Jueves, 25 de abril de 2024

Religión en Libertad

Cuando hay odio no hacen falta armas: basta una piedra

Multitud con machetes en Ruanda.
Buena parte del genocidio ruandés en 1994 se perpetró con armas caseras o instrumentos de trabajo, sin necesidad de comprarlas a nadie.

por Rino Cammilleri

Opinión

El Papa truena, con razón, contra los niños-soldado. Pero, más que a quienes les ponen las armas en las manos, suele atacar a quienes las venden.

El mayor vendedor de armas en el mundo es Estados Unidos. Le siguen, no necesariamente en este orden, Francia, Reino Unido, Israel, China, etc. La competencia es perfecta: si uno dejase de hacerlo, los compradores se dirigirían a otros.

(Aunque reconozcamos que hay un país dispuesto a hacer caso al Papa. Recordemos las represalias de Emiratos contra la Italia de Luigi di Maio [ministro de Asuntos Exteriores] cuando le canceló el suministro de bombas.)

Pero, por otra parte, ¿realmente son “las armas” las responsables? El genocidio de Ruanda en los años 90 se llevó a cabo a golpes de machete, de hacha, de cuchillo, de bastón. Un millón de muertos. ¡Ni con una bomba atómica!

En la llamada Edad Media japonesa, que en realidad terminó en la segunda mitad del siglo XIX, los shogun tenían tanto miedo a las revueltas campesinas (por el hambre) que en una ocasión llegaron a prohibir en los pueblos el uso de cuchillos. Solo había uno, en el centro de la plaza, atado a un palo, y quien necesitaba cortar algo tenía que ir hasta allí. Llevaba consigo lo que tuviera que cortar, lo hacía y se iba dejando el cuchillo colgado del palo. Todo bajo la mirada de dos samuráis (armados, ellos sí, con sus famosas dos espadas) de guardia ante el único cuchillo.

La época de los samurái, que tanto nos entusiasma en el cine, fue en realidad un despiadado sistema totalitario de guerras continuas entre clanes, que los diversos señores financiaban exprimiendo a los únicos productores: los campesinos. Todos los demás eran o “servidores” (samurái), o nobles o empleados. En resumen, un régimen de tipo soviético en el que una plétora insoportable de funcionarios reposaba solo sobre los campesinos, quienes debían pagar en arroz. Y no tenían ningún derecho.

Puntualmente, algún año complicado llegaban las rebeliones, sofocadas siempre en sangre -mujeres y niños incluidos- por samuráis cuya fidelidad era bien pagada. Una fidelidad que llegaba al suicidio. También eso ha llegado al cine. La realidad japonesa estaba hecha de traiciones, cambios de bando, puñaladas por la espalda al peor postor. La famosa batalla de Sekigahara de 1600, con la cual el clan Tokugawa unificó Japón (en el sentido de que, durante los dos siglos siguientes la anarquía de los barones fue sustituida por la tiranía del shogunato), se ganó porque uno de los aliados cambió de bando en mitad de la batalla.

En cuanto al famoso edicto del “cuchillo único” para los campesinos, dio origen a todas esas extrañas armas que nos encantan en el cine y que en algún caso Occidente ha adoptado. Como la porra tonfa, que al principio era el instrumento con el que los campesinos japoneses golpeaban el arroz. Lo mismo vale para los nunchakos (dos medios bastones unidos por una cadena), las estrellas ninja, etc. Como en Ruanda, tampoco en este caso hubo necesidad de katanas afiladas como hojas de afeitar, costosísimas y obra de maestros espaderos.

Cuando hay odio, bastan una piedra, los dientes, las manos desnudas. Y añadimos que si las katanas hubiesen sido accesibles para los campesinos, la historia de Japón habría sido distinta.

¿Es el amor más fuerte que el odio? Sí, pero en el Reino de los Cielos. Los misioneros católicos intentaron y consiguieron cambiar la mentalidad de los japoneses. Solo produjeron decenas de miles de mártires… y una cristiandad local que era una minoría en tiempos de San Francisco Javier y como minoría se ha quedado. ¡Con razón los shogun japoneses temían una invasión española desde las vecinas Filipinas! No hubo invasión, pero no es casualidad que las Filipinas sigan siendo hasta hoy el único país enteramente católico de toda Asia.

Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.

Traducción de Carmelo López-Arias.

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