Caridad y solidaridad
Silencio, exhibicionismo y postureo.

La caridad, a diferencia de la solidaridad, es discreta y busca al prójimo cercano y tangible. 'La caridad de Santa Isabel de Hungría', de Bartolomeo Schedoni (1611).
“Aunque yo distribuyese todos mis bienes para sustento de los pobres, si no tengo caridad, de nada me sirve”. Esta cita, a simple vista paradójica, de la epístola de San Pablo a los corintios describe, con palabras más inmortales que el bronce o las pirámides, la esencia de la caridad, que en nuestro tiempo está siendo sustituida por simulacros campanudos: se ha convertido en uno de los signos distintivos de nuestra época.
Esta sustitución alevosa ha contagiado también el idioma. Hoy ya casi nadie emplea la palabra “caridad”, que ha sido suplantada por un eufemismo más llevadero, “solidaridad”, una falsificación que nadie sabe lo que designa, pero que, a la vista de los acontecimientos, se reduce a un mero exhibicionismo de caridad, a una serie de actitudes banales que son puro fuego de artificio, el impuesto que pagamos para mantener nuestra conciencia tranquila, a ser posible a cambio de obtener un rédito publicitario.
Inevitablemente, los mayores “solidarios” de nuestra época son los futbolistas, los músicos y otros millonetis sistémicos, que hacen de sus solidaridades una ocasión para el exhibicionismo mediático. Pero esta solidaridad es un sucedáneo degradado de la caridad que contradice su misma esencia; pues la verdadera caridad, como bien sabemos, se debe ejercer –como nos enseñó Jesús– en secreto, sin que nuestra mano izquierda tenga noticia de lo que hace nuestra mano derecha. A la solidaridad, en cambio, le gusta ser ambidiestra; y necesita luz y taquígrafos que pregonen sus postureos.
Un huracán, una inundación, cualquier calamidad que avitualle los cementerios o esquilme las cosechas basta para encender la llama de la “solidaridad”. La caridad nace de la íntima adhesión con el prójimo, que nos impulsa a sustituirlo en su dolor, como hicieron esos chavales que corrieron a Valencia para auxiliar y consolar a los damnificados por las inundaciones. Los “solidarios”, aparte de estigmatizar a los auténticos caritativos, organizan “proyectos solidarios” que les permiten cobrar subvenciones y pavonearse ante las cámaras.
En cierto modo, los “solidarios” actúan como esos mentecatos que se enamoran de una actriz de Hollywood en lugar de enamorarse de su vecinita del quinto, que está mucho más buena, para disfrazar de platonismo su miedo a comprometerse. La “solidaridad” nos permite amar espléndidamente a la Humanidad, a la vez que nos olvidamos del prójimo. En lugar de solucionar el dolor de nuestro vecino, el “solidario” tira por elevación socorriendo a las víctimas de un terremoto en Pernambuco o un tifón en Madagascar. Pero las víctimas de Pernambuco o Madagascar, como la belleza de la actriz de Hollywood, son meros entes virtuales. Y la verdadera caridad, como el amor carnal, necesita un cuerpo tangible sobre el que volcarse.
Hace más de sesenta años, el maestro García Berlanga denunciaba en Plácido la hipocresía de aquella burguesía esperpéntica y levítica que se conformaba con incorporar un pobre a su mesa, coincidiendo con las fechas navideñas; nuestra “solidaridad” es mucho peor que la caridad hipócrita de aquellos personajes retratados por Berlanga, y necesita incorporar cada día una remesa de víctimas o damnificados de tal o cual catástrofe natural, una nueva minoría perseguida al otro extremo del atlas, una nueva “causa” de repercusión mediática (hasta se organizan campañas mediáticas con el lema de “doce meses, doce causas”, porque la solidaridad también tiene su posología).
Pero la verdadera caridad es sufrida y bienhechora, no obra precipitadamente, no es ambiciosa, no busca su interés, no se huelga de la injusticia y se complace en la verdad. La solidaridad, en cambio, es un metal que suena y una campaña que retiñe, para esconder su íntima falsedad.
Publicado en Misión.