Adorar la Eucaristía
La celebración eucarística es origen y fin del culto fuera de la Misa.
El origen de la reserva eucarística es el Viático y la comunión a los enfermos y, por extensión –como luego veremos- la adoración, y su fin y culmen también, porque la culminación de todo culto litúrgico-sacramental es la celebración eucarística, y, en ella, la comunión sacramental; plenitud cuando los fieles ofrecen la Víctima, se ofrecen con Cristo-Víctima y comulgan con la Víctima sacramental.
Hay un doble movimiento teológico y espiritual de la Eucaristía celebrada a la Eucaristía adorada, o mejor, del culto eucarístico al culto a la Eucaristía y viceversa. Una corriente dinámica que es consecuencia de un principio básico: la presencia real del Señor en la Eucaristía.
Eucharisticum Mysterium 3f habla claramente de que la Eucaristía recibe un culto de latría, éste reservado sólo a Dios mismo, por la transustanciación, la conversión óntica de las especies sacramentales en el Cuerpo y la Sangre del Señor resucitado.
Dice RCCE 3:
Éste punto es de capital importancia para fundamentar teológicamente el culto de adoración eucarístico en la doctrina de la Iglesia.
La afirmación clave es que, puesto que real y sustancialmente está presente Jesucristo, “no debe dejar de ser adorado por el hecho de haber sido instituido para ser comido”, relacionando así además celebración (“ser comido”) con su prolongación (“ser adorado”) –si bien la misma celebración de la misa y la comunión es ya adoración-. El documento se remite a la sesión XIII del Concilio de Trento en su Decreto sobre la Eucaristía:
Y la objeción de que al ser instituido para ser comido convertiría en absurda su adoración, sobre todo, extra missam, Benedicto XVI últimamente ha argumentado así: