Viernes, 03 de mayo de 2024

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Los textos litúrgicos - I

por Corazón Eucarístico de Jesús

Profundidad de las palabras de un maestro, Romano Guardini, ayudándonos a apreciar la forma de los textos litúrgicos, de las oraciones de la Misa:

 
“En primer lugar, notamos, en estas oraciones, su forma austera. Ellas no se extralimitan, son concisas y secas, y mientras más antiguas más lo son. En ellas no se encuentra ningún pensamiento desarrollado profusamente, ni imágenes conmovedoras, ni un sentimiento efusivo. Lo único que hay son frases claras y breves, que expresan con precisión la fe común
 
Por ejemplo, la oración del primer lunes de Cuaresma afirma: “Conviértenos, Dios salvador nuestro. Y para que el ayuno de estos cuarenta días nos sea provechoso, instruye nuestras mentes con la enseñanza celestial”. La Oración sobre las ofrendas de la misa del mismo día implora: “Santifica, Señor, los dones que te hemos ofrecido, y purifícanos de las manchas de nuestros pecados”. Finalmente, la oración después de la comunión dice: “Saciados, Señor, con tu saludable don, te suplicamos que, así como nos ha deleitado con su aroma, también nos renueve con su poder”.

    En principio, la forma de estas oraciones nos causa una impresión extraña. Nuestras oraciones suelen ser más ricas en palabras, contienen más sentimiento, y el estado personal del orante se expresa en ellas muy directamente. Es verdad que las oraciones de la misa no son todas tan austeras como las mencionadas, que provienen de épocas muy tempranas, pero su carácter es más o menos el mismo. Tan pronto como éste último se orienta más fuertemente hacia lo subjetivo, la oración respectiva demuestra un origen más reciente, con lo que, en cierto modo, pierde ese carácter distintivo. Estas oraciones de la misa no provienen del sentimiento personal del individuo, sino de la conciencia de la comunidad, mejor dicho, de la Iglesia. Ellas son oficiales, en el sentido etimológico de la palabra, ya que nacen del officium [oficio], del deber, de la responsabilidad del cargo.  
 
En ellas impera la claridad y objetividad romanas, de tal forma que nosotros, los hombres de otra época y condición, las consideramos superficialmente como apagadas, impersonales, quizás como irreligiosas. Si las consideramos así, en realidad nos engañamos mucho, porque estas oraciones están impregnadas de una intensa y profunda piedad. Pero esta piedad tiene una configuración distinta de aquélla que conocemos familiarmente. Dicho de otro modo, esa piedad no es realmente extraña para nosotros, como lo son los ritos chinos, que en verdad ni humana ni espiritualmente nos conciernen. Esa piedad tiene una profunda relación con nosotros, ya que proviene del otro polo de nuestra existencia global, y nos es necesaria para alcanzar el conjunto de esta última. Es una piedad objetiva y constituye para nosotros, que caemos tan fácilmente en el individualismo y en el intimismo exacerbado, una confirmación y un complemento importantes.

    Es indudable que estos textos no pueden ser considerados en forma superficial, pues son fórmulas muy condensadas. En ellas, un sentido atento a la realidad ha experimentado la vida, un espíritu lúcido ha reconocido las coas esenciales y una energía para configurar correctamente les ha otorgado una expresión totalmente simple. Que estas oraciones tienen su origen en tal supremacía de la existencia, nos lo enseña la historia eclesial de los primeros siglos, cuando en sus comienzos la joven Iglesia tuvo que luchar contra la seductora e inconsistente abundancia de la antigüedad decadente y luego contra el caos violento de la invasión de los pueblos bárbaros y de la Alta Edad Media.

    Además, estas oraciones no son lo que parecen ser a primera vista, es decir, no son textos concluidos que expresan todo lo que se tiene que decir. En realidad, tienen que ser precedidos por la oración silenciosa de la comunidad. No tomamos en serio justamente la invocación introductoria: “oremos”. Justamente deberíamos obrar de acuerdo con lo que expondremos a continuación. Uniendo sus manos, el sacerdote dice: “oremos”. Ahora se produce un silencio, que se extiende durante cierto tiempo, los fieles rezan en privado, conforme al misterio del día, por las intenciones propias y comunitarias. Después el sacerdote resume esta plegaria diversificada y silenciosa en las breves frases de la oración, de tal modo que sus palabras condensadas están colmadas de toda la vida que antes, en el silencio, se había elevado a Dios. Ahora vemos que su austeridad no es mezquina, sino abundante y verdaderamente concluyente. Tal vez tendría un sentido semejante, si previamente leyésemos las oraciones, antes de la misa o en la víspera, meditáramos su significado e incluyéramos en ellas nuestras intenciones".

 

Romano Guardini,
Preparación para la celebración de la Santa Misa,
Edibesa-San Pablo, Buenos Aires, 2010, pp. 66-67.

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