Lunes, 29 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Dignidades paralelas

por Catolicismo para agnósticos

Desde que se instituyó la esclavitud, se repartió ésta por sexos: la forma diferencial de esclavitud del hombre fue el trabajo, y la de la mujer el sexo. Éste era sólo sexo para las mujeres destinadas a la explotación sexual; para las demás, era todo un pack en el que iban incluidos los hijos y la casa.

Cuando la Ilustración implantó la singular idea del liberalismo, su primera gran empresa de adoctrinamiento fue convencer a los trabajadores de que EL TRABAJO DIGNIFICA. ¿Cómo, si no, iban a trabajar con entusiasmo los que sabían y sentían que el trabajo era la condena de los siervos y de los esclavos? Éste fue el primer gran fraude del liberalismo recién nacido.

Y hoy que la religión del Estado ha decidido poner al alcance de sus ciudadanos varones la mayor disponibilidad de sexo que jamás conocieron los siglos, ha emprendido una campaña universal de adoctrinamiento de las mujeres ya desde la infancia, cuyo gran lema y dogma es: MUJER, EL SEXO TE DIGNIFICA.

He aquí dos hechos relevantes que dan mucho que pensar. Parecen no tener relación alguna; pero a la luz de la historia de la esclavitud, adquieren una especial dimensión; y por supuesto, una evidente relación.

Se trata de las dos formas específicas de esclavitud por sexos: la del trabajo para el hombre, y la del sexo para la mujer. La esclavitud específica del hombre desemboca en el trabajo; mientras que la específica de la mujer se centra en el sexo. La notable diferencia de pulsiones y ritmos sexuales entre el hombre y la mujer ha configurado un ‘mercado del sexo’ (con enormes transacciones económicas y sociales), en el que la ‘oferta’ la constituye la mujer, no en beneficio suyo sino en beneficio del hombre. Éste en cambio tiene el trabajo como especificidad de su esclavitud y de su explotación (la prostitución masculina es anecdótica; y quien la paga es también el hombre).

Igual que la indignidad del esclavo residió siempre en el trabajo (obviamente impuesto), también la indignidad de la mujer residió y reside en el SEXO IMPUESTO. Y de igual modo que se liberó al hombre de la indignidad del trabajo DECLARÁNDOLO DIGNO (y pagándole por él tras vincularlo a su subsistencia),así también la revolución feminista decidió que la manera de liberarse la mujer de la humillación y de la indignidad del sexo impuesto, no pasa por liberarla de esa carga, sino por DIGNIFICARLA, haciéndosela asumir VOLUNTARIAMENTE; y como en el trabajo, cuanto mayor la abundancia de sexo, tanto mayor la DIGNIDAD DE LA MUJER. Y si la espontaneidad no la lleva por esos caminos, es que está enferma: ha de acudir al sexólogo, al psicólogo o al psiquiatra.

Con una notabilísima diferencia: y es que al contrario de lo que ocurre con el trabajo tras su dignificación, que se considera tanto más incrementada cuanto más se paga por él, tras la declaración de la altísima dignidad del sexo, a la generosa y desbordada prestación sexual de la mujer no se le ha asignado la correlativa retribución (al menos no abiertamente), quedando ésta como prerrogativa exclusiva del “trabajo sexual” ejercido por las que ejercen expresamente de “trabajadoras sexuales”.

Es aquí donde toca advertir que cualquier actividad, hasta la más espontánea y deseada, puede ser convertida (pervertida más bien) en trabajo. Para ello no se precisa otra cosa que realizarla en interés y a beneficio de un tercero que te la impone, condicionando a ella tu subsistencia.

Es evidente por tanto que en el reino de la libertad puede estar uno sumamente activo y hasta sudar la gota gorda; pero eso no es trabajo, porque la motivación viene de uno mismo, y no de alguien que ha encontrado la manera de lucrarse de tu actividad y en consecuencia ha decidido ponerle precio y pagarte por ella. Claro que tenemos un alma ya tan entregada a la esclavitud, que solemos incurrir en la contradicción de llamarla ‘trabajo gratuito’. Eso les va de maravilla a los explotadores de la actividad ajena hecha trabajo: porque de este modo consiguen que la libertad nos resulte amarga.

El sistema de explotación nos ha tendido una trampa mortal y hemos caído de bruces en ella: han invadido totalmente nuestra vida, sometiéndola toda ella a remuneración (fruto envenenado) y convirtiéndola en trabajo, es decir finalmente en esclavitud.

La esclavización de la mujer englobó la casa y los niños en el paquete de la servidumbre sexual: quedarse en casa, al fin y al cabo es una forma de trabajo, sumamente atenuada en comparación con el durísimo de los hombres-esclavos destinados al trabajo agrícola y al industrial-minero. A ese trabajo de la mujer cuando se hace por cuenta ajena, en régimen laboral por tanto, lo llamamos “servicio doméstico”. Observemos que cuando es por cuenta propia, es decir cuando una mujer lleva su casa en régimen de libertad, se llama “ama de casa”, es decir “dueña y señora”.

Observemos además que cuando este ‘trabajo’ sui géneris de la mujer se hacía para terceros, exceptuando de él el lecho, era una especie de au pair, en el que a la mujer se la llamaba ‘criada’ (porque se la criaba en casa: incorporada a la familia, se le daba manutención y crianza-educación-formación), más algo de dinero de bolsillo. Luego la modernidad laboral llamó ‘servicio doméstico’ a esta forma de vida, y ‘empleadas de hogar’ a las mujeres que ‘trabajaban’ en este sector que tanto ha costado homologar al trabajo: costó porque realmente era difícil, ya que siendo lo que era el trabajo del varón, a nadie se le ocurría conceptuar eso como trabajo.

Y hablando de dignidad, es evidente que el ‘trabajo doméstico’ (suave por definición) no dignificaba al hombre pero sí a la mujer. Y la plena dignidad de ese quehacer la alcanzaba ésta cuando por el matrimonio se convertía en ‘ama de casa’. No es en absoluto casualidad que al matrimonio se le llame también ‘casamiento’ y que de ahí naciese el refrán que dice: ‘la casada, casa quiere’. Y observemos una vez más la marca de género que tanto preocupa hoy: no es el casado el que casa quiere, sino la casada.

Es que en menos de un siglo le hemos cambiado el contenido a la palabra ‘trabajo’. Esa categoría estaba reservada al trabajo duro. Por eso las madres (sobre todo ellas, que sufrían viendo la dureza del trabajo de sus maridos) ahorraban y se sacrificaban para darles estudios a sus hijos, porque ‘no querían que trabajasen’. Efectivamente, una cosa eran los ‘trabajadores’ de pico y pala, o de azada y hoz, o de martillo y yunque, y otra muy distinta los ‘empleados’ y los funcionarios. Ni se consideraba que ‘trabajase’ la mujer en su hogar, ni se consideraba ‘trabajo’ el que hacía el empleado en la oficina, o el también empleado, pero de comercio, en la tienda, o el funcionario. Todos éstos eran quehaceres mucho más dignos y más llevaderos que el ‘trabajo’. En otro momento me ocuparé de la diferencia sustancial, ya olvidada, entre trabajo y servicio. Eso viene del empeño en llamar a todo ‘trabajo’ desde que éste se dignificó. Tanto, que nuestro anterior jefe del Estado presumía de ser el primer trabajador de España. Y lucía la cartilla número 1 de la Seguridad Social que él instituyó.

Y puesto que de dignidades hablamos, no olvidemos que la mujer se dignificaba por su casa. La  menos afortunada en recursos, presumía de tenerla limpia como los chorros del oro, de llevar la economía sabiamente haciendo de cuatro pesetas un duro y de llevar a los hijos como pinceles. “Llevar la casa” era todo un arte.  

Y luego vino eso de “liberar” a la mujer mandándola a trabajar a la calle. ¿Que de ese modo cobraba? ¡Solemne tontería! El problema estaba magníficamente resuelto con la institución de los bienes gananciales. Por derecho de matrimonio, el 50% de todo lo que se ingresaba en el matrimonio, era de la mujer. Cierto que ésta tenía que invertir íntegro su 50% en el sostenimiento de la familia, igual que invertía el marido el suyo. ¿O acaso ahora no tienen que seguir gastando él y ella el 100% de lo que cobran? ¿Dónde están la liberación y el adelanto? Una mejor gestión de los gananciales (todavía en pleno vigor) le hubiese proporcionado a la mujer una libertad mucho más auténtica y sólida que la ‘libertad’ que le ofrece el trabajar fuera de casa.

Pero, ¡hay que ver qué cosas tiene la modernidad!: la casa y los hijos quedan como la única porción indigna de la que en el régimen de esclavitud fue la servidumbre sexual, que hoy llamarían de género. El sometimiento sexual al hombre lo han resuelto con el desmadre. La fidelidad conyugal es una rémora del pasado; hoy la libertad consiste en prodigarse sexualmente: a cuantos más, mejor. Ésa es la singular “liberación sexual” de la mujer, a la que se considera tanto más libre, cuanto más corrida. Totalmente paralela a la liberación laboral del hombre, que cuanto más trabajado está, más digno es.

Y en cuanto a la casa y los hijos, éstos sí que se han convertido en las cadenas que ha de romper la mujer si quiere ser libre. ¡Y hasta qué extremos! Son su mayor fuente de indignidad y de humillación. Cuanto más se prodiga la mujer en sexo, más digna es; y cuanto más se dedica a la casa y a los hijos, más indigna. Es la mirífica filosofía con la que el feminismo se ha propuesto redimir a la mujer de su servidumbre multisecular.

Lo paradójico del asunto es que como la mujer, por igualarse con el hombre, quiere dignificarse también con el trabajo, pues va y se especializa en criar niños pequeños, pero no los suyos; en enseñar a los más crecidos y a los adolescentes, pero no los suyos; en cuidar enfermos y ancianos, pero no los suyos; en las tareas del hogar, pero no el suyo… Porque, he ahí la paradoja de esa extraña libertad: todo lo mismo, pero sin que intervengan para nada los lazos humanos que hacen las tareas más llevaderas y hasta gratificantes. ¡Todo fuera de su casa! Y para extraños: de este modo la propia casa, los propios hijos, los enfermos y los ancianos de la familia más próxima, se convierten en una carga absolutamente intolerable por esclavizadora; una carga que hay que echársela al Estado (¡de bienestar, dicen!). ¡Nos hemos cubierto de gloria!

Mujer -ha venido a decirle la nueva doctrina-, la familia te esclaviza: deshazte de la familia, libérate de ella; el sexo en cambio te dignifica: entrégate por tanto al sexo con todas tus fuerzas. Dignifícate por el sexo. Es aquí donde nos han traído el feminismo y la ideología de género.  

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