Viernes, 26 de abril de 2024

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La Iglesia impopular (II). Problemas de comunicación.

La Iglesia impopular (II). Problemas de comunicación.

por Josue Fonseca

La Iglesia impopular (II). Problemas de comunicación.

Hace una semana, hacíamos referencia a las dificultades que la Iglesia tiene para transmitir una imagen positiva de sí misma a la sociedad actual. En líneas generales hablábamos del desnivel que hay entre lo que en realidad es y cómo es percibida por la sociedad.

Bueno, pues hoy me gustaría entrar en el tema de la comunicación. Hace mucho que pienso que una de las razones por las cuales la Iglesia es tan mal entendida estriba en que los católicos, en general, no hemos comprendido que nos encontramos ante un nuevo paradigma. Ya lo decíamos en el artículo anterior. El modelo de la “modernidad” se fundamentaba en la palabra y en el concepto, o sea en el lenguaje verbal, que suele ser de carácter racional. El de la postmodernidad se basa más bien en la imagen e incide más en el aspecto sentimental.

En EE.UU, por ejemplo, ya hace tiempo que los grandes debates presidenciales pasaron de la letra impresa de los periódicos, como el New York Times, el Washington Post, o el Chicago Tribune, a las televisiones. Y cualquier director de campaña sabe que el triunfo depende de éstas al 80%.

Da la impresión, sin embargo, de que la Iglesia sigue apostando sobre todo por la comunicación racional escrita. De hecho la producción editorial católica es enorme. Esto no debería ser un obstáculo, sino todo lo contrario, pues teóricamente debería facilitar la divulgación del mensaje. Sin embargo, modestamente yo creo que no es así ¿Por qué?

La primera razón ya está expuesta: la gente, hoy, no lee grandes textos. No lo hace porque tiene otras vías de información más rápidas, y porque, sencillamente, no tiene tiempo. Pero hay más, y así, nos encontramos con muchas personas que consideran que la inmensa mayoría de lo publicado es muy poco original. Un afamado periodista francés señalaba que había dos prototipos de persona a los a los que no le gustaba entrevistar: los políticos y los obispos. “Sabes lo que van a decir antes de que se lo preguntes”. Está claro, al menos en el caso de los segundos, que ellos no expresan fácilmente sus opiniones personales por representar a la propia Iglesia y no a sí mismos, pero, de todas formas, haríamos bien reflexionando sobre esta afirmación.

¿No deberíamos ser menos teóricos y más “prácticos”? J. Luis Borges apuntaba, irónicamente, que la teología era una rama más de la Ciencia Ficción. Durante bastante tiempo me pareció la “boutade” típica de un increyente; pero luego, conociendo más al personaje, he llegado a ver quizá más el despecho de quien no era capaz de encontrar en una prosa fría y abstracta la verdad del Dios Vivo que andaba buscando. Personalmente, cada vez que entro en una librería religiosa, tengo que reconocer que la mayoría de los volúmenes que hojeo se me caen de las manos: mucha, mucha teoría, mucho pensamiento abstracto, poca vida, y, sobre todo, poca originalidad.

Sin duda ninguna, el aporte de la filosofía (sobre todo de la filosofía clásica) contribuyó a sustentar un fuerte armazón dogmático para el cristianismo naciente, como ya puede verse en los Padres. Posteriormente, la obra teológica sobre todo  de san Agustín y Santo Tomás acentuó el carácter racional y especulativo del catolicismo latino (en cierta medida, la Ortodoxia y las iglesias Reformadas siguieron un camino distinto) hasta nuestros días. Claro que hubo también mística, testimonio, exégesis y catequética, pero la reflexión teórica y doctrinal ha predominado, y sus consecuencias, positivas y negativas, se hacen sentir sobre todo en una época como la actual.

La teoría es importante, pero la misma verdad a veces tiene muchas caras. Un problema resuelto “teóricamente” no siempre funciona bien en la vida de las personas: hay que buscar también una solución “existencial”. Cuando se produce un desfase entre estas dos cosas podemos acabar respondiendo a preguntas que ya nadie nos hace. Esto no significa relativismo, sino aprender a mirar los problemas en toda su complejidad, y no limitarnos a dar recetas estereotipadas y demasiado apresuradas.

¿No corremos el riesgo de ser, además, demasiado reiterativos? Es evidente que la Iglesia tiene el derecho, y sobre todo el deber, de expresar con firmeza la Verdad de la que es depositaria, pero tal vez no deberíamos ser “pesados” y limitarnos más al “sí, sí, no, no” del que Jesús hablaba: el silencio, cuando la propia opinión ha sido ya claramente expuesta, da autoridad. Sin embargo, insistir con lo nuestro a la mínima ocasión puede ser interpretado como prepotencia y falta de respeto a los que no piensan igual. El hombre actual está saturado de palabras, y valora, más que nunca, los actos concretos y los gestos verdaderos.

Carlo Carretto decía que muchas veces el problema no está en la verdad de lo que se dice, sino en el “tono” que se emplea. Hoy en día, un discurso que se pretende veraz en términos absolutos, suscita rechazo de antemano, porque se siente que atenta de antemano contra el derecho a la libertad y a la decisión de las personas. Por ejemplo, comenzar un discurso con un: “a nosotros nos parece” o “los católicos pensamos” suena más como una aportación que como una imposición, y será sin duda mejor acogido.

Por último, tal vez sería necesario discriminar más entre unos temas y otros, y jerarquizarlos ante la opinión pública. En mi opinión, y por poner un ejemplo, no tiene la misma relevancia (y por eso no merece la misma insistencia) una cuestión como la de la asignatura de “Educación para la Ciudadanía”, que, con todo, posibilita diferentes opiniones, a otro como el del aborto, en el que se juega la vida de miles de inocentes. Con algunos temas debemos ser moderados. Con otros, los que claman al Cielo, hay que insistir día y noche, hasta que se haga justicia.

La sociedad nos escucha y nos juzga con sus propios criterios y, equivocados o no, si no los tenemos en cuenta no podremos ser  verdadero signo de salvación para ella. Tenemos que entender que, según esos criterios, un reloj de Cartier en la muñeca de un cardenal puede tener más importancia mediática (negativa) que una bella encíclica. Sin pecar de ingenuidad, los gestos humildes (como la grandiosa petición de perdón del santo Juan Pablo II, con ocasión del Jubileo 2000) dicen más que todos los escritos a los hombres de hoy.

Creo que las palabras claras y amables, los principios expresados con una sonrisa, la sencillez en los actos, en los vestidos, en los comportamientos, ¡incluso el silencio!, son la vía por la que nos toca transitar. La cercanía, el escuchar y el ser humildes ¡pueden abrir tantas puertas y tantos corazones!

No es un camino muy nuevo ¿verdad? De hecho, todo empezó así, cerca del mar de Galilea.

Un abrazo a todos.

josuefons@gmail.com

 

 

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