Malaquías 3, 19-20a;
2 Tesalonicenses 3, 712;
Lucas 21, 519:

El Evangelio de este domingo forma parte de los famosos discursos sobre el fin del mundo, característicos de los últimos domingos del año litúrgico. Parece que en una de las primeras comunidades cristianas, la de Tesalónica, había creyentes que sacaban de estos discursos de Cristo una conclusión errónea: es inútil afanarse, trabajar y producir, porque total todo está a punto de terminarse; mejor vivir al día, sin asumir compromisos a largo plazo, tal vez viviendo un poco del cuento.

A estos responde San Pablo en la segunda lectura: «Nos hemos enterado de que hay entre vosotros algunos que viven desordenadamente, sin trabajar nada, pero metiéndose en todo. A estos les mandamos y les exhortamos en el Señor Jesucristo a que trabajen con sosiego para comer su propio pan». Al comienzo del pasaje, San Pablo recuerda la regla que ha dado a los cristianos de Tesalónica: «Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma».

Esta era una novedad para los hombres de entonces. La cultura a la que pertenecían despreciaba el trabajo manual; lo consideraban degradante para la persona, como para dejarlo a esclavos e incultos. Pero la Biblia tiene una visión distinta. Desde la primera página presenta a Dios que trabaja durante seis días y descansa el séptimo. Todo esto, antes aún de que en la Biblia se hable del pecado. El trabajo forma parte, por lo tanto, de la naturaleza originaria del hombre, no de la culpa ni del castigo. El trabajo manual es tan digno como el intelectual y espiritual. Jesús mismo dedica una veintena de años al primero (suponiendo que haya empezado a trabajar hacia los trece años) y sólo un par de años al segundo.

Un laico escribió: «¿Qué sentido y qué valor tiene nuestro trabajo de laicos ante Dios? Es verdad que los laicos nos dedicamos también a muchas obras de bien (caridad, apostolado, voluntariado); pero la mayor parte del tiempo y de las energías de nuestra vida tenemos que dedicarlas al trabajo. Así que, si el trabajo no vale para el cielo, nos encontraremos con bien poco para la eternidad. Todas las personas a las que hemos preguntado no han sabido darnos respuestas satisfactorias. Nos dicen: "¡Ofreced todo a Dios!". ¿Pero basta esto?».

Respondo: No; el trabajo no vale sólo por la «buena intención» que se pone al hacerlo, o por el ofrecimiento que se hace de él a Dios por la mañana; vale también por sí mismo, como participación en la obra creadora y redentora de Dios y como servicio a los hermanos. El trabajo humano –dice un texto del Concilio-- «es para el trabajador y para su familia el medio ordinario de subsistencia; por él el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo» (Gaudium et spes, 67).

No importa tanto qué trabajo hace uno, sino cómo lo hace. Esto restablece una cierta igualdad, dejando de lado todas las diferencias (a veces injustas y escandalosas) de categoría y de remuneración. Una persona que ha desempeñado tareas humildísimas en la vida puede «valer» mucho más que quien ha ocupado puestos de gran prestigio.

El trabajo, se decía, es participación en la acción creadora de Dios y en la acción redentora de Cristo, y es fuente de crecimiento personal y social, pero también, se sabe, es fatiga, sudor, dolor. Puede ennoblecer, pero igualmente puede vaciar y consumir. El secreto es poner el corazón en lo que hacen las manos. No es tanto la cantidad o el tipo de trabajo que se hace lo que cansa, sino la falta de entusiasmo y de motivación. A las motivaciones terrenas del trabajo, la fe añade una eterna: nuestras obras, dice el Apocalipsis, nos acompañarán (Ap 14,13).