He oído que el Congreso, blando de manos y de cerebro, va a considerar la eliminación de la inmemorial exención de las mujeres del reclutamiento para el combate.  Dado que hoy en día somos absolutamente disfuncionales en todo lo que tiene que ver con los hombres, las mujeres, el matrimonio, la formación de familias y la educación de niños y niñas, supongo que yo debería haber previsto esta última locura.

No voy a entrar en las leyes físicas del asunto, las que hacen que un chico de 16 años pese demasiado para su madre, la misma madre que ahora se supone que debe atacar una colina con más de 36 kg a la espalda y enfrentarse a un hombre adulto que viene hacia ella con toda su fuerza y el deseo de matar en su corazón. En cambio, quiero sugerir una entre las muchas causas, un pequeño avance de la locura que ha contribuido a reducirnos a este estado de fisiofobia, miedo y aversión a lo real.  Y es que descalificamos lo real desde el púlpito. [Con traducciones aguadas, n.n.]

María ha concebido por el Espíritu Santo y el Señor habita entre nosotros.  Se ha dirigido a la región montañosa para estar con su pariente Isabel, que está embarazada aunque se creía que era estéril y demasiado vieja para concebir. Cuando Isabel la saluda, María entona el cántico que conocemos como Magnificat. Tiene la estructura y las locuciones de un poema semítico, que Lucas traduce a su griego natal. Termina con estas palabras terrenales: "Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia -como lo había prometido a nuestros padres- en favor de Abrahán y su semilla por siempre" (Lc 1,54-55; en griego, spermati). La Vulgata latina coincide con el griego: "Sicut locutus est ad patres nostros, Abraham et semini eius in saecula".  El alemán de Lutero está de acuerdo: "Wie er geredet hat unsern Vaetern, Abraham und seinem Samen ewiglich".  Sin duda, María utilizó el hebreo zera', semilla, o su palabra hija en arameo.

Mi libro de concordancias bíblicas recoge 220 casos de "semilla" en la traducción de la Biblia del rey Jacobo, 219 de los cuales traducen este mismo sustantivo, zera' (el caso raro se refiere a un grano separado de su cáscara protectora). A veces la semilla la lleva el árbol o la hierba, según sus tipos (Gén 1,11), que el hombre aprende a plantar en la tierra.  A veces es físicamente lo que el hombre siembra de su propio cuerpo en el cuerpo de la mujer (Lev 15,16). Y a veces designa el fruto de la siembra, como Dios promete en su pacto con Abraham ser "tu Dios y el de tus semillas futuras" (Gén 17,7).

Pero eso, por supuesto, no es lo que escuchamos en nuestro leccionario.  Oímos hablar de Abraham y de su "descendencia".  El movimiento primitivo hacia la abstracción es como la reducción de las poderosas palabras de Juan de la Nueva Biblia de las Américas. El apóstol dice que los que creen en el nombre de Jesús "no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios" (1,13). En las nuevas disposiciones, sin embargo, no podemos tener toda esa sangre y toda esa carne. En cambio, oímos hablar de aquellos "que no nacieron por generación natural ni por decisión de un hombre, sino de Dios".

Seamos francos. Cuando decimos que un hombre siembra su semilla, no estamos hablando en sentido figurado. Hablamos de la pura verdad. Eso es lo que es. Cuando decimos que la mujer embarazada lleva una nueva vida en su interior, estamos diciendo la pura verdad. Esa nueva vida comienza cuando la semilla y el óvulo se unen. Esa es la germinación humana, el brote. Es activo y se autodesarrolla. Si el brote está sano, lo único que necesita es lo que necesita cualquier brote: protección, alimento y tiempo.

Mira a la mujer. Cada uno de los rasgos sobresalientes que la distinguen de su marido declara que es la portadora, el refugio y la alimentadora de la nueva vida, y como tal debe ser protegida: sus pechos, sus caderas, su menor estatura, sus huesos más delgados, su suave barbilla, su voz infantil.  ¿Un hombre cuerdo y decente metería una guardería en la batalla? Ni aunque tuviera la más mínima ventaja militar para hacerlo; y es, como los asediados israelíes aprendieron rápidamente, una gran desventaja. ¿Por qué luchan los hombres buenos si no es para proteger a sus familias, las mujeres y los niños? ¿Por qué luchar, si estás enviando una nueva vida a la muerte? Esa mujer bien puede estar llevando una vida indefensa dentro de ella en este mismo momento. ¿No es eso algo para llevarse las manos a la boca con asombro?

Pero a las mujeres de nuestro tiempo se les enseña a estar en guerra contra su propio cuerpo. Y a los hombres se les enseña a reducir sus cuerpos a máquinas de rendimiento (herramientas) o de placer (otras herramientas). Los antiguos hebreos no miraban el cuerpo de esa manera, porque ninguna sociedad sana ha mirado nunca el cuerpo de esa manera. El niño que se ha convertido en hombre lleva la semilla en su interior. Eso es lo que es, y nosotros, que creemos en Dios, debemos creer que si algo en la realidad física es sagrado seguramente es el cuerpo humano, que en la unión del hombre y la mujer hace nacer nuevas personas hechas a imagen de Dios.

Entonces, ¿dónde debe sembrarse la semilla de esta nueva vida? No en una cloaca, ni en el fuego, ni en el frío plástico. La respuesta no viene de lo que a tal o cual persona le resulte excitante o conveniente, sino de la naturaleza de la semilla, de lo que realmente es.

Somos aburridos, somos profanos. Estamos ciegos ante la santidad; vemos en gris secular. Sin la ayuda de los restos de una cultura, y con un poco de las palabras cotidianas de nuestra Iglesia, debemos tratar de imaginar cómo era realmente creer en la bondad sagrada de la carne y la sangre, de la semilla y la tierra, y gritar con Adán las primeras palabras humanas registradas en las Escrituras: "¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!".

Publicado en Catholic Education.

Traducción de Elena Faccia Serrano.