Sábado, 20 de abril de 2024

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Sacerdote por sorpresa

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San Agustín

SACERDOTE POR SORPRESA

Nacido en 354 en la africana Tagaste, un pequeño pueblo de Numidia –actual Souk Ahras, en  Argelia-, hijo de un padre pagano, Patricio, y una madre cristiana, Mónica, Agustín realizó un largo recorrido existencial hasta que se encontró con la fe en Cristo. Su madre que había orado de modo incesante por la conversión de su marido, soportando tanto sus infidelidades como su mal carácter, vio cómo solicitaba su bautismo poco antes de morir, y pudo alcanzar también a ver la fatigosa conversión de su hijo Agustín en Milán, ciudad a la que llegó el brillante joven profesor de retórica, disciplina que por entonces era el trampolín para una vida llena de gloria y riqueza, y en la que se había destacado desde pequeño, ya sea durante su educación primaria en Tagaste, como secundaria en Madaura, o superior en la escuela de retórica en la principal ciudad del África, “Cartago, sartén de amores depravados” (Conf. III, 1), a la que llegó con tan sólo 16 años, con la ambición de dedicarse a la vida en los tribunales.

A pesar de las exhortaciones de su madre, Agustín no se privó de los comunes placeres de los jóvenes de entonces, el adulterio y la fornicación, ni tampoco de la vanagloria y la sensualidad que le ofrecía la gran ciudad y le proporcionaban sus talentos para la oratoria, para persuadir con las artes de la palabra, y de los juegos con las palabras. En Cartago Agustín conoció a una mujer con la que se unió en concubinato y tuvo un hijo: Adeodato. Sin embargo, la búsqueda de la verdad, que acompañaba esa otra vida, fue cobrando un dramatismo espiritual cada vez más pronunciado, que terminaría resolviéndose con la conversión de san Agustín, el cual había decidido ir a dar clases de retórica a Roma, y luego a Milán, buscando un ambiente menos díscolo que el que ofrecían sus estudiantes libertinos de Cartago. Fueron años difíciles para Agustín, a la sazón adicto a los horóscopos y la astrología, sumido en la confusión de las ideas maniqueas que no lo terminaban de convencer, pero de las que no logró desembarazarse por nueve años. En Milán, el famoso obispo Ambrosio, célebre orador además, terminó atrayendo progresivamente la atención de Agustín, preparando el terreno para su conversión final.

Estaba Agustín con Alipio, su amigo de la infancia que lo siguió hasta Milán, en el jardín de la casa donde vivían. La lucha entre la sensualidad, la frivolidad, los placeres de la carne, ese murmullo de fondo que lo acompañaba, y el mundo nuevo que se abría a su espíritu, lo avergonzaba. No se decidía a abandonar lo viejo, ni a abrazar lo nuevo. Fue entonces cuando, en medio del jardín rompió en lágrimas delante de su amigo: “¿Hasta cuándo voy a seguir diciendo mañana, mañana? ¿Por qué no ahora mismo?”. Llorando, de rodillas, debajo de una higuera, abismado en esos intensos momentos  escuchó, inesperadamente, desde la casa vecina, el canto de una voz infantil que se repetía: “¡Toma y lee!, ¡Toma y lee!”. Agustín se reincorporó… fue hasta donde se encontraba su amigo Alipio, y junto a él, el códice del Apóstol Pablo:

“Lo tomé y lo abrí y en silencio leí el primer capítulo que me vino a los ojos: Nada de comilonas ni borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revístanse, más bien, del Señor Jesucristo y no se preocupen de la carne para satisfacer sus concupiscencias (Rm 13, 13s). No quise leer más ni era preciso. Al punto, nada más acabar la lectura de este pasaje, sentí como si una luz de seguridad se hubiera derramado en mi corazón, ahuyentando todas la tinieblas de mi duda” (Conf. VIII, 12).  

Le contó todo a Alipio, y éste, a su vez, para sorpresa de Agustín, le refirió que también él –gran juerguista aficionado al circo y a las luchas de los gladiadores, y que oportunamente será obispo de Tagaste-  se hallaba en pleno proceso de conversión, y pidió a Agustín que le mostrase el texto de san Pablo, el cual continuaba diciendo: “Recibe al que es débil en la fe” (Rm 14, 1), palabras que consideró, por su parte, destinadas para sí.

En la Vigilia Pascual de 387, en la Catedral de Milán, Agustín, su hijo Adeodato y Alipio, su amigo, recibieron los sacramentos de la iniciación cristiana -el bautismo, la confirmación y la eucaristía- de manos de san Ambrosio de Milán y ante la presencia de Mónica. Agustín encontró de modo definitivo la tan ansiada y buscada paz. Era hora ya de regresar al África. Problemas en el puerto de Ostia Tiberina, en Roma, retuvieron al grupo de amigos de Agustín, y a Mónica, su madre, quien falleció aquí, a los 56 años de edad, después de varios días de fiebre: 

“Una sola razón y deseo me retenían un poco en esta vida, y era verte cristiano católico antes de morir. Dios me lo ha dado con creces, puesto que, tras decir adiós a la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago aquí?” (Conf. IX, 10).

El deseo de desarrollar en plenitud su vocación bautismal lo vio concretado Agustín cuando, luego de vender su patrimonio, pudo  empezar una nueva vida en el primer monasterio por él fundado, tiempo que se prolongó durante tres años. En este período, en que falleció su hijo Adeodato, el grupo de  amigos, ahora devenidos monjes, se entregó a la oración, la penitencia, las obras de caridad y el estudio. Con el fin de integrar a un amigo suyo de Hipona,  Agustín se dirigió a esa ciudad portuaria (actual Annaba, en Argelia). Allí asistió a la misa dominical. El anciano obispo, de origen griego, que apenas podía hablar el latín, manifestó que le urgía elegir un sacerdote para que pudiese desempeñarse en la predicación. La gente, allí mismo, echó mano de Agustín, lo aferró y a la fuerza lo condujo adelante.  

“Vine tranquilo, porque la ciudad tenía obispo, pero me apresaron, fui hecho sacerdote, y así llegué al grado del episcopado. Nada traje, vine a esta Iglesia con la sola ropa que llevaba puesta” (Sermón 355). 

La precipitada y sorpresiva vocación al sacerdocio se consumó en 391, y apenas cuatro años más tarde, Agustín fue consagrado obispo de Hipona, ministerio al que dedicaría toda su capacidad, su fuerza y su existencia: “el predicar, argüir, corregir, edificar, el preocuparte de cada uno, es una gran carga, un gran peso y una gran fatiga. ¿Quién no huiría de esta fatiga?” (Sermón 339).  Debía viajar al menos una vez al año a Cartago –y no le gustaba viajar- y permanecer allí meses para reunirse en concilio con los demás obispos de la región, soportar las correspondientes quejas de sus fieles por estas ausencias, debatir con donatistas y maniqueos, encargarse por las mañanas de fastidiosos litigios civiles pues la Iglesia también tenía competencia en tribunales de este ámbito, debía visitar las cárceles con el propósito de evitar abusos contra los prisioneros e interponer su autoridad para salvarlos de la pena de muerte, o de la tortura judicial, y se desvivía por los pobres. 

Es difícil imaginar cómo san Agustín, en medio de un trajín semejante, se las ingenió para dejar una obra literaria de tal magnitud, erigiéndose en el más prolífico de los Padres de la Iglesia. Entre sus obras maestras se cuentan títulos como “Las Confesiones”, “La Ciudad de Dios” o “La Santísima Trinidad”. Son incontables sus escritos, cartas, libros, innumerables sus intereses que abarcaron la teología, la Sagrada Escritura, la moral,la catequesis, la psicología, la historia, la retórica, la apologética… Sus obras completas editadas por la BAC suman 42 volúmenes. 

De entre todas sus actividades, en ninguna brilló tanto como en la predicación, donde lució sus artes oratorias, ya no como tributo de la propia vanagloria, sino al servicio de la Palabra de Dios. No le ayudaba una voz más bien débil que le jugaba malas pasadas como en las ocasiones en que le sorprendía la afonía, pero san Agustín, que predicaba sentado desde la sede, que preparaba sus homilías cuanto podía, dejaba librada a la improvisación y a las mociones del Espíritu y al contacto directo con las emociones, expectativas y comunicación de los fieles las palabras que espontáneamente brotaban de sus labios en un latín puro y clásico, jalonado voluntariamente, de tanto en tanto, por términos más prosaicos, visitado repentinamente por algún acertijo o por eventuales frases que se asociaban en la rima, deslizándose por tramos más poéticos, salpicados de sugerentes y plásticas metáforas que evocaban el mar o la vida agrícola…  Aquel hombre sentado en su sede captaba segundo a segundo, como en un diálogo secreto, el ambiente íntimo que le ofrecía su audiencia, que era llevada a las profundidades de la Palabra de Dios, que era sorprendida por el ritmo cambiante en su tema, su tono, su vivacidad, su exhortación, su decir, que llenaba su templo como se llenaba el teatro en un gran espectáculo, que despertaba en sus oyentes algo rústicos  –campesinos acomodados, comerciantes, montañeses- el deseo de Dios, el respeto al Señor, la nostalgia por la paz, la conciencia de la culpa, el sueño por la felicidad, el gozo por la conversión, y la aversión a la maldad, los apetitos lascivos y torpes, el odio, la frivolidad, el egoísmo-, y que, con frecuencia, arrancaba en aquellas privilegiadas asambleas litúrgicas, exclamaciones, gritos, y unánimes aplausos.

En 426 Agustín, cansado y anciano, eligió un sacerdote joven para que lo sucediera en el episcopado, y se dedicó a la actividad intelectual. Los vándalos, que habían invadido el norte del África, ya en el ocaso del Imperio Romano de Occidente, sitiaban Hipona en el invierno de 430, al tiempo que el gran Agustín caía enfermo en su lecho de muerte, donde rezaba los salmos penitenciales que había pedido escribieran en la pared de su cuarto. Un mundo declinaba, y en la ciudad amurallada y rodeada por los bárbaros, el 28 de agosto, se apagaba la luz de un portento de la cristiandad. 



Ciudad de Annaba, en Argelia. La antigua Hipona.

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