Religión en Libertad
Elizabeth Cady Stanton (a la izquierda de la foto) y Susan B. Anthony, dos de las feministas pioneras.

Elizabeth Cady Stanton (a la izquierda de la foto) y Susan B. Anthony, dos de las feministas pioneras.

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El feminismo, como muchas otras ideologías, ha caído en las garras de la polarización, que ha dividido las diferentes corrientes de dicho movimiento en dos posturas principales, el feminismo radical o extremista y el feminismo original o moderado. Este último, que sostiene que las primeras feministas fueron mujeres cuya noble lucha se limitó a conseguir la justa igualdad de derechos para las mujeres, considera al feminismo radical, de raíz marxista y carácter revolucionario, una deformación del verdadero feminismo. 

Sin embargo, ambas posturas, al parecer tan diferentes, comparten la misma raíz cizañera, la rebelión de la mujer contra su propia naturaleza.

Tanto, que las reconocidas sufragistas Susan B. Anthony y Elizabeth Cady Stanton (íconos de la mayoría de las feministas conservadoras) negaron las evidentes diferencias biológicas y psicológicas entre ambos sexos y denunciaron las limitaciones impuestas a las mujeres. Además, sostuvieron que el matrimonio es una institución establecida por el patriarcado a fin de mantener sus grandes privilegios y beneficios (especialmente económicos, políticos y sexuales). De ahí que alentasen a las mujeres a exigir la redefinición de su papel en la sociedad y realizar los interesantes y desafiantes trabajos masculinos, omitiendo que muchos varones afrontan duras y arduas labores, actividades tediosas y poco redituables, así como tareas de alto riesgo.

Anthony permaneció soltera, pues afirmó: "Nunca sentí que pudiera renunciar a mi vida de libertad para convertirme en el ama de casa de un hombre”. Por tanto, consideraba que la mujer solo podía ser realmente libre e independiente si trabajaba fuera de casa y evitaba el matrimonio. Así, afirmó: “No hay mujer nacida que desee comer el pan de la dependencia, no importa si es de la mano del padre, esposo o hermano; porque cualquiera que así come su pan, se pone en poder de la persona de quien lo toma”. Además, criticó ferozmente la institución familiar en la cual la mujer es “sacrificada” para ser esposa y madre. Es famosa su frase: “El matrimonio convierte a la mujer en una esclava (de casarse con un hombre pobre) o en una muñeca (de casarse con un rico caballero)”.

Por su parte, Cady Stanton abogó por el divorcio y el control de la natalidad y llegó a equiparar el matrimonio con la prostitución afirmando que “incluso en los mejores matrimonios las mujeres son meras sirvientas o amantes, y en las peores situaciones viven como esclavas o prostitutas”. Asimismo, en uno de sus muchos artículos, titulado Matrimonio y amantes [Marriage and Mistresses], escribió: “Admito francamente que ser una amante es menos deshonroso que ser una esposa; pues mientras la amante puede dejar de serlo, si ese es su deseo, la presión social y la ley mantienen sometida a la esposa”. Paradójicamente, apoyó la legalización de la prostitución como una forma de eliminar el doble rasero moral.

Simone de Beauvoir y Betty Friedan, principales representantes del feminismo de la segunda ola, continuarían, fieles al origen del feminismo, el ataque al matrimonio y a la familia. Simone de Beauvoir, en El segundo sexo, escrito en 1949, comparó las tareas domésticas con la tortura de Sísifo: “El ama de casa se agota corriendo en el sitio; no hace nada; sólo perpetúa el presente”. También, expresó que “ninguna mujer debería ser autorizada a quedarse en casa y criar a sus hijos. La sociedad debería ser totalmente diferente. Las mujeres no deberían tener esa opción, precisamente porque si existe esa opción, demasiadas mujeres la tomarán”. A su vez, Friedan escribió en 1963 uno de los libros más influyentes del siglo XX, La mística de la feminidad, en el cual califica el hogar como “un cómodo campo de concentración” donde las mujeres sufren una “muerte lenta de mente y espíritu”.

Como vemos, el feminismo, desde su origen, promovió una igualdad que, al negar las diferencias naturales entre el hombre y la mujer, despreció y ridiculizó la labor irremplazable de la mujer en el hogar. Ello ha producido que varias mujeres antepongan la carrera profesional al matrimonio y a los hijos, y que a muchas otras, como deseaba de Beauvoir, se les haya arrebatado la opción de quedarse en casa, pues a la fuerte presión social se suma la difícil situación económica actual que obliga a innumerables mujeres a trabajar fuera de casa. 

Así, la complementariedad y la ayuda mutua han sido sustituidan por la competencia y la desconfianza entre la mujer, perpetua víctima y el hombre, inherente opresor. Además, los frutos podridos del feminismo son devastadores: promiscuidad, infidelidad, divorcio, anticoncepción y aborto, pues el movimiento que se levanta en “defensa de la mujer” ataca y destruye su bien más preciado, la capacidad de dar vida y de moldear almas.

Por supuesto que antes del feminismo la relación entre el hombre y la mujer no era perfecta. La perfección está lejos de nuestra naturaleza caída. Mas la situación de la mujer y del hombre no mejorará con leyes arbitrarias, ni gritando consignas en las calles, ni promoviendo la absurda des-masculinización del varón; sino reconociendo, promoviendo y apoyando el insustituible papel de la mujer en el hogar, donde tiene lugar la plena realización de la mayoría de las mujeres, cuya virtud es tan poderosa que es capaz de gestar a los más nobles y valientes caballeros. Pues, como nos recuerda Fulton J. Sheen: “Cuando un hombre ama a una mujer, tiene que hacerse digno de ella. Cuanto más alta es su virtud, más noble su carácter, más devota es a la verdad, a la justicia, al bien, más debe aspirar el hombre a ser digno de ella. La historia de la civilización podría escribirse en términos del nivel de sus mujeres”.

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