Sábado, 27 de abril de 2024

Religión en Libertad

El escándalo del sufrimiento

Perfil en sombra de un hombre apesadumbrado apoyado en una pared.
Encontrar el sentido del sufrimiento y aceptar el amor de Dios y su plan hace fructífera la propia vida. Foto: Road trip with Raj / Unsplash.

por Miguel Ángel Poblet Capa

Opinión

El sufrimiento es un escándalo. El hombre no consigue comprenderlo, escapa a su razón. Cuando cree que ya lo ha conseguido, resurgen las dudas y aparece el vértigo, la tentación. El “no nos dejes caer en la tentación” que rezamos en el padrenuestro no es cualquier tentación, es la tentación de dudar del amor de Dios y someterlo a juicio. “Y líbranos del mal” porque el maligno no descansa, no baja la guardia como nosotros. Satanás, el acusador, está siempre en vela, a la espera del momento propicio para atacar, cuando el sufrimiento nos aplasta: ¡tú no te mereces esto! ¡Dios es un monstruo! ¿Dónde está su justicia?... y un sinfín de pensamientos de este tipo.

El libro de Job nos da las claves sobre el sufrimiento y es, sin duda, una ayuda inestimable para la relación con Dios en medio de la tormenta. Isaías también nos ilumina con un texto que se reza en la oración de laudes: “¿Quién ha medido a puñados el mar o mensurado a palmos el cielo, o a cuartillos el polvo de la tierra? ¿Quién ha pesado en la balanza los montes y en la báscula las colinas? ¿Quién ha medido el aliento del Señor? ¿Quién le ha sugerido su proyecto? ¿Con quién se aconsejó para entenderlo, para que le enseñara el camino exacto, para que le enseñara el saber y le sugiriese el método inteligente?” (Is 40, 12-13). En definitiva: ¿quién soy yo para pedir cuentas a Dios? El que ha creado el Universo y al mismo hombre a su imagen y semejanza (otro escándalo: la libertad para escoger entre el bien y el mal), ¿por qué ha de rebajarse a darme explicaciones ante mis exigencias?

En mi camino de fe, he tenido muy presentes dos figuras bíblicas. La primera es David, que me acerca al misterio de la justicia de Dios: la misericordia. Resulta que el único hombre del que se dice en la Escritura que es “según el corazón de Dios” (1 S 13, 14) es adúltero y asesino (¡otro escándalo!).

La segunda es José, hijo de Jacob, como modelo de paciencia en el sufrimiento. ¡Qué no le diría el demonio durante su encarcelamiento!: “¿Dónde está ese Dios que tanto te quiere, José? Ese que ha permitido que tus hermanos te vendan como esclavo y que no te deja respirar. Porque tú eres un hombre inteligente y honrado, y cuando ya te habías ganado la confianza de Putifar, y te había puesto al frente de su casa, su mujer se quiere acostar contigo y tú, pobre imbécil, la rechazas por no pecar contra tu Dios (Gn 39, 9); y acabas en la cárcel. ¿Acaso es lo que mereces? ¿Así es como Dios te recompensa? ¿No te parece absurdo seguir confiando en que Dios es amor y todas esas necedades? Te vas a pudrir en la cárcel, de aquí no saldrás ya en la vida; una vida sin sentido alguno, el absurdo total”. Supongo que el demonio llenaría su pensamiento con ideas de este tipo, porque son las que utiliza con cualquiera de nosotros. El demonio es muy listo, aunque poco original: primero te adula y, luego, te aplasta. Y siempre oculta lo esencial: que Dios tiene un plan de salvación con cada hombre y con la humanidad, y que ambos están entrelazados.

José podría haber escuchado al demonio y haberse ahorcado en la cárcel. Total, para qué sufrir ese tormento inútil. Esta es la gran tentación: si el sufrimiento es inútil, entonces no tiene sentido, Dios no es amor, Dios no existe, estoy solo y no me queda otra que buscarme la vida como pueda o incluso, en una situación de máxima desesperación, acabar con ella. José no lo hizo y, gracias a eso, no frustró el plan de Dios sobre él: ni más ni menos que ser protagonista en la historia de salvación de la humanidad, salvando a su familia (los mismos que le habían vendido) y a su pueblo; el pueblo que mucho después sería rescatado de la esclavitud del faraón y conducido a la tierra prometida; el mismo en el que se encarnó el Hijo de Dios para cargar con todos nuestros pecados, morir en la cruz y resucitar para nuestra justificación y darnos acceso a la vida eterna.

En tantas noches oscuras por las que pasamos, por situaciones que nos sobrepasan, en las que nos estrellamos contra la realidad de nuestra impotencia, nos puede servir contemplar a José en la cárcel y pensar en esa batalla que debió librar contra el demonio, con la gran ventaja de que conocemos el final de la historia. Entonces podremos ser conscientes de que en el sufrimiento acontece algo sobrenatural, un combate escatológico que hace presente que existe el cielo y que es posible remitir el juicio a Dios; y así el sufrimiento cobra sentido porque nos hace mirar al cielo sin reproches ni exigencias, sabiendo que Dios tiene un plan de salvación para nosotros y que de todo se sirve para el bien. “Al final lo comprenderemos todo”, como dice uno de los personajes de Dostoyevski en Crimen y castigo.

Aun así, todos tenemos la experiencia del abismo que hay entre teorizar sobre el sufrimiento y enfrentarse a él. Es normal que, ante la dureza de la prueba, la teoría nos sirva de poco, porque el cielo se nubla y la tierra se abre bajo nuestros pies. Camus lo retrató muy bien en La peste con el doctor Rieux, que no puede soportar la contemplación del sufrimiento y la muerte de un niño inocente: “Hasta entonces se habían escandalizado, en cierto modo, en abstracto, porque no habían mirado nunca cara a cara, durante tanto tiempo, la agonía de un inocente”. ¿Quién puede dar respuesta al sufrimiento de los inocentes? Sin fe no hay respuesta, aunque no por ello es estéril porque no deja de cumplir una función vital (en sentido literal): sacar al hombre de la alienación, obligarle a vivir en la realidad, a no escapar de ella; y enfrentarse a la verdad de que no somos Dios. En una época de avances científicos y técnicos desenfrenados, que generan una falsa sensación de omnipotencia, el hombre necesita que le recuerden que no, que no es Dios, por mucho que lo intente.

En no pocos casos, el escándalo del sufrimiento se convierte en argumento para negar la existencia de Dios. Pero en otros, sucede lo contrario: se abre una puerta a la trascendencia frente a un materialismo que deja sin responder las preguntas esenciales. Me atrevería a decir que gran parte del primer grupo, de los escandalizados, con el tiempo acaban también acercándose a Dios; a veces, gracias a la compasión que sólo el sufrimiento puede provocar, y de la que puede nacer el milagro de la comunión en medio de una sociedad envenenada por el individualismo y el narcisismo.

Los cristianos jugamos un papel esencial. Estamos llamados a reproducir en cada generación la imagen de Cristo, y “Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles” (1 Co 1, 23). Cada vez que se presenta la cruz, los que están a nuestro alrededor nos miran, necesitan comprobar si tenemos o no algo distinto. En nuestro caso, el sufrimiento tiene un doble sentido: por un lado, nos acerca a Jesucristo, porque sabemos que sin Él nada podemos; por otro, nos permite participar en la redención del mundo, siendo luz para los que nos observan. Ante una situación de sufrimiento, Jesucristo nos regaló las palabras exactas de lo que debemos pedir: “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42). Si la voluntad de Dios es que pasemos por la cruz, sabemos que esta cruz es gloriosa, que acaba en la resurrección. Dios no nos explica qué es el sufrimiento, hace algo mucho mayor, que es encarnarse y morir en la cruz por nosotros, siendo pecadores. Si verdaderamente hemos tenido un encuentro personal con Cristo resucitado, nuestra esperanza se basa en una certeza, en un acontecimiento ya experimentado que ha transformado nuestra vida.

Para todos los que en este momento se encuentren en la “cárcel de José”, sin ver el final de la historia, pido al Señor que los defienda del enemigo, que no permita que les robe la esperanza, que no consiga sembrar la duda sobre el amor incondicional de Dios y que así el plan de Dios sobre ellos no se vea frustrado; más bien, llegue a su plenitud y así puedan ser partícipes del plan de salvación para todos los hombres. Este es el verdadero sentido de la vida, que sí, conlleva sufrimiento, pero no caprichoso ni estéril, porque existe el cielo y ese es nuestro destino, donde todos seremos consolados; y estamos llamados a empezar a vivirlo ya en la tierra. ¡Que el Señor nos conceda la alegría de la salvación y empezar ya a degustar la vida eterna! Esta es mi felicitación de Navidad y Año Nuevo, especialmente para los que tengo cerca y comparto sus sufrimientos.

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