El alma de la escuela y el Estado

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La familia es la primera responsable de la educación de los hijos
En el corazón de toda sociedad verdaderamente humana late una concepción de la educación que supera el utilitarismo y la estandarización tecnocrática. La libertad de enseñanza, lejos de ser un privilegio, es la manifestación concreta del derecho natural y primario, anterior al Estado, de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones más profundas. Este principio ha sido afirmado con claridad por la Doctrina Social de la Iglesia, particularmente en el Compendio (n. 239), donde se declara que la familia es la primera responsable de la educación de los hijos y que el Estado solo puede intervenir de forma subsidiaria.
La transmisión cultural
Sin embargo, en los regímenes modernos marcados por una visión funcionalista del Estado, la escuela se ha ido transformando en una institución al servicio de intereses ajenos al alma del estudiante. En lugar de formar personas sabias, libres y virtuosas, muchas escuelas responden hoy a las lógicas del mercado y de la administración tecnocrática. Es decir, ponen únicamente el objetivo en producir capital humano, generar resultados medibles, satisfacer estándares internacionales de competencia. La escuela ha pasado, como advirtió E. D. Hirsch en The Schools We Need (1996), de ser una institución de transmisión cultural compartida, a ser una fábrica de habilidades abstractas sin contenido común.
El Estado estandariza y controla
Esta mutación responde a un proceso más profundo de secularización y desarraigo. En la visión moderna del contrato social, inspirada por autores como Hobbes, Locke o Rousseau, la sociedad es concebida como la suma de individuos que delegan su soberanía en un Estado central. Los cuerpos intermedios —familia, escuela, comunidad religiosa, cooperativas, etc.— tienden a ser absorbidos o neutralizados por este Estado, cuya lógica es la de la estandarización y el control. Así, la escuela deja de ser una extensión de la familia y la comunidad, y se convierte en una herramienta solo de homogeneización cultural y formación funcional. Y con tal fin el Estado crea leyes educativas imponiendo su visión del mundo, del ser humano y del papel de la escuela ajenas a los intereses de la familia. Necesitamos leyes que salvaguarden la verdadera autonomía de las escuelas. Necesitamos que el Estado, que se considera neutral y no lo es, no interfiera en la libertad de enseñanza.
La encíclica Rerum Novarum de León XIII
La Doctrina Social de la Iglesia, en cambio, ofrece una visión alternativa. Afirma con claridad que el Estado no debe invadir lo que la familia puede hacer por sí misma (Rerum Novarum, 1981, n. 12). Esta doctrina defiende el principio de subsidiariedad, según el cual las instituciones superiores deben respetar y apoyar —nunca sustituir— a las inferiores. La educación, por tanto, debe brotar de una comunidad viva de familias, y no de una maquinaria burocrática ajena a la vida concreta de las personas.
Una educación arraigada en la verdad, el bien y la belleza
Autores como John Senior, Christopher Dawson, Stratford Caldecott, G. K. Chesterton o C. S. Lewis han defendido, desde distintos ángulos, la necesidad de una educación arraigada en la verdad, el bien y la belleza. Simone Weil, en su libro A la espera de Dios (1949), por su parte, sostiene que la atención profunda es la base de toda apertura a la verdad. Estas perspectivas se oponen frontalmente a la lógica de la eficiencia, y la estandarización que domina muchas políticas educativas contemporáneas. Y se opone a la universal digitalización de las escuelas que solo distraen y fragmentan el conocimiento.
La función de la riqueza
El problema de fondo es antropológico: ¿educamos solo para formar trabajadores productivos o también para cultivar almas humanas? ¿Producimos al servicio de la plutocracia o al servicio de la comunidad? Como señala la Doctrina Social de la Iglesia, la riqueza no es un fin en sí mismo, sino un medio. La riqueza cumple su función más noble cuando está orientada a producir beneficios para los demás y para la sociedad (Compendio de la DSI, n. 329). La misma lógica debe aplicarse a la educación.
Estado como “jaula de hierro”
Frente al Estado como “caja de hierro” —en expresión de Max Weber en su obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo de 1905 — que racionaliza, impersonaliza y estandariza la vida humana, es urgente recuperar una concepción educativa fundada en la sabiduría, la tradición y el bien común. Una escuela pequeña, cercana a las familias y a los estudiantes, arraigada en una comunidad viva, puede ser más eficaz para formar personas libres que un sistema gigantesco regido únicamente por criterios puramente técnicos. Los criterios técnicos deben estar al servicio de la dignidad de las personas y la comunidad, no ser sencillamente pura racionalización al servicio del beneficio a toda costa.
La familia y la comunidad deben recuperar su protagonismo
La libertad de enseñanza no es un lujo, sino una exigencia de justicia. Solo allí donde la familia y la comunidad recuperan su protagonismo educativo puede renacer una cultura que forme a los jóvenes en el sentido de la vida, en la responsabilidad moral, en la gratitud por el pasado y en la apertura a la verdad. Porque la verdadera educación cristiana no forma consumidores ni ejecutores, sino personas capaces de contemplar, de servir y de amar. Es urgente una escuela que repiense este mundo alterado por la codicia, el odio y la violencia. Sólo los sabios que salen de las mejores escuelas (entre las cuales están las verdaderamente cristianas) sin la tutela limitadora de un Estado cegado por el poder pueden cuando menos repensar y quizá iniciar un mundo nuevo.