Sobre la Iglesia (III)
La Iglesia es una comunidad litúrgica, es decir, la liturgia es su fuente y su culmen, allí donde la Iglesia se manifiesta a sí misma -epifanía de la Iglesia-, alcanza su culmen, lo más preciado, y a la vez de la liturgia mana como una fuente la vida santificadora de la Iglesia con la cual regenerará el mundo.
La liturgia no es un ritual inmutable ni unas ceremonias externas, sino la misma vida de Cristo comunicándose a sus miembros, a su Cuerpo. De ahí que la Iglesia, viviendo bien la liturgia, santa y fructuosamente, se reencuentre a sí misma y descubra a su Señor en Ella, agraciándola, transfigurándola, enviándola. La liturgia es tesoro preciosísimo para la Iglesia ya que de ella recibe toda su vitalidad sobrenatural; cuanto más cuide la liturgia y potencia la participación interior y fructuosa, mejor responderá a su vocación sobrenatural, aquella que recibió de su Cabeza para evangelizar e instaurar todo en Cristo. Cuando la vida litúrgica es pobre, exterior o descuidada, es porque la vida misma de la Iglesia está aquejada de diversas dolencias o males, llámense tibieza, subjetivismo o secularización interna; pero la liturgia es un reflejo fiel de lo que la Iglesia está viviendo y de su situación espiritual. Al reforzar la liturgia, celebrándola con unción y según los libros litúrgicos, con fidelidad al Misterio, fortaleceremos la vida real -interior y sobrenatural- de la Iglesia.
Estos contenidos anticipan lo que la Iglesia misma afirmará en el Concilio Vaticano II sobre las relaciones de la Iglesia y la Liturgia; en efecto, Sacrosanctum Concilium dirá:
También Juan Pablo II definirá la Liturgia como la epifanía de la Iglesia, mostrando así su implicación existencial: