El hielo que salvó a los Tercios: una lectura nueva del Milagro de Empel
Empel muestra que la verdadera victoria nace de la confianza en Dios y la Inmaculada, no de la fuerza ni la estrategia militar.
'La Inmaculada Concepción' de Francisco Rizi (1614-1685), Museo del Prado.
Hay episodios de la historia que creemos conocer, pero que, al mirarlos de nuevo, revelan capas más profundas, más inquietantes y más luminosas de lo que recordábamos. El Milagro de Empel, que la Infantería española celebra cada 8 de diciembre bajo el amparo de la Inmaculada Concepción, suele narrarse como una hazaña gloriosa, un prodigio táctico o un guiño providencial en plena guerra. Pero quizá aquello fue mucho más que un episodio heroico de los Tercios españoles. Tal vez fue una catequesis inesperada sobre algo que ni la estrategia ni la fuerza pueden garantizar: la victoria que nace del abandono confiado.
La escena la conocemos bien: diciembre de 1585, los tercios sitiados en la isla de Bommel, acorralados por las aguas heladas del Mosa, sin víveres, sin escapatoria y con un enemigo decidido a borrarlos del mapa. Y entonces ocurre lo que ya forma parte de la historia de España y de la memoria espiritual de muchos: un soldado cavando una trinchera encuentra una tabla flamenca de la Inmaculada Concepción, intacta, luminosa, absolutamente fuera de lugar. Los soldados la toman como un signo. Esa misma noche sopla un viento del norte capaz de helar lo imposible: el río Mosa se congela por completo. Al amanecer, los españoles avanzan sobre aquel hielo providencial y rompen el cerco holandés. Victoria total.
Y, sin embargo, quedarnos solo en la épica sería perder el corazón del milagro. Porque Empel no fue un premio a la valentía ni un golpe de suerte camuflado entre plegarias. Fue —y sigue siendo— una provocación espiritual. El hallazgo de la tabla no congeló el río: congeló el miedo. Transformó un ejército agotado en un ejército arrodillado. La victoria comenzó antes del hielo, en el momento exacto en que aquellos hombres, sin fuerzas ni estrategia, decidieron confiar. Empel nos recuerda algo profundamente cristiano y profundamente incómodo: que Dios actúa cuando ya no podemos actuar, pero no antes; que la gracia entra cuando la autosuficiencia sale; que la Inmaculada —sin armas, sin gritos, sin poder— es quien devuelve la fuerza a los fuertes y la dignidad a los vencidos.
Muchos creen que la devoción de la Infantería española a la Inmaculada Concepción nace del orgullo corporativo o del romanticismo castrense. Pero es justamente lo contrario. Aquellos soldados no amaron a María porque los salvara en una batalla: la amaron porque les recordó quién manda. Empel es una lección de humildad marcial: tú luchas, pero no decides la victoria; tú marchas, pero no abres el camino; tú resistes, pero no te sostienes solo. Por eso, siglos después, la Infantería la sigue llamando “Capitana General”. No como un gesto simbólico, sino porque sabe que nadie entra en la trinchera del alma con tanta delicadeza como María, y que solo ella puede caminar entre el barro sin mancharse.
Cuatro siglos más tarde, cuando Pío IX proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción en 1854, muchos lo recibieron como un paso teológico largamente esperado. Pero España —y especialmente los soldados— llevaba siglos viviendo esa verdad antes de que fuera pronunciada. La fe del pueblo siempre corre más rápido que la pluma doctrinal. Empel no fue un argumento teológico, sino un recordatorio de que María fue toda de Dios desde el principio, y que la historia confirma lo que la Iglesia, con paciencia, termina definiendo.
¿Qué significa hoy el Milagro de Empel para quienes no estamos sitiados por holandeses ni rodeados de aguas heladas? Exactamente lo mismo que significó entonces: que la desesperación no es el fin, sino el terreno donde Dios siembra milagros. A veces permite que el frío suba, que el cerco apriete, que el camino desaparezca… no para abandonarnos, sino para obligarnos a mirar hacia arriba. Cavamos trincheras pensando que nos defendemos, y resulta que Él estaba escondiendo un signo en la tierra que pisábamos.
Por eso el milagro sigue vivo. Porque no pertenece al siglo XVI ni a los Tercios: pertenece a cada cristiano que descubre que Dios no llega tarde…, llega distinto. Y porque María, la del sí sin reservas, no congeló un río para que España ganara una batalla, sino para recordarnos que la victoria más grande no se mide con armas, sino con una simple decisión: confiar cuando ya no queda nada más que confiar.