La Cruz, signo de contradicción
Jesús se vio abandonado por todos salvo por la Santísima Virgen, San Juan y María Magdalena. 'Crucifixión' (detalle) de Jacopo Tintoretto (1519-1594).
Después del Domingo de Ramos, día en el cual Cristo entra triunfante en Jerusalén, viene el Viernes Santo, día en el que el pueblo torna los honores con los que había recibido al Hijo de David en la ignominia de la cruz.
El pueblo enaltece al Jesucristo que sacia su hambre, que cura sus enfermedades, que expulsa demonios y resucita muertos. Mas el Cristo que enseña como Maestro, manda como Rey y exhorta como Dios no es un Mesías de acuerdo con los intereses y deseos del hombre, sino un Mesías según el corazón de Dios.
Por ello, es incomprendido, calumniado y rechazado por su pueblo y hasta por sus amigos más cercanos, pues de sus doce apóstoles, uno, Judas, le entrega a sus enemigos con un beso y diez huyen. Sólo Juan permanece fiel y, junto a la Santísima Virgen María y a María Magdalena, acompaña a Cristo en su calvario.
Aun Pedro, que había prometido que no se escandalizaría jamás de Él (Mt 26, 33), lo niega tres veces. Pues el apóstol, que no sentía las cosas de Dios, sino de los hombres (Mc 8, 33), intenta valientemente defender a Cristo de los soldados hiriendo a un siervo del pontífice. Mas la mansedumbre de Cristo ante sus enemigos lo escandaliza terriblemente. No puede comprender que quien puede rogar a su Padre que le envíe legiones de ángeles para defenderlo (Mt 26, 53) se entregue mansamente a quienes lo golpean, lo calumnian y se mofan de Él. Pues aquel digno de ser obedecido en todo es "obediente hasta la muerte” (cf. Flp 2, 6-8).
Una muerte cuya sentencia es proclamada por Pilato que, aunque reconoce la inocencia de Cristo, se lava cobardemente las manos al tiempo que exclama: "No soy responsable de la sangre de este justo” (Mt 27, 24).
Cristo no eludió el látigo, ni las espinas, ni los clavos, ni la lanza, ni la terrible humillación. Su carne fue flagelada, destrozada; sus manos y sus pies, taladrados; su cabeza fue coronada de espinas; su rostro fue desfigurado por las muchas torturas, al grado que la divina faz quedó irreconocible; y hasta su Sagrado Corazón fue traspasado.
Cristo, por amor, es transformado en el varón de dolores, oprobio de los hombres y desecho del pueblo (Sal 22, 7), por quien es menospreciado, maltratado y afligido. A pesar del rechazo, Cristo carga sobre Sí los pecados de todas las épocas, de todos los pueblos y de todos y cada uno de los hombres. De esta manera, entrega su vida voluntariamente (Jn 10, 18) para liberar, con su obediencia hasta la muerte, al hombre que pecó y sigue pecando por la desobediencia.
Desafortunadamente, el amor tan inmenso como inmerecido de Dios por nosotros sigue sufriendo nuestra frialdad e indiferencia. El rechazo a sus dogmas y enseñanzas, que llevó a su pueblo a crucificarlo, es el mismo rechazo que enfrenta hoy, aun entre quienes nos decimos sus seguidores, ya que muchos de nosotros promovemos un cristianismo sin cruz, una religión sin dogmas, una fraternidad sin un padre común y un camino tan ancho y fácil que cada uno puede recorrerlo a su manera y conveniencia.
Pues hemos sustituido la sumisión y la obediencia debida a la ley de Dios por sentimientos y caprichos individuales que, además, justificamos alegando obrar conforme a nuestra conciencia cuando en realidad actuamos según nuestros propios intereses y deseos. Por eso esperamos misericordia sin justicia, victoria sin combate y redención sin cruz, ya que deseamos vivir cómodamente en la ciudad del hombre para luego gozar de una eternidad en la ciudad celestial como si se pudiese conquistar el cielo sin arrepentimiento ni propósito de enmienda.
Por ello, la traición que aflige a Nuestro Señor es siempre la misma, como afirmase San Pío X: “¡Oh! Si se me permitiera, como lo hizo en espíritu Zacarías, preguntar al Señor: «¿Qué son esas llagas en medio de tus manos?», no cabría duda sobre la respuesta: «Me han sido infligidas en casa de los que me amaban, por mis amigos que nada han hecho por defenderme y que, al contrario, se han hecho cómplices de mis adversarios»”.
Muchos de nosotros que afirmamos seguirle, rechazamos sus enseñanzas; decimos amarle, pero seguimos los dictados del mundo; esperamos gozar del cielo, pero rechazamos la Cruz que nos abrió la gloria.
Como señala San Bernardo de Claraval: “Cuán pocos son, Señor, los que anhelan ir en pos de Ti, y, sin embargo, no hay nadie que no desee ir a Ti, pues todos saben que a tu diestra hay delicias que nunca fallarán. Todos desean gozar de Ti, pero no todos imitarte. Desean reinar contigo, pero se ahorran sufrir contigo. No desean buscarte, a quien sin embargo desean encontrar”.
Cristo afirmó que, si deseamos seguirlo, es necesario negarnos a nosotros mismos y cargar nuestra cruz: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues quien quiera salvar su vida, la perderá, y quien perdiera la vida a causa de Mí y del Evangelio, ése la salvará” (Mc 8, 34). Y San Pablo nos recuerda: “¿Ignoráis acaso que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, en su muerte fuimos bautizados?” (Ro 6, 3).
Recordemos que, como afirma San Agustín: “Dios tuvo un hijo en la tierra sin pecado, pero ninguno sin sufrimiento”. Ciertamente, Dios no nos promete la felicidad en este mundo: “Seréis entregados aun por los padres, por los hermanos, por los parientes y por los amigos, y harán morir a muchos de vosotros, y seréis aborrecidos de todos a causa de mi nombre” (Lc 21, 16-17). Mas, como nos recuerda el obispo de Hipona: “Ensáñese el mundo, brame el mundo, ultraje con la lengua, blanda las armas, haga cuanto esté en su poder: ¿qué puede hacer comparado con lo que hemos de recibir? Sea cual sea el tormento por el nombre de Cristo, si se aguanta con vida, es tolerable; si no se puede resistir en vida, te hace emigrar de aquí. Acelera, no destruye. ¿Qué acelera? El premio, la dulzura que, una vez presente, no tendrá fin. El trabajo tiene un fin, pero no la recompensa”.
De la liturgia del Viernes Santo: “Por el leño fuimos esclavizados y por la santa cruz liberados; el fruto del árbol nos sedujo, el Hijo de Dios nos rescató. Salvador del mundo, sálvanos; Tú, que por tu cruz y tu sangre nos redimiste, auxílianos; te lo pedimos Dios nuestro”.