Chesterton, la familia y el Estado Sexual
Solas y desarraigadas, sin que nadie tenga en cuenta sus intereses ni sus sentimientos, las víctimas de la Revolución Sexual comparecen en el ocaso de la civilización que ésta ha destruido.
Chesterton escribió: "Este triángulo de verdades -padre, madre e hijo- no puede ser destruido; sólo puede destruir a las civilizaciones que lo ignoran" (Historia de la familia, p. 36). La sentencia es contradictoria: si la deconstrucción de la familia derriba civilizaciones, entonces es que el triángulo marido-esposa-hijos no es invulnerable, aunque las sociedades que lo destruyan paguen con su propia destrucción.
Es lo que puede estar ocurriéndonos a nosotros. Todos los indicadores de solidez familiar están en caída libre desde hace medio siglo. En España, según el informe de CEU-Cefas publicado en mayo de 2024 (Elio Gallego-Alejandro Macarrón-Rubén Manso, Constitución y familia: un principio fallido), la tasa de nupcialidad ha caído a casi la mitad entre 1976 y 2023, de 7,2 a 3,7. En 1976, el 90% de los españoles mayores de 25 años se casaban, hoy lo hace menos de un 50%; y, de entre los que se casan, la mitad acabará separándose.
¿Y dónde está la anunciada destrucción?, se preguntará alguien. T.S. Eliot nos advirtió que el mundo termina "no con un estallido, sino con un gemido". Nuestra tierra baldía está pereciendo ya en silencio: está muriendo de vieja (la inversión paulatina de la pirámide de edades nos abocará más pronto que tarde a la insostenibilidad socio-económica). Desapareceremos mitad por senilidad, mitad por sustitución: seremos reemplazados por gente de otras culturas que, al menos, todavía se molesta en reproducir la especie.
El catastrófico hundimiento de la fecundidad (1,12 hijos por mujer en España en 2023, casi un 50% por debajo de la tasa de reemplazo) está estrechamente relacionado con el de la nupcialidad. Criar hijos es un trabajo para dos; la fragilidad de los "nuevos modelos de familia" -básicamente, la pareja de hecho, unida sólo "mientras dure el amor"- no ofrece garantías suficientes para lanzarse a la aventura de la procreación (Beginning of a great adventure: así tituló el último Lou Reed una canción sobre el momento en que su esposa le anuncia que está embarazada una vez más). ¿Encontrarme criando niños sola dentro de cinco años, cuando se haya "acabado el amor"? No, gracias.
"Esa es la idea básica del matrimonio: que la fundación de una familia debe asentarse sobre una base firme; que la crianza de los que aún no han alcanzado la madurez debe estar protegida por algo que sea permanente y paciente", escribió también Chesterton (Historia de la familia, p. 108). Y añadía que esa es "la conclusión compartida por toda la humanidad, y todo el sentido común está de su parte".
Toda la humanidad entendió siempre, en efecto, la esencia infantocéntrica del matrimonio: se trata de disciplinar las relaciones amorosas entre los adultos de la forma más beneficiosa para los niños; es decir, confiriéndoles la suficiente permanencia para hacer posible primero la procreación y después la crianza biparental de nuevos seres humanos.
Ese consenso universal desapareció hace medio siglo, cuando la revolución sexual invirtió las tornas: ya no serían los adultos los que adaptarían sus relaciones a las necesidades de los niños sino que, al revés, los hijos, en el caso cada vez más improbable de que lleguen a ser engendrados, los que tendrán que amoldarse a los giros de la vida amorosa de unos adultos ahora incapaces de compromiso definitivo.
La fragilización de la familia es consecuencia de una subversión de valores en virtud de la cual lo secundario (la libertad sexual) es puesto por delante de lo primario (la conservación de la especie). Sólo sociedades muy ricas como la nuestra pueden permitirse ese lujo. La realidad, sin embargo, terminará pasando factura bajo la forma de invierno demográfico: por muy sofisticados y tecnológicos que seamos, no hemos encontrado la forma de sustituir el viejo, sagrado triángulo marido-esposa-hijos. Si no tenemos hijos -y estamos dejando de tenerlos- nos extinguiremos merecidamente.
No es sólo que no se procree: es, también, que muchos de los últimos niños están creciendo sin el inmejorable dosel protector formado por su padre y su madre. El informe de CEU-Cefas estima que entre 3,5 y 4 millones de hijos han sufrido desde 1976 la ruptura del matrimonio de sus progenitores.
Hay una conspiración de silencio sobre los daños del divorcio: necesitamos engañarnos convenciéndonos de que es "mejor una separación que vivir con unos padres que no se aman". Pero las ciencias sociales confirman hoy lo que la humanidad siempre intuyó: que un niño necesita a su padre y a su madre (el hombre y la mujer que lo engendraron, no los nuevos compañeros sentimentales de alguno de ellos).
Por ejemplo, el libro de Melissa Kearney The Two Parent Privilege: en efecto, los niños que son cuidados hasta la mayoría de edad por sus padres biológicos obtienen mejores resultados escolares, gozan de un mejor equilibrio psicológico y emocional, incurren menos en drogadicción, alcoholismo o delincuencia juvenil, tienen una mayor probabilidad de, a su vez, construir familias estables cuando sean adultos... Además, es la clase baja la que más está sufriendo los estragos de la ruptura familiar; el 84% de los niños del estrato con educación universitaria sigue gozando de un hogar estable, con presencia de ambos padres hasta los 18 años. La desigualdad de oportunidades se está ahondando a causa de esa divisoria familiar, pero no veremos protestar por ello a la izquierda, alineada con una revolución sexual que daña a todos, pero especialmente a los pobres.
Nuestra cultura woke, montada en torno a la victimización mentirosa de categorías de personas (mujeres, razas distintas de la blanca, homosexuales...), oculta, en cambio, a las víctimas verdaderas, las de la revolución sexual: los niños privados de alguno de sus progenitores, los cónyuges traicionados... (¿recuerdan que hubo en tiempos una cosa -entonces considerada vergonzosa- que se llamaba adulterio?).
En esta sociedad del gimoteo impostado, nadie se acuerda del sufrimiento muy real de los perjudicados por la destrucción de la familia. Como escribe Jennifer Roback Morse: "Es un hecho: la Revolución Sexual ha dañado a millones de personas. Pero nadie asume la responsabilidad por los males causados por ese credo pernicioso. Ocultar a las víctimas es esencial para la continuación de la Revolución Sexual. [...] Estamos protegiendo los sentimientos de la gente que podría tener mala conciencia por las rupturas que han causado. No parecemos darnos cuenta de que las personas abandonadas en esas rupturas y reconfiguraciones tienen sentimientos también" (The Sexual State, pp. 57-58) .
Chesterton lo tenía claro: una sociedad en la que hombres y mujeres ya no son capaces de comprometerse para toda la vida está moralmente para el arrastre. "Han jurado, como los hombres juran ante un tribunal, llamando a Dios como testigo, que se entregan el uno al otro hasta que la muerte los separe. El lenguaje es tan claro y preciso como lo pueda ser en cualquier asunto legal. Romper tal juramento es perjurio" (Historia de la familia, pp. 104-105). Ahora ya no se rompe, porque se comienza por no formularlo. De la sociedad del divorcio estamos pasando a la de la pareja de hecho (la de "mientras dure el amor").
Una sociedad sin matrimonio será -está llegando a ser- una sociedad de niños tristes, jóvenes promiscuos pero en el fondo solitarios, jubilados que tendrán que afrontar solos el penoso tercio final de la vida (y ahora vivimos noventa años)... Pierden las personas. Pero gana el Estado, que crece a medida que la familia se debilita. Chesterton lo supo ver también: "Lo cierto es que nadie ha discutido realmente cuál es la alternativa a la familia. La única alternativa evidente es el Estado. [...] Dada cualquier libertad de ese tipo [sexual], el Estado se convierte en un vasto Hospital de Niños Expósitos. Las madres y padres modernos, de esos del tipo liberado, no podrían realizar sus actos de poligamia disipada si no creyeran en una gran y benévola Abuela que podrá hacerse cargo de diez millones de niños" (Historia de la familia, pp. 64 y 112) .
Y es que es así: donde desaparece el papá de carne y hueso, papá (o Abuela, como dice Chesterton) Estado está presto a ocupar el hueco. Sólo es posible un Estado pequeño si hay familias fuertes, pues la familia es el mejor Ministerio de Educación, Sanidad, Asuntos Sociales y hasta Interior (los niños que no se crían con su padre y su madre tienen una probabilidad más alta de cometer delitos). Viceversa, si la familia se desintegra, el Estado irrumpe como proveedor y educador con subsidios y cursillos. A menos familia, más Estado. La curva histórica de debilitamiento familiar y la de hipertrofia estatal coinciden exactamente.
Pero la acción estatal no es sólo necesaria para cubrir necesidades asistenciales asociadas a la ruptura familiar; también lo es para sostener mediante la propaganda las mentiras en que se basa la revolución sexual: que el sexo no guarda relación con la reproducción, sino sólo con el placer; que los niños no necesitan a su padre y su madre; que es posible tener relaciones sexuales con quien uno quiera sin que nadie sufra daño... La revolución sexual sólo es sostenible mediante el constante adoctrinamiento (in)moral y la provisión de anticonceptivos, abortos gratuitos para las consecuencias genésicas del libertinaje, asistencia social a las víctimas de la desintegración familiar, aparato judicial-policial para la persecución de los crímenes pasionales (ahora llamados "violencia de género") asociados desde siempre a los celos y la ruptura amorosa...
Así será el Mundo Feliz. Sin niños, sin matrimonios, pero con una libertad amorosa infinita tutelada por el Estado Sexual.
- Publicado en La Antorcha, nº 7, abril de 2025.