Miércoles, 24 de abril de 2024

Religión en Libertad

Derechos Humanos


La Iglesia, en concreto, para la que su camino es el hombre, nunca se cansó ni se cansará jamás de proclamar los derechos fundamentales del hombre, inseparables de la verdad del hombre, y esto porque tales derechos, básicos y universales, corresponden al hombre por el hecho de serlo.

por Cardenal Antonio Cañizares

Opinión

En la base del retoñar y renacer de las naciones, de los pueblos y de toda la familia humana, hay que situar al hombre en toda su verdad y en toda su dignidad. El esfuerzo para edificar el bien, el bien común, y reparar el mal, superar las crisis y las quiebras de humanidad que tanto sufrimiento y penas causan y que es necesario aliviar o curar; y el esfuerzo para restablecer la paz entre las naciones, los continentes, los sistemas, las gentes de toda condición debe fundarse en los derechos objetivos, válidos y valederos universalmente que retornan una y otra vez, siempre, al hombre, por la simple razón de que es hombre; nos remiten siempre a la verdad del hombre, en la que está inscrita en su propia gramática la sacralidad de la persona.

La Iglesia, en concreto, para la que su camino es el hombre, nunca se cansó ni se cansará jamás de proclamar los derechos fundamentales del hombre, inseparables de la verdad del hombre, y esto porque tales derechos, básicos y universales, corresponden al hombre por el hecho de serlo. Sin el respeto y salvaguardia de los mismos, el hombre está amenazado en su logro y dignidad.

Cuando esta dignidad de cada ser humano por el hecho de serlo no se reconoce, o cuando el hombre no es reconocido y amado en su dignidad y grandeza, el ser humano queda expuesto, en efecto, a las formas más humillantes y aberrantes de instrumentalización, que lo convierten miserablemente en esclavo del más fuerte. Es preciso reconocer, además que nos encontramos, en nuestro hoy, frente a multitud de personas, cuyos derechos fundamentales son violados, también como consecuencia de la excesiva tolerancia o del relativismo imperante, y hasta de la patente injusticia de ciertas leyes civiles.

No son siempre suficientemente respetados, protegidos, por los ordenamientos civiles, por ejemplo, el derecho a la vida y a la integridad física, el derecho a la casa y al trabajo, el derecho a la familia y a la procreación responsable, el derecho a la participación en la vida pública y política, el derecho a la libertad de conciencia y de profesión religiosa, o de educación. Cuando el Beato Juan Pablo II visitó por vez primera la sede de la ONU, sin petulancia alguna, se presentó –y con él la Iglesia–, como Cristo ante el juez romano Poncio Pilato, para «dar testimonio de la verdad», la verdad del hombre. Así, no se dirigió a la Asamblea de la ONU como un diplomático o un político, hablando el lenguaje del poder de acuerdo con las reglas de esta asociación de países, sino como testigo de la verdad sobre «el hombre en su conjunto, en toda su plenitud y la riqueza plural de su existencia espiritual y material» (Juan Pablo II).

Por ello, también, les recordó a los miembros de las Naciones Unidas que la política tiene que ver con seres humanos. Sólo el bienestar de éstos, su realización en dignidad como seres, como personas humanas justifica la política nacional e internacional, porque toda política legítima «proviene del hombre, es ejercida por el hombre y está hecha para el hombre».

El mismo Papa, en aquella sede, reconoce que la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 –susceptible de ser considerada la Carta Magna de la ONU, «hito en el largo y difícil camino de la humanidad»– sólo podría contribuir a la causa de la paz «a través de la definición, el reconocimiento y el respeto a los derechos inalienables de los individuos y las comunidades de los pueblos». No es por oportunismo, pues, ni por ninguna otra suerte de instrumentalización, por lo que la Iglesia, «experta en humanidad», se levanta en la defensa de los derechos humanos.
 
Es, sencilla y llanamente, por un compromiso evangélico real y auténtico, al que permanece fiel, manteniéndose libre frente a los sistemas opuestos y optando sólo por el hombre considerado en su ser integral. Son, además, inviolables («incluso, decía, en las situaciones excepcionales que pudieran surgir a veces, nunca se puede justificar la violación de la dignidad fundamental de la persona humana o de los derechos básicos que salvaguardan esa dignidad», ni «nunca jamás se puede aceptar que la dignidad humana sea violada o mutilada de una forma o de otra». ( Cfr. Discurso en Asís, 12, 3, 1983). Su conjunto corresponde a la sustancia de la dignidad del ser humano, entendido integralmente y no reducido sólo a una dimensión; se refieren a la satisfacción de las necesidades esenciales del hombre. Se trata de derechos comunes a todos: todo ser humano tiene esos derechos inalienables.

Por eso el respeto de estos derechos inviolables de la persona humana, inseparables de criterios, normas, valores morales universales, están en el fundamento de la sociedad, son el cimiento y la base del orden social y de la convivencia humana, de la paz, y son anteriores al reconocimiento por parte del Estado, ya que no es el Estado el que define, otorga o limita estos derechos, sino que ellos están por encima de todo poder y son independientes del reconocimiento de la autoridad política.
 

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