Jueves, 25 de abril de 2024

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Esa potencia “de segunda” del s. XVIII llamada España

Esa potencia “de segunda” del s. XVIII llamada España
Escudo de armas de Carlos III, con el lema "Del Sol desde el orto hasta el ocaso"

por En cuerpo y alma

 

            Existe en la historiografía oficial una prisa denodada en anunciar la decadencia de España en la Historia y su pérdida de la condición de potencia hegemónica del mundo.

            Algún historiador incluso anticipa dicha pérdida al episodio de la Grande y Felicísima Armada, mal conocida como Armada Invencible, en 1588… ¡que ya es anticiparla! Otros la sitúan en el “decadente” reinado de Felipe III. Otros en la separación de la corona portuguesa, por cierto, siempre ”mirando por España” emplazada en 1640, año en lo que se produce no es otra cosa que la proclamación del pretendiente portugués, cuando en realidad, no se formaliza hasta 1668. Y otros, los “más generosos” para con España, la "retrasan" hasta  el final de la Guerra de los Treinta Años en 1648 (aunque ya venía dando señales). Más tarde que eso, nadie. Para cuando en 1700 se produce el advenimiento al trono español de la dinastía francesa de los borbones, España ya es, en la historiografía oficial, una potencia de segunda, cuando no de tercera, un verdadero Don Nadie en el escenario internacional.

            Pues bien, vamos a analizar hoy un año importante de la Historia, y vamos a intentar determinar cuál podría ser entonces la gran potencia del mundo.

            El año elegido hoy es 1783. Lo elijo por tardío, no por otra cosa, en otra ocasión  podemos elegir otro año, no hay problema. Se produce en él el final de la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos o, dicho de otro modo, la pérdida por Inglaterra de las Trece Colonias norteamericanas que tanto le había costado colonizar, y en las que apenas ha permanecido 176 años, contabilizados, con gran generosidad, desde la fundación de una ciudad (ciudad por decir algo), Jamestown, que hoy ni siquiera existe, tal fue la entidad que tuvo.

            Pues bien, cuando en 1783 el Reino Unido de Inglaterra y Escocia pierde las Trece Colonias (con una superficie todas juntas de unos cuatrocientos mil kilómetros cuadrados, ojo, que el imaginario popular imagina esas Trece Colonias con el tamaño de los actuales Estados Unidos), apenas le van a quedar en la América continental unas posesiones no bien afianzadas en el este de Canadá, repartidas en tres provincias que son Nueva Escocia, Ontario y Quebec, ésta última cedida por Francia tras la Guerra de los Siete Años, las cuales a duras penas suman poco más de medio millón de kilómetros cuadrados; una serie de islas minúsculas en el Caribe, todas ellas desde luego de menor tamaño que las españolas Cuba, Santo Domingo y Puerto Rico. Y registra, desde 1757, una naciente presencia en Asia, en la parte de Bengala, dentro del territorio de la actual Bangla Desh, que ni siquiera controla directamente, sino a través de un nawab (cacique local) “sensible” a los intereses británicos. La aventura británica en Australia ni siquiera ha comenzado, tardando todavía cinco años en hacerlo (y que nadie imagine un control británico del territorio australiano como el que España había completado en América, apenas unas ciudades en la costa y pare Vd. de contar).

Imperio español en 1783 

 

            Repasemos ahora la situación de España. Terminada la Guerra de la Independencia norteamericana, España es la propietaria de toda América Central y de todo América del Sur salvo Brasil; de todo el territorio de los actuales Estados Unidos hasta el Misisipi, es decir dos tercios de la superficie total norteamericana. Además, ha iniciado ya exploraciones en todo la costa oeste del territorio de América del Norte, ascendiendo por Canadá (Vancouver) y llegando incluso a Alaska. Y es la propietaria de buena parte de las islas del Pacífico, entre las cuales las principales las Filipinas, verdadero mercado central del comercio con Oriente, y junto a ellas, Carolinas, Marianas, Palaos, Marshall, Guam y otras islas menores.

            En lo que al comercio con el Oriente asiático se refiere, es verdad que desde el fin de la Guerra de Sucesión Española en 1714, por el Tratado de Utrecht, Inglaterra puede explotar el llamado “navío de permiso”, por el que España le permite (de ahí el nombre, “navío de permiso”) comerciar con hasta 500 toneladas de mercancías al año. Pues bien, desde finales del s. XVII, el galeón de Manila español, generalmente uno por año, algunos años dos, está transportando más de dos mil toneladas. Es decir, que incluso habiendo perdido España el monopolio que había ejercido hasta 1714, sigue desarrollando más del 80% del tráfico comercial en el Pacífico.

            De Francia ni hablamos, con todo su pequeño imperio americano perdido en la Guerra de los Siete Años terminada en 1763, precisamente ante Inglaterra (y ante España, a la que cede la Luisiana), y a apenas seis de iniciar en 1789 la decadente Revolución Francesa, en la que todas las atrocidades serán permitidas y no se está, precisamente, para grandes sueños imperiales.

            Y ahora la pregunta: visto todo lo visto, ¿cuál le parece a Vd., amigo lector, que es la potencia hegemónica del mundo en 1783?

             Que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.

             Argumentos como éste y otros no menos novedosos, puede encontrar Vd. en mi último libro “Historia desconocida del Descubrimiento de América. En busca de la Nueva Ruta de la Seda”.

 

             ©Luis Antequera

 

 

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