Este tema daría para un libro. Pero quizá pueda condensar aquí algunas ideas que espero puedan ayudar.

 

Estereotipos de género

 

La ideología de género cis – la sustentada por heterosexuales, gays y lesbianas – diría que ser hombre es haber nacido con genitales masculinos y cromosomas XY; y ser mujer es haber nacido con genitales femeninos y cromosomas XX. Según esta ideología ha habido “estereotipos de género” que se han impuesto a hombres y mujeres y que deben caer, sobre todo en relación a la orientación sexual, que según ellos no tiene por qué coincidir con lo “esperable” de un varón o mujer heterosexual.

Ahí estriba el problema. En los “estereotipos de género”. Las cosas que atribuimos habitualmente a “hombre” o “mujeres”. Los estudios de género tratan de enseñarnos que la única diferencia entre hombres y mujeres es biológica. Así que ideas como que los hombres son más “machotes” o las chicas son más “delicadas” serían estereotipos de género que debemos desterrar. ¿Esto es verdad?

Lo cierto es que no. Cualquier encuesta estadística de tipo sociológico y psicológico nos muestra algunas cosas que deberían ser obvias. La mujer es más sensible, más detallista, menos fuerte físicamente, capaz de atender a varias tareas a la vez, con más matices, tiende a perderse a veces en la interpretación de sus sentimientos, tiene una capacidad de orientación espacial distinta, es más propensa a la ternura, es más capaz de perdonar, tiende por naturaleza a la maternidad y al cuidado, es seductora pero su papel en la relación con el hombre suele ser más pasiva (el hombre debe ser el que dé los pasos), encarna ante el hijo la figura sustentadora, es decir, aquella que nutre, que ofrece acogida y amor incondicional, que acepta al hijo tal y como es,

El varón es más fuerte físicamente y más brusco, es más lineal y suele tener menos matices, expresa su cariño de un modo más físico y menos sofisticado, se concentra en una tarea hasta el punto de no permitir que otras consideraciones interfieran en lo que está haciendo, les suele costar más conectar con sus sentimientos lo cual les permite simplificar y también ayudar a la mujer a simplificar, tiende más al juego y la competición, suele estar más volcado en lo laboral, en la relación suele tener un rol más activo, encarna la figura orientadora que ofrece al hijo protección, seguridad, validación, orientación y socialización.

Esta no es una definición exhaustiva. Pero nos vale. El ser humano ha vivido como cazador – recolector durante cientos de miles de años. Esto ha forjado nuestra psicología. El varón salía a cazar, se coordinaba con otros hombres para cazar mamuts u otras piezas, debía orientarse y trazar una estrategia, y su comunicación era técnica, para, con esfuerzos aunados, poder conseguir comida. La mujer se quedaba en el hogar cuidando de los hijos y recolectando frutos y semillas que pudieran servir de alimento. Tiene más bastoncillos oculares y mejor oído y olfato; de este modo podía proteger a sus niños de los depredadores, ya que distinguía desde más lejos a cualquier animal, era capaz de oler cualquier cosa que atrajera a un depredador o de oírlo de lejos.

Ya no somos cazadores – recolectores, evidentemente, pero esas diferencias tan esenciales y atávicas siguen en nuestro inconsciente, y modelan nuestra vida. En gran parte desde ahí podemos comprender lo que hace hombre a un hombre y mujer a una mujer.

 

Masculinidad en crisis

 

Estos roles propios de hombre y mujer han estado vigentes en la sociedad durante milenios. Pero la mujer ha llevado una lacra durante mucho tiempo al ser considerada inferior al varón. Los católicos creemos que esto es un desorden que sobrevino a causa del pecado original, y que Cristo ha venido a restaurar el orden primitivo, en el que varón y mujer, aunque sean claramente diferentes, tienen los mismos derechos y la misma dignidad. Muchas mujeres no han sido todo lo felices que habrían podido, han sufrido maltratos y exclusiones injustas y han estado total o parcialmente a merced y a la sombra de los hombres. Esto ha ido cambiando, sobre todo en occidente, gracias al cristianismo. Pero no ha sido hasta muy avanzado el segundo milenio cuando esta idea ha calado verdaderamente en la sociedad occidental.

Con las revoluciones industriales, el varón pasa de cuidar el campo y sustentar la familia, estando mucho tiempo en el hogar, a hacinarse en las grandes ciudades y en las fábricas. Esto produjo un éxodo del padre. Si el padre era el que ponía límites a los hijos, el que les daba validación, el que se orientaba y socializaba, al ausentarse del hogar a causa del trabajo, la madre – todoterreno – es la que asume estos roles. Esto sucedió a lo largo de los siglos XVIII y XIX. Así, el padre pierde su papel en el hogar, por pura necesidad. Surge el hombre volcado en el trabajo y la mujer volcada en el hogar. El hombre pierde su referencia paternal, lo cual en cuestión de un par de siglos le hará perder su referencia masculina.

La mujer también se va incorporando al trabajo, poco a poco, y comienzan las reivindicaciones femeninas, particularmente del derecho al voto y a la participación en la vida social. Si bien estas ideas encuentran resistencia en los círculos más conservadores, no sucede así en otros muchos círculos masculinos, que apoyan y avalan estas demandas lógicas que finalmente ven la luz.

En esta situación comienza a darse la masculinización de la mujer, que veremos más adelante. Pero en todo caso el hombre va siendo sin querer relegado a un papel de trabajador ausente del hogar y de la crianza de los hijos. Ni que decir tiene que todo esto trajo problemas a los hijos que crecieron sin un padre, problemas que llegan hasta hoy.

Con la incorporación de la mujer al mercado laboral, las mejoras en las condiciones y horas de trabajo, y las políticas de conciliación familiar, el varón vuelve al hogar. Pero ha olvidado lo que es ser padre, lo que es ser hombre. Vuelve a una casa en la que la madre lo hace todo. Y el hombre se acomoda a esta situación. Se limita a llegar a casa tras el trabajo y sentarse a leer el periódico mientras la mujer lo hace todo. Se convierte en una caricatura de sí mismo. Se ha distanciado de sus hijos y le cuesta conectar con ellos. Le es más fácil mantenerse así. Esto comienza a traer problemas con la mujer, por lo cual las discusiones y desentendimientos prosperan. El hombre entonces tiende a centrarse más en el trabajo y a pasar más horas en él, lo cual lo aleja aún más del hogar y de su papel masculino. Esta pasividad hogareña del hombre contribuirá a la destrucción de la familia y al incremento masivo del número de divorcios.

La preponderancia de la mujer en el segundo feminismo (el que sucedió durante la revolución sexual) hace que la mujer tienda cada vez a desempeñar un rol masculino, lo cual, en un principio, causa una cierta sorpresa al varón que se convierte en una aceptación paulatina. Pero entonces, poco a poco, lo que es propio del varón y lo que es propio de la mujer se van confundiendo y diluyendo. La mujer intenta ser como el hombre, y el hombre se retira para dejar espacio a la mujer. En esta situación el hombre ya no sabe cómo se supone que debe ser. No debe ser activo, su mayor agresividad es vista como una amenaza, su menor sensibilidad es vista como algo negativo, su enfoque en lo laboral es visto como un campo en el que debe desplegarse la paridad. Al mismo tiempo este hombre, el hombre de la época hippie, ha crecido sin un padre que fuera un referente. El padre o estaba ausente, o distante, o era frío y autoritario. Esto genera un rechazo de los hombres a esa forma de masculinidad. Se va perfilando una masculinidad “más femenina”.

En esa situación el hombre empieza a dejar de hacer pie. Ya no sabe qué es ser hombre. Se avergüenza de lo que se supone que es ser hombre y asume su estigma social. Se vuelve más sensible y susceptible, y reprime su capacidad de iniciativa social y personal. En este caldo de cultivo, la homosexualidad se extiende cada vez con más fuerza. El hombre sin referente masculino busca a otro hombre, al que erotiza, en una relación de intimidad que intenta suplir la que no ha tenido con su padre. Los hijos siguen creciendo “sin padre”, y los roles naturales y psico – biológicos propios del hombre se diluyen.

En este entorno surge la teoría de género y el tercer feminismo. Con esa deconstrucción de la identidad, esta teoría cuaja como una nueva rebeldía ante todo lo anterior. Se disocia el sexo biológico no solo de los estereotipos de género y de la orientación sexual, sino incluso de la identidad de género. Uno ya no es “hombre” o “mujer”, sino lo que percibe que es, más allá de su biología y de su orientación. Se abre un espectro de identidades que abren una tercera dimensión entre hombre y mujer y llegan a surgir denominaciones de cientos de géneros.

En este contexto el tercer feminismo además criminaliza al hombre y le hace culpable de todos los problemas de la sociedad; esto se hace de un modo diacrónico: los hombres de hoy deben pagar por los crímenes de todos los hombres de todos los tiempos contra todos los no – hombres del presente. La demonización del hombre produce en él un doble movimiento: el de los aliados, que reconocen su culpa social e interiorizan el rechazo a su propia condición masculina, y el de los detractores, que se indignan ante la criminalización del varón y son considerados como fascistas heteropatriarcales misóginos.

En el campo de los aliados, la ideología de género y el fenómeno trans prende como un fuego en un campo seco. Nos encontramos así con el hombre emasculado, que ya no sabe quién es, qué es ser hombre, y en todo caso se avergüenza de serlo, aunque no sabe muy bien por qué. Salvo que pertenezca a alguna minoría, es mirado como un potencial criminal y como culpable de un pecado original nuevo: ser un hombre blanco. Y si además es heterosexual, es señalado como el adalid de la opresión.

Además, la incidencia de la pornografía ha provocado un doble efecto. Por un lado, en el varón, la concepción de la sexualidad está totalmente desligada de la afectividad y surge un nuevo machismo en el que la mujer es un objeto para la satisfacción de usar y tirar. Por otro lado, en la mujer ha generado la concepción del hombre como un animal salido que solo busca una cosa y la interiorización de su propia cosificación: considerarse a sí mismas como un mero objeto sexual. Esto por su parte ha traído dos reacciones contrapuestas: por parte de algunas mujeres la aceptación que “los tíos son así” y la acomodación a este ser usadas como objetos; por parte de otras mujeres, el rechazo de su propia femineidad como algo capaz de despertar los instintos más bajos del hombre y por tanto la huida hacia una masculinización o directamente hacia el mundo trans.

 

Femineidad en crisis

 

La mujer a su vez ha sufrido su propia transición. Como hemos visto, tuvo que pasar a ser el padre y la madre en el hogar durante la revolución industrial. El primer feminismo consigue que se le reconozcan derechos básicos como el derecho al voto y la participación en la vida social. Pero introduce también un concepto ambiguo que dejará su huella en los posteriores feminismos. El primer feminismo parte de que el hombre está en una posición privilegiada, y de que hay cosas de las que el hombre disfruta a las que la mujer también debe tener acceso. Esto es verdad. Pero de algún modo se empieza a interiorizar el mensaje de que “ser hombre es mejor”. Los hombres parecen tenerlo todo más fácil. De esta forma el feminismo, sin querer, poco a poco, va adoptando una forma machista, porque aspira, no a que la mujer sea verdaderamente mujer con todo lo que ello significa, sino a que la mujer sea como el hombre.

Esto se intensifica en el segundo feminismo. La mujer es como el hombre en dignidad y derechos, pero en lo demás es diferente. No es peor ni mejor, superior o inferior, sino simplemente diferente; y por eso mismo complementaria del varón, como el varón lo es de la mujer. Pero en el feminismo estos matices se pierden. Se estimula que la mujer sea como un hombre; y para eso se invita a la mujer a que renuncie a lo específicamente femenino. A que no sea seductora, ni se deje conquistar, a que no se cuide estéticamente, a que renuncie a su maternidad, a que se vuelque en el trabajo como lo haría un hombre, a que se vista como un hombre, piense como un hombre, viva el sexo como un hombre. Se produce así una masculinización de la mujer que va pareja a la emasculación del varón. Se da una cierta inversión antinatural de los roles de género.

La mujer se emancipa, y se empieza a plantear su relación con el hombre como una “lucha de clases”. Esto se exacerba en el tercer feminismo. El hombre es el enemigo a batir, culpable de todos los males. La mujer debe ser absolutamente independiente, no debe atarse a ningún hombre, a ningún compromiso, a ningún hijo. Debe desvincular la afectividad de la sexualidad (como por desgracia sucede habitualmente en los hombres) y abandonar todo lo que parezca femenino. La palabra “empoderamiento” – que en sí es preciosa – pasa a ser un fetiche del feminismo que en realidad significa que todo debe estar copado por la mujer y el hombre debe retirarse a un segundo plano, lo cual ha hecho un flaco favor a la masculinidad, como hemos visto.

En el fondo este feminismo aspira a hacer de la mujer un hombre. De este modo, la mujer deja de serlo y se convierte en algo a medio camino entre las dos cosas. Aquí el impacto de la ideología de género ha dividido a las mujeres mucho más que a los hombres.

Por una parte, están las mujeres empoderadas, que denuncian todo lo malo que hay en el hombre al mismo tiempo que se masculinizan. Son agresivas y rompedoras, viven una suerte de rebelión adolescente contra el mundo y forman una solidaridad – o sororidad, como dicen ellas – que les da sentido de pertenencia. Reivindican supuestos derechos y denuncian desigualdades ficticias, obviamente en occidente, donde la igualdad en dignidad y derechos de hombres y mujeres hace años que se ha alcanzado. Pasan a la caza de brujas para detectar micromachismos. Este frente que trata de ser minoría oprimida – no lo es, ya que las mujeres no son una minoría –, a su vez se subdivide en otras minorías más oprimidas: las asexuales, las lesbianas, las racializadas, las obesas, etc…

Por otra parte, están las que apoyan la ideología transgénero. Hay muchísimas mujeres que quieren hacer la transición a hombre, sobre todo entre las adolescentes. Como bien señala Abigail Shrier, muchas chicas han interiorizado un rechazo de su propio cuerpo, y, presionadas por la comunidad trans, se han autodiagnosticado disforia de género y están convencidas de haber nacido en un cuerpo equivocado. La falta de referentes femeninos, de identidad femenina, la idea que se ha colado subrepticiamente en el feminismo de que es mejor ser un hombre, los afectos femeninos confundidos con orientaciones lésbicas, los complejos propios de la adolescencia, y sobre todo el inmenso impacto de las redes sociales, han provocado esta moda trans en las jóvenes, que, amparadas por las leyes de muchos países, pueden hacer la transición sin consentimiento paterno, diagnóstico psicológico ni tiempo de espera. El 70% se arrepiente de la transición y se echa atrás cuando ya se ha sometido a intervenciones irreversibles.

Entre las que apoyan la ideología trans, surge un problema. Según esta teoría, si un hombre biológico se siente mujer, por el mero hecho de percibirse así, es ya una mujer, y por ello tiene acceso a los lugares propios de las mujeres. De modo que los ambientes femeninos empiezan a verse abordados por mujeres trans, que ganan los primeros puestos en las competiciones deportivas, se apuntan a oposiciones con facilidades añadidas, acceden a puestos directivos, etc. Puesto que son una minoría oprimida, tienen ventajas respecto a las mujeres biológicas. De este modo el mundo femenino se ve de pronto invadido por hombres: sus baños, sus vestuarios, sus trabajos, etc. Mujer es quien se autopercibe mujer, sea lo que sea que esto signifique.

Esto ha sido denunciado por una gran parte de feministas, que por ello han sido tildadas de tránsfobas y apartadas de la causa LGTBQI+. Ellas han luchado por la singularidad de la mujer, su esencia, su identidad y su unicidad, y ahora ven invadido el espacio que han conquistado por hombres que se autodenominan mujeres. De modo que la tercera ola feminista ha matado el feminismo al acabar con la identidad femenina. Rechazar los roles de género y la biología como algo definitorio ha dado una estocada al feminismo del que no se podrá recuperar. Porque ha diluido la identidad femenina hasta el punto de que ya no se puede saber qué ni quién es masculino o femenino.

En este maremágnum, hay muchas chicas que tratan de seguir siendo simplemente mujeres, pero el mundo no se lo pone nada fácil. Por un lado, si no se identifican con la causa feminista o LGTBIQ+ de algún modo “están fuera”. Por otro lado, debido a los estándares difundidos por las redes sociales y la búsqueda de likes, están obsesionadas con su cuerpo y su estética, buscan desaforadamente el interés sexual de los chicos, y se ocultan tras filtros y falsas personalidades para ganar aprobación social. En este contexto hacen su aparición la anorexia, la bulimia, la depresión, la ansiedad, y las autolesiones. La pornografía ha influido profundamente en su concepto de lo que deben ser las relaciones sexuales, creando una expectativa irreal y bastante asquerosa de la que no son capaces de huir. Sin modelos sanos de masculinidad y femineidad, se sienten perdidas y son víctimas de abuso, sexting, manadas, o de sí mismas.

En este contexto no es raro que muchas se declaren bisexuales o lesbianas. En los chicos sólo encuentran la brutalidad de una sexualidad desenfrenada, pero, por mucho que finjan, las mujeres lo que buscan es cariño, delicadeza y estabilidad. Y al ver que los chicos no les dan esto, se vuelven a buscarlo en sus amigas y compañeras. Con ellas pueden tener una relación sentimental, profunda y segura, no como con los chicos. Por eso se van poniendo tan de moda las “relaciones abiertas” y la supuesta bisexualidad u homosexualidad de muchas jóvenes y adolescentes. Ante la falta del hombre y la confusión de la mujer, se refugian en otras chicas que comparten su misma confusión pero que al menos las comprenden.

 

Un cuadro sombrío

 

Por supuesto no se me escapa que este cuadro es bastante oscuro. Hay muchas mujeres que son femeninas, heterosexuales y que forman familias preciosas con hombres masculinos y heterosexuales que no han renunciado a ser hombres. Pero esta crisis que he descrito aquí ya no es minoritaria, como en otras épocas. Se extiende a grandes capas de la sociedad. Y particularmente a los jóvenes, a mis queridísimos jóvenes. Ellos necesitan modelos y referentes sólidos, a los que agarrarse y con los que pelearse, pero que sean firmes y claros. No necesitan padres colegas ni que se les afirme en cada cosa que sientan ni que se les lleve entre algodones. Necesitan un padre que haga de padre y una madre que haga de madre, un padre que sea hombre y una madre que sea mujer.

La ideología de género – cuya génesis hunde sus raíces en las obras de Marx y en la revolución sexual – ha formado una sopa de letras confusa de la que parece difícil rescatar la masculinidad y la femineidad. En efecto, la ideología de género no puede responder a estas sencillas preguntas: ¿Qué es ser un hombre? ¿Qué es ser una mujer? Según esta teoría ser un hombre no es tener un cuerpo biológico masculino ni tampoco coincidir con los estereotipos masculinos de género. Pero entonces, ¿qué es? No puede responder. Hombre es quien se autopercibe hombre, sin explicitar qué es lo que hace a un hombre ser hombre. Y lo mismo sucede con la mujer.

Ni que decir tiene que la homosexualidad – cuyo origen no es biológico ni genético como está sobradamente demostrado – es resultado también de este vacío de identidad masculina o femenina: padres frágiles, o ausentes, o exigentes, madres sobreprotectoras, o “colegas” o masculinizadas, entre otras muchas variables, acaban provocando – sin querer – heridas emocionales a sus hijos que les hacen inclinarse sexualmente hacia personas del mismo sexo. En busca de la masculinidad perdida a través del contacto erótico en algunos chicos; o causando una sobreidentificación con su madre difícil de casar con la heterosexualidad; o generando rechazo hacia los hombres en las chicas; o haciendo que se refugien en el cariño que les dan otras. La casuística es inabarcable. Pero en todo caso, viene a añadirse a la confusión de la identidad.

Lo que está en juego es el ser humano. En su identidad más profunda, hombre y mujer. Porque, quitando una pequeñísima minoría, el 99,998% de los seres humanos son hombre o mujer. Nadie nace con un sexo neutro. Así que atacar la identidad de la masculinidad y de la femineidad es atacar al ser humano, y dejarlo sin norte. Y así, se buscan identidades nuevas, nuevos géneros, nuevas relaciones… Incluso ya hay personas que se identifican como transespecie o transedad, ya que la autopercepción subjetiva se ha convertido en la realidad que todos deben aceptar. Eso es insostenible.

Urge recuperar el norte. La masculinidad. La femineidad. El ser humano.

 

Volver a ser hombre y volver a ser mujer

 

Una vez señaladas las causas de la actual crisis de identidad, urge que el hombre vuelva a ser hombre. Desechar la estúpida acusación de que por el hecho de serlo es un criminal potencial o de que debe cargar con la culpa de lo que supuestamente otros hombres hicieron. Aceptar su biología y asumir lo que es psicológicamente, también los estereotipos de género que sí son ciertos y adecuados y que hemos señalado más arriba. El hombre ha de seguir siendo fuerte y resiliente, aceptar su sensibilidad, pero ser capaz de ir más allá de ella; ser resolutivo, y activo, sin miedo. Asumir un papel activo en lo social y en lo personal; particularmente implicarse de nuevo en el hogar de donde le expulsó la revolución industrial. Y esto no sólo en cuestión de distribución de tareas domésticas – el único lugar donde parece que se juega la batalla hoy –, sino sobre todo en la crianza de los hijos. Ha de ser un padre cercano, capaz de marcar límites, de escuchar a sus hijos y orientarles, de acoger su sensibilidad pero también enseñarles la fortaleza; de validarles y socializarles.

Para eso el varón de hoy debe sanar tantas heridas acumuladas que le hacen no asumir del todo su masculinidad. Las heridas causadas por un padre distante, o por estigmas sociales, o por haber sido hipersensible, o por otras causas. Esas heridas deben ser sanadas. El hombre debe sentirse y saberse verdaderamente valioso y validado, capaz, amado y seguro, para poder abrazar su masculinidad y legarla a sus hijos. Dios Padre es la fuente de esa sanación. Cuando el padre de la tierra no ha sido ideal (y ninguno lo ha sido), necesitamos de la paternidad de Dios para sentirnos y sabernos amados y valiosos, para potenciar lo mejor de nosotros mismos y asumir nuestro rol masculino, aceptando lo que somos. Así podremos tener esas características que he mencionado más arriba, que no tienen nada de malo, de las que no hay que avergonzarse, y que no hacen de menos en absoluto a la mujer, sino que de hecho son su complemento.

El hombre hoy debe desafiar todos los vientos de las doctrinas del tercer feminismo y de la ideología de género y oponerse frontalmente a ellas, rescatando su propia identidad. Aceptar su cuerpo, aceptar cómo vive la sexualidad – sanando los daños causados por la “liberación sexual” –, aceptar sus diferencias con la mujer y celebrándolas, porque le hacen ser él mismo y porque le complementan con ella. Ser sensible no le hace homosexual, y sentirse atraído por hombres no le hace menos hombre; sólo le señala que tiene heridas por sanar en relación a su propia masculinidad. Al igual que si se siente en un cuerpo inadecuado. El camino es la aceptación. Y que la mirada hacia los demás no provenga de una admiración erotizada, sino de una amistad desinteresada, en busca de la masculinidad común.

Por descontado debe dejar atrás toda forma de machismo y los estereotipos masculinos que son inadecuados, pero eso no significa comulgar con la ideología de género. El hombre estará siempre más orientado a lo profesional – salir de caza –, y allí tendrá de algún modo una parte de su nido; pero ello no debe hacerle descuidar ni a su esposa, ni a sus hijos, ni a su hogar. El hombre debe tener un papel más activo en la relación con la mujer, pero también dejarse temperar por ella y aprender de ella a conectar con su parte emocional. El hombre debe marcar los límites a los hijos, en diálogo con su esposa, y con criterios compartidos. Debe implicarse profundamente con sus hijos, particularmente con los varones, y ser con ellos el padre que quizá él mismo nunca tuvo.

A su vez, la mujer debe aceptar su femineidad. No hay nada malo en ser mujer. No es mejor ser un hombre. No hay que aspirar a ser como los hombres. Viste como quieras, pero que sea como tú quieres, no como quieres que te vean los demás. Sé delicada, sensible y detallista, no hace falta que seas bruta o que finjas que puedes desconectar de tus sentimientos. No enarboles la lucha de un feminismo que está destruyendo a la mujer. Recuerda: la misma dignidad y los mismos derechos, pero en lo demás diferentes, y gracias a ello complementarios. La mujer tiende más al cuidado, y eso es bello, porque la mujer es la cuna, es el hogar, es la acogida. Vida laboral, por descontado, si quieres; pero si no quieres no. Y no eres menos mujer por eso. Y vida laboral conciliable con lo más grande que puedes ser: madre. Ayuda a tu marido a ser menos bruto y a conectar más con lo emocional, a ser más delicado y detallista; pero déjate ayudar también por él a simplificar las cosas y no darle tantas vueltas, a divertirte sin inhibiciones y a no dar importancia a las cosas que no la tienen.

Los estereotipos masculinos y femeninos – en su mayoría – no son una “imposición cultural de heteropatriarcado”, como nos quieren hacer creer. Son signos de nuestra identidad diferencial y complementaria. No somos así porque nos lo imponga la sociedad, sino porque somos así, tanto biológica como psicológicamente. Y no tiene nada de malo. Que en medio de esta locura actual, los hombres y las mujeres brillemos como referentes para las nuevas generaciones, de modo que podamos sobrevivir a esta debacle ideológica y recuperar nuestras raíces. En ello se juega el futuro de la humanidad.

 

Aquí os dejo el último estudio que señala que la atracción hacia el mismo sexo no tiene raíces genéticas ni biológicas :