El gran don del catolicismo: transformar la paradoja en lo contrario a la contradicción
En Cristo y en la Cruz se resuelven todas las aparentes contradicciones que plantean las grandes cuestiones de la vida: la soberbia o la humildad, la dureza o la misericordia, la desesperación o la esperanza.
Después de arrimar la lupa a un sinfín de credos y corrientes filosóficas, puedo afirmar, sin ambages ni circunloquios, sin remilgos ni titubeos, que la doctrina católica es la única que realmente consigue transfigurar las paradojas en lo contrario a las contradicciones.
- Si Jesús murió por todos nosotros, no lo hizo para morir en sentido estricto, sino con ánimo de resucitar. Por contradictorio que pueda parecer, no existe atisbo de contradicción, porque para renacer es imprescindible fallecer antes. Es la consecuencia lógica; y por esto, precisamente, hemos de morir a nosotros mismos si ansiamos resucitar en Cristo.
- A esto, sumémosle que el hecho de pasar por puertas estrechas, por trances dolorosos, constituya el escalón previo a alcanzar la alegría y la gloria tampoco resulta una contradicción; porque una alegría que no se haya chocado de bruces contra el sufrimiento no es una alegría sincera, dado que no sería alegre de manera incondicional, a pesar de todo; no habría alcanzado el vigor ni la madurez suficientes. Creo recordar que fue San Juan de la Cruz quien ejemplificó esta paradoja con la siguiente metáfora: un leño, antes de irradiar luz y calor, primero tiene que ser forjado en el fuego; de ahí que el dolor y las puertas estrechas sean la estación anterior de la gloria y la alegría.
- Lo mismo sucede con la virtud de la esperanza. Una esperanza que no toca fondo, que no es capaz de mantenerse incólume en los profundos pozos de dolor, que no es arrojadizamente tentada a caer en la desesperanza, no se caracteriza por ser una esperanza verdaderamente esperanzada. Por consiguiente, “esperar contra toda esperanza” sí que resulta una confianza y abandono plenas en que Dios puede rescatarnos de cualquier abismo; en creer, con impasible humildad y desprendimiento, con incombustible paciencia y desembarazo, en su “sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5).
- En sintonía con lo expuesto en el párrafo anterior, tampoco es una contradicción la siguiente paradoja articulada por Santa Teresa de los Andes: "Veía su Grandeza infinita y cómo bajaba para unirse a mí, nada miserable. Él, la inmensidad, con la pequeñez; la Sabiduría, con la ignorancia; el Eterno, con la criatura limitada; pero, sobre todo, la Belleza, con la fealdad; la Santidad, con el pecado". No resulta contradictoria porque, por ejemplo, un sabihondo que carece de humildad termina siendo menos sabio de lo que podría ser, puesto que, en vez de confiar su sabiduría a la de Dios (el que más sabe), la confía a sí mismo (ser endeble y limitado). Me parece algo así como tener una gran capacidad de nado, pero renunciar a unas aletas que te harían llegar muchísimo más lejos; o, por el contrario, no gozar de tal destreza para nadar, pero traspasar límites infranqueables por el hecho de haber aceptado humildemente las aletas.
Llegados a este punto, uno es capaz de comprender aquellas paradojas esbozadas por G.K. Chesterton, esas que dicen que los ángeles vuelan porque se toman a sí mismos a la ligera; que los santos se elevan debido a su levedad, y no a su poder de levitación; o que los pájaros levantan el vuelo gracias a su ingravidez, y no a causa de su gravedad. Esto, por ambivalente que pueda parecer, no es contradictorio, porque siempre llegaremos más lejos con las aletas de Dios que con la fuerza de nuestras propias extremidades. Por esta razón, la humildad es tan importante, y la soberbia, tan limitante y perniciosa; es más, por culpa de ésta, Adán y Eva fueron desterrados del Paraíso, a fuer de autoendiosarse, por mor de pretender ser como dioses; y espoleado por este mismo pecado, Lucifer pasó de ser angelical a metamorfosearse en el ángel caído.
En resumen, la paradoja cristiana:
- transfigura la muerte en la puerta de la vida (bajo la lógica de que para resucitar es imprescindible morir antes);
- eleva el dolor bien entendido y las puertas estrechas a paso previo de la alegría y de la gloria (sin que ello resulte contradictorio, sino complementario);
- nos disuade de caer en la desesperación en los momentos en los que toquemos fondo, para aprovecharlos como una oportunidad para que nuestra paciencia y esperanza sean auténticas e incondicionales;
- y nos permite transformar nuestra debilidad en fortaleza a través de una humildad que deposita su fe en el Todopoderoso, en vez de en uno mismo.
En base a lo desarrollado hasta el momento, podemos darnos cuenta de que el catolicismo es el credo capaz de convertir la paradoja no sólo en lo contrario de la contradicción, sino en algo todavía más racional que esa razón presidida por la lógica inmediata; porque supera sus angostos límites, sus miras estrechas; porque no degenera en irracionalidad, sino que amplía las lentes de la racionalidad; porque reviste a ésta de una mirada de mayor alcance y trascendencia; porque aumenta nuestra capacidad de abstracción, de leer dentro (intus legere), de rebasar las fronteras de lo empírico, de lo tangible, de los tópicos establecidos, para bucear hasta las primeras causas y los fines últimos.
Como explica el teólogo Charles Moeller, en su ensayo Sabiduría griega y paradoja cristiana, la venida de Cristo al mundo permitió a la humanidad dejar de ver el orgullo y la soberbia como virtudes; como virtudes propias del arquetipo de guerrero bello, fuerte, imbatible en los campos de batalla, además de incompasivo y ambicioso.
El catolicismo cambió el paradigma e hizo que las personas razonasen con mayor profundidad, cordura y sensatez. La humanidad dejó de sublimar la falta de compasión, para santificar la misericordia; dejó de tratar a los débiles como seres inferiores, para transformar su debilidad en fuerza a través de la virtud de la humildad; dejó de concebir a los pecadores como ovejas perdidas, irredimibles o irredentas, para brindarles la oportunidad de arrepentirse y construir un “hombre nuevo”; dejó de pensar que nuestro destino tenía que ser trágico y que estaba determinado por los dioses, para obsequiarnos con la libertad de edificar nuestro futuro y de resucitar en Cristo; resurrección que nos advirtió de las nefastas consecuencias -tanto a nivel material como espiritual- de obsesionarse con el éxito y las riquezas, madre nutricias del egoísmo y de la hybris (o ambición desmesurada); y que nos enseñó que existe mayor heroicidad en el amor de un Dios que se deja crucificar por nuestra redención que en abusar de su poder para erigirse en un libertador implacable…
Otro aspecto fascinante de la paradoja cristiana lo podemos ver en De profundis, aquella carta que escribió Oscar Wilde durante su penoso presidio en la cárcel de Reading.
El egregio literato irlandés se dio cuenta de que el dolor bien entendido y la auténtica belleza no son realidades enfrentadas, sino correlativas, hermanadas a los pies de la cruz de Cristo, Quien fue crucificado con “cuerpo de mendigo” y “alma de poeta”; todo ello retratado en una imagen fascinante: la corona de espinas que le fue ceñida, donde el sufrimiento de la entrega amorosa y la majestad divina se unen en santo matrimonio.
Chesterton, por su parte, identificó que “la verdad es paradójica” en otra imagen fascinante: la cruz de Cristo, que abre puertas de reflexión a derecha e izquierda, de abajo a arriba… Por algo, diría don Miguel de Unamuno, en su obra El Cristo de Velázquez, lo siguiente: “Paradojas, parábolas y apólogos florecían lozanos de tu boca; no silogismos, no pedruscos lógicos al cuello de la mente cual collar”.