Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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Semana Santa en la pluma del Beato LOLO

por Lolo, periodista santo

 Semana Santa: un trozo del “diario” del Beato Manuel Lozano Garrido

Tres de los libros escritos por Lolo son su propio ‘diario’. Es una modo de exponer él una autobiografía, sencilla, tierna, a veces escalofriante: Dios habla todos los días (“Con estas líneas empiezo un diario”, escribe; era abril de 1959); Las golondrinas nunca saben la hora, continua el ‘diario’ a partir de junio de 1961; y por fin, Las estrellas se ven de noche (septiembre de 1965). Las galeradas de este último se las acercaba el chico de la imprenta a su casa minutos después de que  hubiera muerto Lolo, cuando él -ciego desde hacía nueve años- ya estaba en la LUZ.

En todos sus libros son muchas las páginas en que desarrolla un tema crucial en toda su literatura: el valor redentor del dolor. Pero en estos ‘diarios’, llenos a la vez de su gracejo ingenuo y lleno de anécdotas, sin embargo se puede apreciar con toda su hondura el peso del día a día de su vida: vida vivida hasta el fondo, sorbida con fruición de esperanza y alegría; autoretrato y recuerdo de sus años vividos con pasión; peripecias sencillas, mezcladas con oración y reflexiones.

Muchas páginas de esos ‘diarios’ tienen la frescura del momento reciente, hasta el punto de que  apenas vivido el minuto y el momento, esos fragmentos salían  antes en la prensa, y luego se coleccionaban y completaban en ‘formato’ de libro.

Este artículo que sigue es una prueba de ello: Y de cómo se mezclan en él muchos de los temas  preferidos de su pluma: oración de un místico, pobreza y sagrario, sufrimiento, y… alegría.

 

                                                                              Rafael Higueras Álamo

                                                                              Postulador de la Causa de Canonización

 

DIOS HABLA TODOS LOS DÍAS

Diario de un enfermo

 

Manuel Lozano Garrido

            Enfermos misioneros,  marzo 1961, nº 54

Domingo de Ramos

            El Cura ha encargado que nos traigan una palma. La acercó el monaguillo y, como es tan alta –más que él, que ya es decir-, iba dando zamarrazos por todos los pasillos. Tan grande es que digo que se pierden los ojos mirándola hacia arriba. Como la palma es un símbolo bendito de la alegría, el Cura ha querido cargarnos de ella la casa para todo el año y hasta que sobre.

            Con tantas confluencias de trajes nuevos, niños que cantan y palmas, pienso en esta paradoja de unas fiestas de sangre preparadas por un día de gozo sin límites. En realidad no hay tal contraindicación, porque la Cruz lo que hace es salvar y es, por tanto, fundamentalmente alegre. Cuando Cristo aceptó aquella feria del Domingo de Ramos, supo lo que se hacía. Es como en esas funciones en que al principio y al final salen los artistas tal como son, para decirnos que el dolor y la sangre que hay por medio es propio de la representación, que todos siguen vivos y alegres, que es lo importante. En la Semana Santa hay que llorar, porque es una pena que Cristo haya tenido que pasar eso por nosotros; pero, sobre todo, hay que reír y cantar, porque, ¡menudo cielo nos abre el Calvario en apenas unas horas!

Martes Santo

He leído que San Vicente de Paúl hizo voto de ver a Dios en las personas y en las cosas. Al menos en estos días, quiero esforzarme también en ir descubriéndole, dolorido, en los hombres y en los sucesos de mi tiempo.

Jueves Santo

            Desde luego hay que ver la fuerza emocional que tiene lo visible de las procesiones de Semana Santa. Cuando pasa un Cristo sangrante y contorsionado, las caras son también un espejo de martirio. Otro cantar es el escamoteo de Pasión que nos hacen las espinas de oro y las túnicas de terciopelo. Con una revista con muchos “pasos”, yo le decía hoy a Cristo:

            -“Pobre mío; ¡quién te iba a decir que la píldora del último escarnio te la iban a dorar con diamantes y bordados! El gran chasco de Judas sería verte ahora traficado por un millón de pesetas, él, que tan modosito estuvo con sus treinta monedas. ¡Si hasta te llaman el Rico, Tú que apenas si tenías lo que pudiera dar de sí cualquier chapuza! Te llevan ahora con tantas joyas por la calle, que te nos pierdes tras de un fulgor de escaparate de joyería. Hasta hay quien dice que ya no te hablas con los pobres; ya ves, Tú que sólo supiste de fatigas de pobre, de angustias de pobre, de pensamiento de pobre. Cristo: tu sudor del Huerto, esas gotas espesas y rojas, cargadas de hemoglobina: te pido que las pobres gentes las vean salir realmente de esas espinas de diamantes, como te brotan del corazón cuando te cuelgan la humillante calumnia de Rico.”[1]

Viernes Santo

            Como en el Sagrario han puesto el Monumento y viene tanta gente, abren las puertas de par en par y así es más fácil. Yo, que estoy ya en el balcón, veo desde aquí los reclinatorios, las velas encendidas y hasta al mismo Cristo, que se nos alza sacramental y glorioso. De vez en cuando dejo lo que tengo entre manos y le digo que, ea,  vamos a echar un parrafillo. Pienso que, como el trigo es para todos, también sólo cabe la vida para todos con este Trigo Sagrado germinando en el corazón. Por eso, en esta mañana de tanta proximidad, me gusta acercarme a Él para cicatrizar también mi frente en la ancha sombra de su Cruz. Entre lo mucho bueno de la Cruz está el que es tan nuestra como Suya. Porque Él es así de comprensivo, hoy he ido recordándole lentamente que yo también tengo mi camino doloroso y que aquí están mis venas para que les transfunda el caudal de su sangre redentora:

            -“Mira, Cristo, yo también soy un condenado a muerte, llevo mi Cruz a cuestas, caigo bárbaramente en las peripecias de cada día, soy desnudado por el infortunio y a cada momento me clavan las manos los martillos de la inutilidad. Sólo falta que mi viacrucis sea  también redentor. Ya ves: hablar de redentores. Pero Tú no te subiste al Gólgota para que te festejaran como “divo”. Eres de todos y hasta de las piedras pueden salir crucificados y santos.”

Sábado Santo

            Contigo no valen las máscaras. Uno…, venga a andar con la cara compuesta; y de pronto, ¡zas!, un tirón tuyo y uno con el corazón tiritando.

            Resulta que le temo a la muerte. Me lo ha descubierto lo de la garganta. De vez en cuando se me pone un nudo que es como una soga de angustia. En realidad la cosa viene de viejo. No he podido evitar que estos dieciocho años[2] me dejen una terrible sensación de acoso, como de animal perseguido. Desde los veintidós años he tenido el dolor sobre la carne, minuto a minuto. De noche, incluso, sufría unas terribles pesadillas en las que el punto de partida era siempre algún dolor físico. Luego vino también la anquilosis del tórax, las costillas envaradas, cerrándose como los anillos de una víbora. También, la pulmonía, el aire delgado de aquellos días como si fumara en una pipa moruna. Apenas al nacer, ya estamos incubando un virus de agonía. ¿Por qué, Cristo, ese terrible misterio de la muerte? Lo pregunto, pero hoy Tú no tienes palabras. En este día no habla más que tu cuerpo exánime, levantado en alto para que todos veamos el sol de la muerte, el oro de la muerte, la puerta abierta a la paz para siempre que es la muerte. Lo esencial es que Tú también has muerto, y eras –y eres- el amor, la impecabilidad y la esperanza. La esperanza, ¡qué buena es por Ti la esperanza!

Domingo de Resurrección

            Hoy he estado un buen rato con el Cristo Yacente que tengo. De cara a los cohetes, las carcajadas de los niños y el estruendo de las campanas, me digo cómo no caí antes en esta fuga gloriosa del cuerpo ajusticiado. A mi Cristo yo lo veo con heridas por todos lados; pero, si lo tocara, habría de notar como un temblor de pájaro que va a volar. Alguna vez he pensado que si los hombres alegres tuvieran que llevar un emblema en la solapa, bien podría ser el del sepulcro vacío de José de Arimatea. Suena a paradoja que la alegría tenga que nacer de entre las tapias de un cementerio, pero es así. La verdad es que ya, cuando todo ha salido bien, uno se alegra de que Cristo muriera. Lo bueno es que ahora uno sabe más que nunca que sí, que cada cual tiene que morir, porque ¡cuándo murió Cristo...!; pero también, desde su muerte, sólo cabe la esperanza. Ahora, el que tiene un nudo en la garganta, un cáncer o una disnea piensa, y con razón: Cristo, que murió, está triunfal y glorioso en los cielos. Sus treinta y tres años son una falsilla para que  nosotros nos ganemos el cielo copiándole. Hacerse hombre, a Cristo, le ha supuesto probar nuestra vicisitud angustiosa, y a nosotros formar parte de un linaje de gloria. Se habla de aristocracia y de sangre “azul”. Desde que Cristo fue nuestro, sí que podemos decir que tenemos sangre de “cristiano”. Sus hematíes van por nuestras venas sólo con que nos dejemos transvasar por la Gracia. A través de la Suya, el misterio de la muerte se abre como un almendro en primavera. Ya se nos presenta como nuestro supremo acto de purificación que nos planta de cara a un Reino prometido. Desde Cristo, la muerte sigue siendo una agonía, pero, ¡menuda vida empieza tras del último sudor y la última palpitación



[1] Cf. Vida nueva  (6 junio 1963).

[2] Al final de su vida, fue algo más de 28 años los que estuvo Lolo enfermo. 

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