Martes, 30 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Sin señor no hay esclavo, y sin esclavo no hay señor

por Catolicismo para agnósticos

Cinco millones de parados camino de seis, ese numerosísimo ejército de trabajadores en busca de patrón (esclavos en busca de amo hubiésemos dicho siglos atrás) dejarán de ser un problema de desempleo para convertirse en un problema estructural irreversible, capaz de poner en crisis el actual modelo político-social. Eso ocurrió ya en la historia de nuestra civilización, cuando los dueños de esclavos, en plena decadencia, incapaces de ejercer de tales, empezaron a abandonarlos a su suerte. Fue el tiempo de la manumisión  masiva mediante el ritual más rápido: el de la adopción (interesantísima historia, digna de ser recordada, que coincide con el Padrenuestro y con el perdón de las deudas).

Si prescindimos de las diferencias de nomenclatura y nos limitamos a examinar lo que se ofrece a nuestros ojos, probablemente seamos incapaces de distinguir la decadencia romana de la nuestra: millones y millones de hombres y mujeres cuya razón de ser es el trabajo, sin que haya quien los emplee, porque es el sistema de los empleadores el que ha entrado en crisis. Una inmensa multitud de brazos caídos que nadie necesita. Una enorme riqueza baldía: capital humano que llaman. Es el resultado inevitable de haber construido la sociedad sobre el trabajo-para-otro, para crearle riqueza. Siendo así, es inevitable que crezca el trabajo al ritmo que crece la codicia del que se enriquece con él, y que decaiga cuando él decae o cuando se le desploma el mercado.  

Quizá precisamente por eso, desde los mismos cimientos de nuestra civilización, el trabajo es una maldición tanto en el sistema religioso Te ganarás el pan con el sudor de tu frente (Gén. 3, 19) como en el político-social: el trabajo estaba reservado únicamente a los esclavos. Todo el mundo era consciente de que el trabajo era una condena y como tal lo administraban. Mientras éstos tenían volcada su vida y su existencia en el trabajo (que para eso eran cautivados, comprados o criados), los libres se dedicaban al otium (ocio); y más que nada por distraerse y por no estar sin hacer nada, entretenían parte de su tiempo en el ne-g-otium, el no-ocio, del que procede el negocio. Por eso, cuando en el sistema religioso interviene Dios en el trabajo, es para ponerle freno mediante el sábado y mediante el jubileo (del que procede la jubilación). Y viendo que a pesar de eso la esclavitud no paraba de crecer, Dios se hace esclavo para redimir a los esclavos que, en ese momento de la historia, eran ya más de dos tercios de la población.

Vale la pena detenerse aquí un momento para constatar que el cristianismo incide con toda su fuerza en el problema antropológico de mayor trascendencia en los últimos milenios. Un problema que tiene su origen y su razón suficiente en el Neolítico, cuando el hombre aprende a domar la tierra para que le produzca fruto; los ríos para que se la abonen y se la rieguen; y los animales (especialmente hembras) para que le produzcan crías con que alimentarse. Es en este contexto donde la explotación del hombre por el hombre encaja como una pieza más de todo el sistema. Es el fuerte dominando al débil, que eventualmente es el vecino y rival (cuando no, el vecino y amigo), sometido por el más fuerte (o el más listo donde Hacienda somos todos) y condenado a trabajar para él y a servirle.

Y es esa misma inclinación la que hace que dentro del mismo grupo social, las mujeres y los niños corran una suerte muy parecida a la de los esclavos y esclavas. Ciertamente el hombre pasa de vivir sometido a la naturaleza como las demás especies, que así es como vivía en el Paleolítico, a un sistema de vida en que su mayor afán es someter a la naturaleza y a todo lo que se le ponga por delante. Y eso es, en fin de cuentas, trabajo. Ha inventado el trabajo (el más duro, el agrícola) y procura descargarse de él cargándoselo a otros animales (el toro castrado) y a sus congéneres esclavizados (en origen, también castrados, que eso significaba “esclavo”). Es la característica dominante del Neolítico. El eufemismo del invento de la agricultura y la ganadería se resume en el invento del trabajo, impuesto por los fuertes (los señores) a los débiles (los esclavos) y a las bestias esclavizadas.

Es importante observar aquí que ya no estamos en un régimen de subsistencia (no al menos el dueño de tierras, animales y hombres), sino en un régimen de enriquecimiento creciente y sin freno. Si las tierras, los rebaños (del ganado menor, el de pécoras, salió la pecunia; y de las cabezas de ganado mayor, el capital) y los esclavos eran riqueza y en su propia razón de ser estaba el crecimiento, es obvio que quienes se enriquecían con estos tres productos, mirasen con afán por su crecimiento. Por eso los esclavos, siendo como eran la riqueza más útil y valiosa, crecían al mismo ritmo que crecía la riqueza, y decrecían con el decrecimiento de ésta. ¿Algo que no encaje? La naturaleza de las cosas no la muda el cambio de nomenclatura. Por eso, hagámonos mirar qué tienen que ver el incremento de la riqueza y el incremento de la población, que es quien la produce. Recordemos a los negreros: ¿qué hacían sino incrementar la población laboral de los países prósperos? ¿Y los inmigrantes no son otra forma de lo mismo? Quiero decir que no podemos despotricar contra el incremento de la población al tiempo que hacemos crecer la riqueza. El crecimiento de una lleva al crecimiento de la otra.

Es importante que observemos también un elemento esencial de análisis: hablamos de riqueza cuando nos referimos al amo y de subsistencia cuando nos referimos al esclavo. De subsistencia también cuando antes de inventarse el primer trabajo (la agricultura), no estaba bifurcada la especie en amos y esclavos, sino que todos eran iguales. Pero he ahí que la economía de subsistencia, la que desprecia la riqueza, tiene muy mala prensa.   

Otro gran factor a valorar en este régimen es que quien quiere tener plantas cautivas que produzcan sus frutos para él; animales cautivos de carne, leche y lana que fructifiquen para él; y animales de labor que trabajen y produzcan para él; y hombres cautivos que trabajen y produzcan para él y le sirvan, se obliga a proveer a la manutención de toda su riqueza cautiva: ha de labrar la tierra, sembrar y regar las plantas, y luego cosechar y almacenar los frutos; ha de alimentar y abrevar al ganado; alimentar, vestir y cobijar a los esclavos. Un gran trabajo de manutención. En todos los casos, la subsistencia viene de la mano del señor. Y, por cierto, bien poco han variado los índices de explotación: la parte del señor (riqueza) eran dos tercios, y la destinada a manutención un tercio. Hoy, con tantos niveles de explotación (el político, el laboral y el financiero), ha aumentado la cuota de los señores y ha descendido la del esclavo (llamado hoy trabajador).

Más vale que entendamos así al hombre, y que antes de montar grandes tesis en el aire sobre nuestra libertad (en términos políticos, sociales y económicos) identifiquemos en nuestra sociedad actual, aunque con nombres y modos distintos, la original división del hombre entre los que dedican su vida a la creación de riqueza y los que la dedican a la subsistencia. La barrera entre unos y otros es ciertamente permeable, pero ahí está.

Si el antropólogo examina este fenómeno con objetividad, cuando se detenga ante el otro gran fenómeno humano que es el cultivo del espíritu, entenderá perfectamente que en su construcción espiritual, el hombre afronte su máximo problema constitutivo y busque la respuesta en el cielo del espíritu, igual que para orientarse en la tierra ha buscado siempre caminos y señales escrutando las estrellas. ¡Y acertando!

Por eso no ha de sorprenderle al antropólogo que en la primera alianza de Dios con el hombre y del hombre con Dios, éste sea Señor: para debilitar así la fuerza y la autoridad del señor de la tierra, aliviando de este modo al esclavo de la dureza de su esclavitud. Y supongo que entenderá que también por eso, habiéndose recrudecido la dominación a través del trabajo, los que en este mundo están empeñados en ejercer de señores tengan a Dios como su peor enemigo, porque constituye para ellos el máximo estorbo en el camino de la esclavización y de la alienación. Totalmente incompatible, el Dios-Señor, con la exaltación y la divinización del trabajo (¡que dignifica, dicen!) y de la riqueza.

Y he aquí que cuando este sistema de dominación se debilita o degenera y es incapaz de sostener la máquina de trabajo que inventó y construyó, se encuentra con un montón de chatarra con la que no sabe qué hacer. Sí, sí, chatarra. Es que resulta que los romanos, ¡qué originalidad!, distinguían tres clases de herramientas de labor agrícola, según que esas herramientas hablasen o no. Así, los aperos de labranza eran “instrumentum mutum” (instrumento mudo); los animales eran para ellos “instrumentum semivocale” (instrumento semivocal, es decir “con voz a medias”); y a los esclavos los llamaban “instrumentum vocale” (instrumento vocal, con voz, es decir con habla). Instrumentos, ya ven, nada más que instrumentos. Y cuando se deterioraban, envejecían o no les servían, chatarra. 

Por eso, cuando veo que entra en crisis nuestro sistema de trabajo (en el que vivimos para trabajar, igualito que los esclavos, en vez de trabajar para vivir), caigo en la cuenta de su enorme fragilidad y veo cómo se tambalea todo el sistema neoesclavista en que nos hemos instalado. Un sistema que nos hace trabajar como nunca se ha trabajado: sometidos a trabajos absurdos (¡ah, la obsolescencia, el despilfarro, la moda, el usar y tirar, más los impuestos y los intereses!) bajo enorme presión. Y no es la necesidad del producto o del servicio lo que nos fuerza a trabajar, sino la ambición de los que se llevan el 70%, que ejerce una tremenda presión sobre los que se llevan el 30: con lo que trabajan éstos en exceso, amasan aquéllos su riqueza y su poder también en exceso, hasta que revientan. No es nada extraño que quienes ejercen de señores quieran eliminar a Dios del sistema: porque sin Dios viven mucho mejor. Pero no está tan claro que acepten eliminarlo quienes ejercen de esclavos, por más que los señores tengan en sus manos las factorías de domesticación y amaestramiento. ¡Y presumiendo de libertad!

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