El 30 de noviembre de 1900 moría en París Oscar Wilde, el autor de El retrato de Dorian Gray. Su figura ha sido a menudo instrumentalizada e incomprendida, tanto en su profundidad como en su drama. Por esto puede ser útil recordar algunas cosas.


Oscar Wilde nació en Dublín el 16 de octubre de 1854. Como relata el biógrafo Francesco Mei, su padre, Sir William, es un médico famoso que «cambia más a menudo de amante que de camisa» (Francesco Mei, Oscar Wilde, RCS, Milán, 2001; ed. en español: Javier Vergara, Buenos Aires, 1991). Su madre, Jane, «solía desatender la casa, incluida la educación moral de los hijos».

William y Jane son una pareja "abierta", con todas las características que de ello se deriva. Para la madre, «que esperaba ardientemente una niña», el nacimiento de Oscar es una decepción y proyecta sobre su hijo varón sus deseos: viste al pequeño Oscar como una niña, «lleno de encajes y bordados»; éste sufre tanto las imposiciones de la madre como la ausencia del padre. Varios biógrafos resaltan cómo Wilde asimiló una figura de padre negativa, lo que le impidió desarrollar plenamente su virilidad y su sentido de la paternidad; de hecho, siempre buscará en otras figuras masculinas el padre que nunca tuvo y será, con su esposa y sus hijos, el marido infiel y el padre ausente que había sido también su padre.

Wilde se separa pronto de su familia y va a estudiar a la Universidad, primero al Trinity College de Dublín, luego a Oxford. En determinados aspectos seguirá siendo «un eterno muchacho», incapaz de «madurar, al menos a nivel afectivo».



Su padre no es para él objeto de admiración; de hecho, Oscar no aprueba «su libertinaje desenfrenado. Y no se puede excluir que precisamente por reacción a los excesos paternos él haya concebido desde la adolescencia una especie de reluctancia a establecer relaciones comprometidas con las mujeres». Se casará, amará a su mujer, pero, un poco como su padre, no conseguirá hacerlo nunca verdaderamente, alternado los remordimientos y el deseo de volver con ella, con la inseguridad y los cambios, las relaciones fugaces y múltiples con mujeres, hombres y muchachos. En un vértice de depravación, como dirá él mimo, que lo llevará, tras el éxito, a la cárcel, pero también a una salud frágil a causa del consumo prolongado de alcohol y de absenta… hasta el final de sus días.


Encarcelado en 1895 tras ser acusado de haber mantenido relaciones homosexuales con varios muchachos y prostitutos, Wilde escribe desde la prisión a su esposa Constance: «Perdóname... mis pecados han sido tremendos e imperdonables...». Wilde se avergüenza de su vida pasada, anhela la regeneración, hace que le lleven un Evangelio, los escritos de los cardenales ingleses Newman y Manning, la Historia de los Papas... y proyecta escribir, una vez haya salido de la cárcel, algo sobre San Francisco, como queriendo reparar su «salvaje persecución del placer que seca el cuerpo y el espíritu». En 1897 escribe una carta a su amante, Lord Alfred Douglas, que toma el título de un salmo, De profundis.


Oscar Wilde (de pie) y Alfred Douglas (sentado) en una fotografía de 1894.

El 30 de noviembre de 1900 muere Oscar Wilde tras haber entrado en la Iglesia católica, que siempre había apreciado, y haber recibido la extrema unción (Paolo Gulisano, Il ritratto di Oscar Wilde, Ancora, Milán, 2009, p. 181).

Como les sucedió a Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y Huysmans (cuya novela A contrapelo está considerada "la biblia del esteticismo" y que más tarde se convertirá en oblato benedictino), marcados todos, en mayor o menor intensidad, por una fuerte relación con la fe religiosa, no se puede entender a Wilde si no nos remontamos a su pregunta: ¿son los placeres del mundo, los "frutos terrestres", los que sacian el hambre del hombre o nuestra "inquietud", citando a Agustín, está saciada sólo por el encuentro con Dios?

A continuación citamos algunas frases del De profundis, escrito cuando el poeta ya no estaba en la escena pública, sino debajo del pedestal, lugar en el que él mismo había querido estar para ser, por sí mismo, el sentido de su propia vida; escrito cuando en lugar de los placeres sensuales y la disipación sólo quedaba dolor y soledad; cuando el intento de construir una vida espléndida, más allá del bien y del mal, «como si Dios no estuviera» y «todo fuera lícito», reveló ser un fracaso.

Escribe Wilde: «Es necesario que diga, sí, que he sido yo quien me he destruido. Que nadie, por grande o pequeño que sea, puede destruirse si no es por sus propias manos. Estoy dispuesto a decirlo y estoy preparado para confesarlo, aun cuando ahora, tal vez, no se me quiera creer. Sin ningún tipo de compasión sostengo contra mí mismo la implacable acusación. Por terrible que haya sido el mal que el mundo me ha causado, más terrible ha sido el que me causé a mí mismo... Me dediqué al ocio, me convertí en un dandy, en el árbitro de la elegancia. Me rodeé de caracteres pequeños y espíritus mezquinos. Dilapidé mi propio genio y encontré una extraña alegría malgastando una juventud que creía debía ser eterna. Cansado de vivir en la cima, descendí voluntariamente al abismo buscando nuevas sensaciones. La perversidad pasó a ser en el ámbito de la pasión lo que la paradoja había sido en el ámbito del pensamiento. Por último, el deseo se convirtió en enfermedad, o en una locura, o en ambas cosas. Dejé de preocuparme de la vida de los demás. Gocé donde se me antojó y seguí adelante. Olvidé que cada pequeña acción cotidiana forma o destruye el carácter y que, en consecuencia, un día tendremos que gritar desde el tejado al mundo entero lo que hemos hecho en la intimidad de la alcoba. Perdí el control sobre mí mismo y no conseguí dominar mi alma y la ignoré. Permití que el placer gobernara mi vida y acabé sufriendo esta terrible vergüenza. Ahora sólo me queda una cosa, la absoluta y perfecta humildad...».

Después, hablando sobre Jesús, escribe: «Ciertamente, Él tuvo piedad de los pobres, de los presos, de los humildes, de los miserables, pero tuvo aún más piedad de los ricos, de los hedonistas, de los que sacrifican su libertad y se convierten en esclavos de las cosas, de los que llevan vestiduras finísimas y viven en magníficos palacios. La opulencia y el placer le parecieron tragedias mayores que la pobreza y el dolor. En Navidad conseguí una Biblia griega y cada mañana, después de haber barrido mi celda y haber limpiado mis utensilios, leo un pasaje de los Evangelios, una docena de versículos cogidos al azar. Es un modo delicioso de empezar la jornada. Todos, incluso quienes llevan una vida turbulenta y desordenada, deberían hacer lo mismo...».

Wilde sentía que Jesús también sentía piedad por él, de su hedonismo desenfrenado, sobre el que había intentado construir la propia felicidad y que en cambio había sido su condena.

Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Helena Faccia Serrano, diócesis de Alcalá de Henares.