Recientemente he escrito que nuestras escuelas le presentan a la gente joven no a esa guía de la inteligencia y de la belleza que es Doña Fe, sino a su actual impostora, la bruja, la Política. Nuestros "pecados" son políticos y tenemos que ser "salvados" dando nuestro consentimiento a lo Correcto sobre sexo y matrimonio, cambio climático, comida biológica, la maldad de la historia cristiana, las dulces maravillas de la historia del islam, etcétera, hasta el final del mundo y el nuestro. Amén. Ahora voy a escribir sobre Doña Esperanza y su impostora, el Optimismo.
 
La esperanza, decía el poeta filosófico Charles Péguy, es la hermana pequeña de las tres virtudes teologales, es alegre y juguetona. Sin embargo, es la que guía a las otras y no al contrario, porque les da la fuerza para seguir adelante, del mismo modo que hace un granjero con sus hijos, esperando que sus hijos sean mejores que él. Los niños reciben la fe de sus padres, del mismo modo que reciben de ellos el amor; amor que, a su vez, les devuelven. Pero los padres ven la esperanza en su hijo, que se convierte, así, en su portador de esperanza. Es un misterio tan común que es invisible. Puedo rezar por el bienestar de mi prójimo tal como rezo por el bienestar de mi hijo, pero la existencia de mi prójimo no es el fruto de mi oración; mi hijo es, primero de todo, una respuesta a la oración.
 
Hoy en día apenas lo vemos así. El niño es un futuro productor y consumidor, es "nuestra mayor riqueza", como el petróleo o similar. Y les educamos a verse a sí mismos así. No tienen sólo que ser; tienen que tener éxito, lo que significa que deben producir y consumir, y les aplaudimos cuando -y la mayoría de las veces sólo cuando- demuestran ser muy buenos en el juego de la producción y el consumo, sin importar lo que hacen o devoran.
 
Así que intentemos imaginar a un niño, no desde el optimismo, sino desde la esperanza.
 
Ana, que no tenía hijos, rezó con tanto fervor al Señor pidiéndole un hijo, que Elí el sacerdote pensó que estaba bebida y la regañó, pero Ana dijo: "No trates a tu sierva como una perdida [una hija de Belial en la versión inglesa, ndt] , pues he hablado así por mi gran congoja y aflicción" (1 Sam 1, 16). Ana era una de las dos esposas de Elcaná. La otra esposa había tenido hijos e hijas y se lo echaba en cara, como si fuera un juicio de Dios que su vientre fuera estéril. Elcaná, sin embargo, la amaba profundamente y cada año, cuando subía al templo de Siló y Ana lloraba y no comía, él le decía con ternura: "¿Ana, por qué lloras y por qué no comes? ¿Por qué está apenado tu corazón? ¿Acaso no soy para ti mejor que diez hijos?" (1, 8).
 
Ana era la esposa favorita de Elcaná. Ella no quería sólo el amor. Tampoco necesitaban otro hijo para que les cuidara cuando fueran ancianos. Entonces, ¿por qué quería un hijo tan desesperadamente? ¿Para callar a su rival? ¿Sólo por eso?
 
Si fuera así, lo que hizo cuando concibió y alumbró a un hijo es difícil de comprender. Elcaná estaba preparado para subir a Siló, como siempre, pero Ana decidió no ir, manifestando su intención de quedarse en casa hasta que el niño fuera destetado, tras lo cual subiría al templo para presentárselo al Señor y para que se quedase allí para siempre (1, 22). Elcaná acepta. La oración continúa, pero elevada a otra dimensión totalmente nueva. Ana oró por tener un hijo y ahora el niño, Samuel (que significa "Se lo pedí al Señor"), se dedicará a Dios y será, a su vez, un mensajero de oración. Ana siente por él todo lo que una madre naturalmente siente, porque mientras fue un niño, "le hacía cada año un túnica pequeña y se la llevaba cuando subía con su esposo a ofrecer el sacrificio anual" (2, 19). Elí, conmovido por su devoción, bendijo a Elcaná y a Ana y pidió al Señor que les recompensara por el don de Samuel y "el Señor visitó a Ana, que concibió y dio a luz tres hijos y dos hijas. El joven Samuel crecía junto al Señor" (2, 21).
 
Su devoción contrasta duramente con la lujuria y la avaricia de los hijos de Elí, Jofní y Pinjás, que servían como sacerdotes en el templo, cogían el mejor pedazo de los sacrificios y fornicaban con las mujeres que prestaban servicio a la entrada de la Tienda del Encuentro. Ellos eran "unos desalmados, que no reconocían al Señor" (2, 12). Los hijos de Elí sabían sobre el Señor y si se les preguntaba, seguramente respondían que el Señor existe y que creó los cielos y la tierra. Pero eso aquí no tiene importancia. "Tú crees que hay un solo Dios. [...] Hasta los demonios lo creen y tiemblan", dice el apóstol (Santiago 2, 19). No quieren rezar ni tampoco engendrar hijos que acojan la oración. Solos están bien. No necesitan la esperanza.
 
Actualmente la gente dice que nuestras escuelas públicas deben mantener una escrupulosa neutralidad en lo que se refiere a la religión. Es imposible. No tiene nada que ver con la intención. Tu mecánico puede ser neutral en el trabajo, fundamentalmente porque no está comprometido con la verdad en su sentido más amplio y elevado: el significado de nuestra vida y a dónde vamos. La escuela tiene que abordar estas cuestiones cada vez que los estudiantes leen una historia o un poema, o cada vez que son instruidos en la gloria y la vergüenza de la historia de la humanidad. El mecánico no trabaja en el recinto del Templo. El maestro sí, tanto si es consciente de ello como si no; tanto si lo elige como si no. Entonces, opino, en el trono estarán o Dios o Belial, y tendremos que elegir entre el niño Samuel o esos hijos de Belial, Jofní y Pinjás. O el niño que es mensajero de la oración, que acepta el sacrificio, o los hijos y dueños de la autorrealización.
 
Un optimismo como éste es un mero ateísmo con entusiasmo y sonrisa fingidos. Milton lo veía así. Cuando, en el Paraíso Perdido, ofrece al lector un catálogo de los peores demonios, esos que fueron adorados como falsos dioses por los paganos y los judíos apóstatas, el poeta dice de Belial: "Fue el último que apareció; desde el cielo no ha caído un espíritu más impuro ni más groseramente inclinado al vicio por el vicio mismo. No tenía templos, ni se le ofrecieron sacrificios en ningún altar, y sin embargo, nadie está con más frecuencia que él en los templos y en los altares cuando el sacerdote se vuelve ateo, como los hijos de Elí, que llenaron de prostituciones y de violencias la casa del Señor".
 
Su significado no es que Jofní y Pinjás perdieran su comprensión intelectual de Dios y, entonces, al dejar de creer, empezaran a copular y a robar desenfrenadamente. La causa y el resultado están unidos y se refuerzan entre sí. Se han olvidado de Dios. Por lo que ahora se aprovechan, con dinero fácil y sexo fácil.

Este abuso del sacerdocio no puede durar. Elí el tolerante -modelo de obispo confiado que advierte amablemente a sus díscolos sacerdotes, pero sin detener su mala conducta- les amonesta por sus pecados: si siendo sacerdotes y mediadores entre la gente y el Señor pecan directamente contra el Señor, ¿quién rezará por ellos? No tendrán esperanza. Pero estos hijos de Elí, hijos de Belial, no escuchan. Confían en la institución del Templo y reducen a Dios a un ídolo, un talismán. Los filisteos atacan: Pinjás y Jofní forman parte de los treinta mil israelitas masacrados, el arca de Dios es apresada y la esposa de Pinjás muere dando a luz a un hijo al que llama Icabod (que significa "Sin Gloria"), porque "ha sido desterrada la gloria de Israel" (4, 21).

No hay esperanza en nuestras escuelas. Los niños son educados necia y mundanamente para que se peleen por la riqueza y el placer; son niños desalentadoramente hedonistas. Todo ello disfrazado de Progreso. Se educa a los niños para que deseen "hacer del mundo un lugar mejor", pero no a través del sacrificio, el arrepentimiento y la misericordia, sino mediante la búsqueda dinámica de sus "sueños", que incluyen ir a la universidad, conseguir un trabajo bien pagado, disfrutar del sexo sin el temor a cargarse de hijos y convencerse a sí mismos de que son defensores del progreso de la humanidad. Es Belial, con estandartes brillantes y llenos de purpurina.
 
El optimismo es la suprema confianza del hombre. Confianza en la universidad, el trabajo y en no tener hijos. Pero casi inmediatamente la mitad de la gente joven "fracasa": no va a la universidad y no consiguen el trabajo soñado. ¿Dónde están entonces los matrimonios sólidos y las familias ricas? ¿Qué ha repartido el estafador?
 
Un mundo infeliz: Jofní y Pinjás y las putas deseosas, todo el día, en cada canal, en cualquier lugar; una extraordinaria vida pública hecha de grosería y despecho; jóvenes medicando su desesperanza con drogas o fármacos; estadios llenos y templos vacíos; una vida larga y nada por lo que morir; pocos hijos y los que se tienen viven en las grandes superficies, el asilo para pobres o el manicomio, no en el Templo de Dios.

Publicado en Crisis Magazine.
Traducción de Helena Faccia Serrano.