Religión en Libertad
 Luigi Giussani, fundador de Comunión y Liberación

 Luigi Giussani, fundador de Comunión y Liberación

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El ser humano no actúa solo guiado por la razón

Lo que distingue al ser humano no es solo la razón, sino también la capacidad de desear y aspirar a algo más allá de todo bien finito: el deseo de verdad, de justicia, de belleza, de amor sin límites. Y ese deseo nace en el corazón. Un corazón de carne y de palabras: símbolo de la unidad alma-cuerpo. Desde la Grecia clásica no se deja de señalar que los apetitos se pueden integrar en una inteligencia encarnada que aprende a desear lo mejor. Para Aristóteles el deseo racional (boulêsis) es el impulso de la voluntad hacia un bien que ha sido reconocido como tal por la razón. Este deseo no niega la existencia de apetitos sensibles (como el placer, el hambre o los afectos), sino que los ordena y gobierna mediante el juicio racional. Pero los griegos no hablaban del corazón como centro unificado de la persona sino que enseñaban que existe una parte del alma donde razón y deseo se unen.

Un corazón desbocado o un corazón con un fin

En cualquier caso, estamos manejando un concepto de corazón que está muy alejado del presente más rabioso donde este símbolo anda cargado con ribetes románticos o vulgarmente hedonistas. Y es que el placer puede tener razones muy nobles. Nuestro concepto de corazón (centro unificado de la razón, voluntad, afectividad, conciencia, etc.) presenta una significación muy ajena a un corazón caprichoso, voluble y gobernado únicamente por los apetitos más inmediatos cuyo único propósito es “estar bien emocionalmente”. El cristianismo ha defendido este otro concepto: estamos pensando en un corazón inteligente y enamorado que orienta la vida del hombre cuando este descansa en Dios: “Nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.” (San Agustín, Confesiones I,1.1.). Olvidémonos del corazón únicamente sentimental (incapaz de razonar) que hoy lo domina todo y pensemos el corazón en un sentido bíblico que constituye el centro del hombre.

De Grecia al cristianismo

Iniciemos la reflexión comparando el concepto de corazón del cristianismo, de la mano de Luigi Giussani,  con las ideas que parten de Grecia en este campo. 

En esta dirección para Luigi Giussani, (1922–2005) [sacerdote, teólogo, educador italiano y fundador del movimiento eclesial Comunión y Liberación], el corazón es el yo encarnado que desea el Infinito, capaz de reconocer la verdad cuando se la propone la realidad. Luigi Giussani define el corazón como el centro unitario de la persona, donde convergen razón, afecto, deseo, libertad, cuerpo y alma. No es solo sensibilidad ni solo pensamiento, sino el yo entero en su impulso original hacia el sentido. Un corazón alimentado desde la vida cotidiana y aquellas imágenes, memoria, señales, relatos que alberga un corazón que piensa y decide desde una razón encarnada. Giussani va un poca más allá de Aristóteles cuando este nos explica que “El hombre virtuoso es aquel cuyas pasiones están bien ordenadas por la razón” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, II y VI). Si el pensador griego considera que los afectos están en el centro del deseo racional y deben ser integrados o gobernados por la razón, para Giussani el corazón -el centro del hombre- es sabio directamente dirigido por un impulso divino. En Giussani, el corazón ha de ser escuchado (no simplemente  gobernador de las pasiones como dice Aristóteles), porque lleva dentro de sí el clamor del Infinito. El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 27) lo explica de un modo muy expresivo: “El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y solo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar.”

Una virtud alegre y gozosa

Consecuentemente si en Grecia los afectos, deben ser gobernados por la razón (deseo racional), sin embargo, con la llegada del cristianismo, ya antes desde sus raíces neotestamentarias, el corazón es el lugar desde donde Dios llama y transforma. Las virtudes, entonces, no son solo hábitos morales o racionales, sino también formas de amor encarnado, que ordenan el deseo desde dentro y abren el corazón a la verdad plena de la mano de la gracia. Las virtudes pasan de ser herramientas de excelencia racional y cívica en Grecia para convertirse en caminos de amor, guiados por la caridad, que es el principio y el fin de la vida moral cristiana. “La caridad es la forma de todas las virtudes” (Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q.23, a.8). El mundo griego -no hablan estrictamente de corazón si no de deseo racional-  y su labor es buscar la medida. El corazón cristiano, anhela la plenitud.

Pero el cristianismo no niega muchas leflexiones griegas: las eleva.

La vida de la virtud nace de un corazón ennoblecido, de carne, que se complace y paladea la vida sabia y prudente. Por eso siguiendo con santo Tomás se podrá decir que: “La virtud hace gustar el bien. Cuanto más virtuoso es alguien, más deleite halla en lo bueno,” (Summa Theologiae, I-II, cuestión 59, a. 4). En esta dirección hemos de seguir citando a santo Tomás dado que para él la virtud -suma de actos libres- forma los afectos, porque los ordena según el bien verdadero, sin reprimirlos ni absolutizarlos.

Y  la afectividad puede llegar a ser muy luminosa y ahí la familia, primera educadora, y la escuela, tienen un papel vital: lograr que los hijos y los estudiantes se deleiten en lo que vale según una razón cordial (o un corazón razonable) y se duelan de lo que va contra ella. Las pasiones no son en absoluto malas sino todo lo contrario: son motores vitales que marcan y conducen la vida. No hay nada mejor que vivir una vida apasionada por una vocación o por una llamada que nos inclina hacia lo grande. La virtud -enraizada en el corazón- orienta las pasiones en una vida plagada de deseos inteligentes que apuntan a la llamada de lo Alto. Nada hay que más atraiga que padres o madres apasionados, un maestro entusiasta que viven, todos ello, su vocación ejemplarmente. O una enfermera, o un médico. Estos son los modelos que tocan el corazón y lo despiertan más allá de discursos muy racionales o simplemente doctrinales. Giussani va un poco más lejos.

Educar desde la estructura elemental del corazón humano

El deseo de Dios, el deseo del Infinito que Giussani llama “estructura del corazón”, no nace como una idea pura, sino como un gemido corporal y existencial. Es una sed que arde en la carne, un vacío que duele en las entrañas. Luigi Giussani a este gemido intimísimo lo llama, insistimos, la estructura elemental del corazón humano. De tal forma que educar es transfigurar los deseos en una vida espiritual y corporal llena de aspiraciones grandes, desde el brillo de los relatos conocidos, desde un corazón entregado, que se traducen en pasos muy pequeños: callar, esperar, escuchar, expresarse con las palabras más escogidas, extasiarse ante la belleza allí donde esté. Así irán naciendo el gusto por el saber, por leer en profundidad, por deleitarse con la buena música, por llenarse de gratitud ante el don del firmamento. En una palabra, llenarse de gratitud ante un Dios que es don.

Cuidar el deseo es la vía educativa más profunda: educar no es imponer contenidos, sino acompañar el deseo hacia su cumplimiento verdadero que busca saber qué sucedió en el pasado o qué pensaron los grandes filósofos. Formar el corazón, el gusto, la complacencia en la belleza, desde la naturaleza hasta la cultura, lleva al encuentro con la verdad. Dios ha puesto en nuestro corazón el deseo de llegar al Él. Llegar a Él desde la contemplación más silenciosa de la realidad hasta la comprensión, en comunidad, sobre en qué consiste el amor, la amistad atravesados estos por un atractivo irresistible. Si es así el hombre, sino está anestesiado por el magnetismo de todo lo moderno, busca, espera y clama por un sentido que nace en el corazón y tiene como destino lo Infinito. Y eso se logra probablemente desde una comunidad con una tradición arraigada (la palabra de Dios, la liturgia, la adoración, etc.) que conviven desde una cooperación entre familias asociadas a una escuela que se encuentran en un templo a partir de una narrativa (bíblica y cristiana) llena de modelos de vida, de prudencia según propone Alasdair MacIntyre (Tras la virtud, 1981).

Familia, escuela y la estructura del corazón

Giussani señala que la familia y la escuela, convergiendo en una comunidad, unidas al templo, deben descubrir la realidad exterior e interior de un conjunto de exigencias fundamentales y evidencias inmediatas que orientan al hombre hacia la verdad, la justicia, la belleza, el amor, y el Infinito. Nuestro autor es realista y defiende una epistemología realista-personal frente al subjetivismo, el relativismo y el constructivismo radical de la Nueva Pedagogía. La realidad es inteligible, se puede conocer, está ahí antes de que lleguemos, no depende de nuestro yo subjetivo. Para Giussani, educar es despertar y acompañar la estructura elemental del corazón, no reprimirla ni adoctrinarla: entonces no cabe una educación punitiva o no se educa imponiendo respuestas, sino ayudando a formular bien las preguntas. El verdadero maestro no da ideas prefabricadas, sino que testimonia una vida que ha encontrado un cumplimiento real en esas exigencias. “La educación auténtica consiste en introducir a la realidad según la totalidad de sus factores, acompañando la estructura elemental del corazón humano”. Un libro para comenzar a conocer a Don Giussani lo encontramos Educar es un riesgo. Apuntes para un método educativo verdadero (2006 [1977]).

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