Lunes, 29 de abril de 2024

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Dignidades paralelas (II)

por Catolicismo para agnósticos

 La cuestión es sencilla: ¿Quién le dijo al trabajador que el trabajo dignifica? ¡Quién iba a ser, sino el patrón! ¿Y qué tal le fue al inventor de ese nuevo valor? Inmejorable. Esa máxima cambió el concepto de trabajo, tanto para el patrón como para el obrero. Como el trabajo llevaba incorporada la dignidad en sí mismo, nada importó cargarlo con unas dosis de “dignidad” que sólo en la esclavitud más abyecta había conocido. La primera dosis de la nueva dignidad del trabajo, fue vitriolo puro. Ni siquiera los niños se libraron de este empeño dignificador. A los tres años empezaban ya a arrastrarse entre los telares para anudar los hilos que se rompían. Era un trabajo a su medida. Cuestión de dignidad. Al fin y al cabo, toda la familia vivía en la misma fábrica para que no hubiera distinción entre vida y trabajo. A la dignidad no se le podía poner coto ni darle descanso. Fue el primer gran impulso de “dignificación” del trabajo, tan pronto como se le descubrió esta excelsa cualidad.

Luego, como había ocurrido también con la esclavitud y con la servidumbre, se fueron relajando las costumbres y el rigor inicial, hasta quedar irreconocible aquella prístina nobleza. Si el trabajo dignifica, mucho más dignificab 16 horas diarias, que tan sólo 8; más 6 días a la semana, que sólo 5; más desde la niñez, que desde la madurez; y más hasta la muerte, que sólo hasta la jubilación. Si es por dignidad, cuanta más, mejor.

¿Y quién era el dador de la dignidad? Pues el mismo dador del trabajo. Así tuvimos las grandes masas de hambrientos pidiéndole, rogándole, exigiéndole al patrón su ración de dignidad; y a éste poniéndosela cada vez más cara, casi inaccesible. Por un mendrugo de pan llegó a poner el trabajador toda su dignidad al servicio del patrón. Y éste, ufano de comprarla cada vez más barata.

Tanto trabajo, tanto sufrimiento, tanta humillación, tanta resignación, tanta penuria, hubieran quebrado al trabajador, si no lo hubiese sostenido el fuego de la dignidad que le confería el trabajo. Cada vez que le flaqueaban las fuerzas, ahí estaba ante sus ojos el gran dogma que impulsaba su vida: EL TRABAJO DIGNIFICA.

Y el resultado está a la vista: enormes masas humanas compitiendo entre sí por un puesto de trabajo, por calentarse al sol de su dignidad. Y cuanto mayor es el número de los que sufren la indignidad del paro, mayor es la presión sobre los bienaventurados que gozan de la plenitud de esa dignidad. Éstos han de renunciar cada vez a más grados de bienestar para no dejar tirados en las tinieblas de la indignidad a sus compatriotas (¿compatriotas he dicho? ¡Vade retro!).

Los anticuados dueños de esclavos no tuvieron a nadie que les revelase la gran noticia de la modernidad, el esplendoroso dogma liberal del Evangelio del Progreso, que reza: EL TRABAJO DIGNIFICA. Vivieron durante milenios en las tinieblas de la ignorancia, convencidos de que el trabajo era la peor humillación de sus esclavos: era la sustancia de la esclavitud. Por eso, salvo excepciones, no quisieron cebarse en ellos; por eso fueron cada vez más benignos y menos exigentes con ellos. Por eso la humanidad llegó con 2.000 años de retraso al progreso que la empujó a un crecimiento que jamás conocieron los siglos: se perdieron la oportunidad de multiplicar a cada esclavo por cuatro, obteniendo así de él un rendimiento cuadruplicado en trabajo. Todo el secreto estaba en una sola idea, la más luminosa que pasó jamás por mente humana: EL TRABAJO DIGNIFICA.

Por eso, porque hemos de dignificarnos todo lo posible, consumimos desaforadamente para no dejar de trabajar; y por eso, para que no decaiga el consumo y no disminuya el trabajo y la altísima dignidad que lleva aparejada, nos han inventado la obsolescencia. Y por lo mismo, los políticos se entregan a una auténtica orgía de gasto hasta acabar con todos los recursos; y cuando han vaciado la caja, se lanzan furiosos a la deuda; porque sólo el gasto y el consumo son capaces de generar trabajo y trabajo y más trabajo. Si se hacen agujeros, habrá que taparlos: y eso, aunque sea hambre para hoy, es trabajo para mañana. ¡Es la mayor dignidad humana!

Y como el trabajo dignifica, las fuerzas del progreso estaban obligadas a dignificar  también a la mujer mediante el trabajo (dos esclavos por casa, en vez de uno). De este modo, la mujer llegaba a la apoteosis de la dignidad: la del servicio laboral y la del servicio sexual (aliviado éste  por la liberación de las cargas domésticas, convertidas en nueva fuente de trabajo y dignidad para otras mujeres, pero no en sus casas, sino en la calle). El oficio de madre, empresarializado. ¡Medalla al mérito antropológico!

He ahí cómo los mercaderes superaron el enorme esfuerzo de DIGNIFICACIÓN DEL ESCLAVO realizado por el cristianismo. Perdón, ¿dignificación de la esclavitud o de los esclavos?

Ahí está en efecto la abismal diferencia entre la revolución cristiana y la neopagana revolución francesa: el cristianismo dignificó al esclavo, condenando la esclavitud. La revolución francesa DIGNIFICÓ LA ESCLAVITUD, para explotar más intensamente al esclavo.

¿Y qué hay de la dignificación de la esclavitud específica de la mujer? Aquí el progreso ha emulado al conseguido en la dignificación del trabajo. Lo que antaño fue evidente e ignominiosa expresión de la esclavitud sexual de la mujer, hoy es su más excelso timbre de gloria. Recordad cómo se llamaba a la que se ponía a disposición de cualquiera. Y recordad, de paso, que fue en la esclavitud donde se instituyó ese régimen sexual. Pues hoy eso mismo es el mayor signo de liberación sexual.

Recordad asimismo que era precisamente ese régimen el ámbito natural del aborto. Pues resulta que hoy toda mujer, por el hecho de ser mujer, ha sido incluida por ley en ese ámbito. Y el ejercicio de ese nuevo y envenenado privilegio de género que llaman, por ser exclusivo de la mujer, no sólo no la humilla ni degrada, sino que la dignifica: es su máxima expresión de libertad sexual. Es su mayor timbre de gloria. “Yo también he abortado”, lucen orgullosas las nuevas liberadas sexuales. Ellas también han ejercido la máxima libertad sexual de la mujer, han saboreado las mieles de su mayor privilegio en el ámbito de la sociedad. Ellas también han matado a sus hijos en su vientre. Porque eran suyos; porque sobre su vientre mandan ellas y pueden hacer lo que les dé la gana: ¡es la nueva libertad que le ha regalado a la mujer el feminismo!

¡Qué bellas son las mentiras, y cuán bien pasan gaznate abajo! Del mismo modo que la revolución francesa, bajo el santo y seña de la libertad y del liberalismo, apretó aún más las cadenas de la esclavitud como jamás antes en la historia de la humanidad (¿cómo se iba a dudar de las nobles intenciones y acciones envueltas bajo esa gloriosa bandera?) de forma semejante el feminismo emprendió la liquidación de la mujer bajo ese excelso nombre. ¿Quién se atreverá a sospechar siquiera que el máximo objetivo del feminismo sea acabar con la feminidad, del mismo modo que el sueño dorado del liberalismo fue acabar con la libertad?

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