Queridísimo hijo:

Ya sé que no sabes muy bien lo que haces, como cualquier niño pequeño. Mi corazón se consuela pensando que tienes aún la inocencia de los niños porque, en lo que haces, está toda la ingenuidad de las pataletas y de los llantos de los bebés.

Creo que lo sabes o lo intuyes: muchos me ofenden desde la hipocresía, me insultan o me olvidan, o se ríen de mí para sus adentros, o me utilizan para ganar dinero. Incluso me utilizan para matar en mi nombre. Cuando morí por ti, Pedro desenvainó una espada y tuve que curar la oreja que mi discípulo había cortado a un guardia. Luego ese mismo Pedro, muerto de miedo, me negó tres veces.

Pero Pedro tenía –si te digo “tiene”, no me creerías- un alma noble y limpia. No había entendido nada de mi amor por los hombres: ¡cómo lo va a entender alguien que usa un arma!

Hay algún que otro hijo mío que te ha mentado a la madre. Eso no se hace, Abel, y se lo he dicho. Tú tienes nombre de hijo bueno y lo eres de verdad. Lo que pasa es que, como todos los niños, eres egoísta. Tu arte está a tu servicio y eso está mal, porque lo hace estéril. Y, además, yo mismo, que he creado toda belleza, creé también un espectáculo artístico, una “performance”, insuperable: mi Pasión.

Nadie puede superarme en ofender al buen gusto y a las buenas costumbres, y a la moral y a la ética y al decoro. Mi Pasión fue una montaña de insultos, de torturas y de todas las inmundicias y maldades que puede cometer el ser humano. Nunca nadie me superará en provocación. Y no es porque sea Dios –en quien crees que no crees-, sino porque soy también toda la humanidad. Soy el hombre. “He aquí al hombre”, dijo el gobernador cuando me mostró al público hecho un guiñapo humano, un gusano asqueroso e irreconocible. Se refería al hombre, a todo hombre. Porque todo hombre es un compendio de sufrimientos insoportables.

Yo los soporté por ti, hijo. Todos los sufrimientos. Incluso los que me causas ahora sin saberlo. No hay nada que pagar porque yo pagué por todos. No hay nada que perdonar porque yo os amo. Yo te quiero, hijo mío. Y sólo espero, solo, mirando ansioso y triste, ver aparecer tu figura que tan bien conozco en aquel final del camino que tú tan bien conoces, para darte un abrazo interminable.

Y decirte:

-Bienvenido a casa, Abel. Descansa. Todo ha pasado. No sufras más.

Y celebraremos una fiesta eterna, hijo.

Te quiere,

Jesús.