La epidemia del miedo
El hombre es un ser en camino que puede enfermar de pasado o de futuro: en ambos caso pierde de vista la luz de la esperanza que le espera al final del túnel.
En estos días se cumplen cinco años del confinamiento que produjo el Covid, algunas de cuyas consecuencias aún están presentes en nuestra sociedad. En cierto sentido, se instaló el miedo y no hemos logrado matarlo. Parodiando a Marx, podemos decir que un fantasma recorre el mundo occidental, el fantasma del miedo. La causa es la guerra, el virus, la geopolítica, el cambio climático etc., pero más allá de todo ello, como afirma Byung-Chul Han, lo más preocupante es el clima o la pandemia del miedo.
La vida humana, tanto a nivel personal como social, es una permanente encrucijada donde no todo está escrito ni determinado como pretenden algunas ideologías. En última instancia, es la libertad humana la que se la juega al tomar buenas o malas decisiones. Pero el miedo condiciona, cuando no anula, la libertad. Por el contrario, la confianza y la esperanza son indicadores que permiten vivir en plenitud y caminar en medio de las dificultades.
Enfermar de pasado
A diferencia de otras especies, el ser humano tiene conciencia -aunque algunos individuos lo olviden- de que la existencia es una peregrinación. El hombre es un ser que está en camino, cuyo origen -el pasado- y el destino -el futuro-, pesan gravemente sobre el presente. El hombre enferma de pasado cuando no recibe, u olvida, la herencia cultural, sin la cual no puede alcanzar su plenitud, ya que los genes no bastan para vivir como hombre. Occidente ha secado los tres veneros de los que procede: Grecia, Roma y Jerusalén. Cuando el ser humano enferma de pasado se convierte en un ser desarraigado, sin raíces, pero sin ellas las ramas no se sostienen.
Creo que esta es una de las causas profundas del miedo actual, nos hemos quedado sin anclaje a unos principios sólidos, o aún peor, no sabemos qué es ser hombre.
Max Scheler afirma que “tras diez mil años de historia, nuestra época es la primera en la que el hombre se ha hecho plena, íntegramente, problemático ya que no sabe lo que es, pero sabe que no lo sabe”.
En una sociedad líquida como la actual, la desaparición de pilares sólidos, como son los principios, valores e instituciones, provoca ese vértigo que produce miedo, y que se sortea sólo viviendo a toda velocidad, surfeando la vida.
Enfermar de futuro
Pero el ser humano también enferma de futuro, cuando no tiene una motivación, un sentido de la vida. El famoso psiquiatra Víctor Frank, lo puso de manifiesto a través de la Logoterapia, tras pasar por la terrible experiencia de un campo de concentración. Él mismo cita a Nietzsche con una frase que sintetiza esta situación: “Quien tiene un por qué, siempre encuentra el cómo”.
Uno de los relatos que mejor refleja el tránsito que es la vida, se encuentra en la Odisea, donde se narra la penosa vuelta a cada que sufre Ulises. El motor para superar las penalidades que sufrió durante diez años, es volver a Ítaca, el mismo lugar donde están sus raíces. Pasado y futuro dan plenitud a un presente lleno de dificultades. Una de las aventuras que tuvo que pasar es salir de la isla de los lotófagos, unos seres que vivían el presente anestesiados por el alimento que ingerían y que les hacía olvidar tanto el pasado como el futuro. Una tribu que representa a gran parte de la sociedad actual, aquellos que viven en un presentismo constante, sin pasado ni futuro. En un cementerio francés, se encuentra una lápida cuya inscripción refleja este modo de vida: “Aquí yace un tonto que salió de este mundo sin saber a qué había venido”.
Motivos para la esperanza
¿Qué motivos podemos encontrar para la esperanza? Hoy tenemos, al menos, una ventaja: sabemos en qué no podemos confiar. Sabemos que la razón engendra monstruos, que el progreso no es de fiar, menos aún si pierde de vista los valores, que las ideologías que prometían paraísos, generaron infiernos, que el buenismo abona y fortalece al mal, y que los líderes políticos y los “celebritas” son efímeros y poco de fiar.
Pero a pesar de todo, el ser humano que no ha dejado de generar problemas desde que pisó el paraíso, es el mismo que ha dado solución a esos problemas. Decía Chesterton que “lo que ha salvado cada siglo son media docena de hombres que supieron ir contracorriente y entre ellos están los santos”. Son los héroes que entendieron que otro mundo mejor es posible, se pusieron manos a la obra y lograron entusiasmar a otros muchos con ese proyecto. Son la minorías creativas.
Con todo, su esfuerzo por transformar el mundo hubiera sido imposible sin esas legiones de personas anónimas que no aparecerán en los libros de historia ni en las redes sociales, son los “santos de la puerta de al lado”, como señaló el Papa Francisco en Gaudete et Exsultate; no son famosos, pero sí imprescindibles para sus seres queridos, son aquellos que “con su sola presencia alivian la pesadumbre del vivir”, como dice uno de los personajes de Delibes. Padres y madres de familia, maestros, obreros o empresarios, etc., que, en lugar de aumentar la toxicidad, el pesimismo y el miedo, son como un soplo de aire fresco para la convivencia.
Ante este clima de miedo, el antídoto es la esperanza, por ello acierta la Iglesia, “experta en humanidad” al convocar el Jubileo de la Esperanza. Queda esperanza mientras cada uno de nosotros la mantengamos y la contagiemos e intentemos dejar a las próximas generaciones un mundo mejor que el que recibimos de nuestros padres.
Algún lector dirá que esta esperanza es demasiado débil o ilusa. Quizá no le falte razón, pero ello requiere de un motivo que no sea inmanente. De ello hablaremos en el próximo artículo.