Dejarse inhabitar por el Espíritu
¿Será siempre el Eterno desconocido? ¿Permanecerá así en la teología, en la liturgia y en la espiritualidad de nosotros, cristianos latinos? Sin embargo el Espíritu Santo habita en nuestro interior, como un Sello y Don, cuando se nos crismó en la frente con el Santo Crisma (el gran instrumento sacramental del Espíritu Santo).
Habita en lo interior; sugiere qué decir y cómo decirlo; indica qué hacer; nos conduce a la Verdad mediante la conciencia; impulsa al bien; ilumina en la oración; pone las palabras en nuestros labios para rezar... y nos empuja para descubrir -¡asombrados, llenos de estupor!- que Jesucristo es el único Señor, el Señor, el centro de la historia, de la vida y del propio corazón. ¡Ven Espíritu Santo!
Se entabla así una relación familiar, asidua, afectuosa con el Espíritu Santo y Él, dejándonos hacer, nos va "deificando", "divinizando", tal como lo explicaban los Padres griegos. Nos santifica, es decir, el Espíritu Santo nos hace santos, ya que la santidad no es el fruto de propósitos, esfuerzos, y moralismo a la carta. "La santidad es verdaderamente la característica del don que el Espíritu Santo dispensa hoy" (Newman, Mix 5, 96-97). En nosotros actúa el Espíritu Santo recibido en los sacramentos:
¡Qué consuelo, qué esperanza! El Espíritu "vive en el corazón del cristiano como una fuente inagotable de caridad" (Ib., PPS II 19, 230).