El don y la virtud de la humildad
La humildad es madre de todas las virtudes, así como la soberbia es la madre de todos los pecados y vicios. La experiencia espiritual y la tradición mística así lo atestiguan. El cimiento sólido para todo el edificio cristiano, para edificar una personalidad cristiana es la humildad. Sin ella, nada hay válido, ni duradero.
Situémonos con dos textos del gran san Agustín:
La autosatisfacción de lo ya alcanzado, sin deseos de mayor santidad y mayor perfección, es la soberbia espiritual, la parálisis del alma. Sólo quien de verdad anhela ardientemente la santidad está en camino, en continuo progreso. Sabe que necesita más. Nada, excepto el corazón, garantiza la santidad: ni los hábitos, ni los muros del Monasterio, ni la propia consagración aseguran la santidad, ni la pertenencia a un determinado Movimiento, grupo, comunidad o asociación. Todo lo anterior será una ayuda, pero no garantiza per se la santidad. Hay que convertirse al Señor. Hay que avanzar. Hay que dejar obrar a la Gracia.
Se trata hoy de considerar la virtud de la humildad, ponderarla, desearla, examinarnos en humildad y ver cómo adquirirla y cómo corregirse. Pero sin fingimiento, sin falsas humildades, sin excusarse, ni mirar los defectos de los demás; no disculparse pensando "si tuviéramos esto...", "si pasara aquello...", porque Dios da gracia suficiente, y da los medios necesarios en los momentos oportunos.
Se trata hoy de humillarse, abrir la conciencia a la verdad de Cristo y trazar una seria disciplina espiritual para vencer la soberbia y convertirse al Señor, el Verdadero Humilde. Al Humilde, por intercesión de la Virgen, llena de gracia, pedir la gracia de la humildad.