacia la Presencia. En este templo no solo se purifica, también se celebra. De este modo también el corazón es templo porque en él se ofrece la liturgia interior de la que venimos hablando: oración silenciosa, alabanza, sacrificio espiritual. Newman lo veía en la conciencia, que es “el vicario original de Cristo” en el alma: en el santuario íntimo de la conciencia resuena la voz que llama al bien, y responder a ella es un culto necesario

Habitar el corazón como templo tiene una dimensión profundamente pedagógica. Se debe enseñar a entrar en el interior de uno mismo casi con la misma reverencia con que uno entra en un lugar sagrado. Esta reverencia se forma en el silencio, en la atención y en la pureza, como quien barre y adorna un santuario. Educar la conciencia de una Presencia real es clave: Dios no está lejos, sino dentro, en lo más íntimo, más interior que lo más interior de mí (Agustín). 

¿Qué significa, en la práctica, vivir el corazón como templo? Significa que la vida cotidiana se transforma en liturgia: los gestos más sencillos pueden ser oración si brotan de un corazón habitado. Significa que el amor humano se convierte en ofrenda, porque no nace de la autosuficiencia, sino de un altar interior donde todo se entrega a Dios. Todo se pone a los pies del Altísimo como expiación, como regalo. Significa que la memoria y el deseo, la palabra y el silencio, se unifican en una sola orientación: acoger y adorar al Huésped que mora en nosotros.

El corazón es templo porque es capax Dei: capaz de Dios, preparado para recibir su presencia. Y es templo porque está llamado a abrirse al Corazón de Cristo, verdadero Santo de los Santos, donde la humanidad entera es acogida, purificada y redimida. Cuando el hombre aprende a vivir así, deja de estar fragmentado: se convierte en persona unificada, coherente, capaz de hospitalidad, de paciencia, de amor. Su vida entera se convierte en morada, en casa y en altar. Y entonces todo tiene sentido y un fin claro.

tracking