Ofrecimiento y catolicidad
Insertados en la Católica, como miembros de la Iglesia, vivimos la catolicidad, o mejor, aprendemos el sentido hondo de lo "católico" cuando lo unimos a la "Comunión de los santos". Lo católico marca, sella, conforma la existencia, sacando del estrecho egoísmo de uno mismo e introduciéndonos en un amor que se hace extensivo a todos, conocidos o desconocidos, en el Cuerpo místico.
Ser católico significa que ya ni estamos solos ni lo que somos, vivimos o sufrimos se reduce a nosotros mismos ni a nuestro bien particular, sino que se integra en el todo de la Católica. Sirve a los demás, bendice a los demás, llega y alcanza a los demás. Lo católico roza el misterio de lo invisible y nos ayuda a entender que formamos una partecita pequeña, pero real, vital, de la Comunión de los santos. Así, la santidad de uno redunda en la santidad de todos; la paciencia de uno sostiene al que es tentado de impaciencia; la esperanza de uno levanta las tristezas y angustias de otro. El ofrecimiento de lo que somos y de lo que vivimos, grande o pequeño, enfermedad o pequeña contradicción, sufrimientos grandes o pequeña tarea insignificante, enriquece a la Comunión de los santos.
En lo católico, en la catolicidad vivida, los santos brillan de manera muy especial. Voluntariamente, y por el bien de todos, el bien de la Comunión, tomaron parte de los sufrimientos del Señor y así aliviaron muchos dolores de otros, santificaron a la Iglesia entera unidos a Cristo. Lo católico ensanchó sus corazones.
Lo católico, incrustado en el alma, dilata el corazón. Entonces se ofrece a Dios cada mañana -la oración de las Laudes es su momento privilegiado- lo que se hace, se trabaja, se sufre, entregándolo a Dios para su Iglesia. Así se vuelve todo fecundo.