Santos Niños Mártires de Nagasaki. 5 y 6 de febrero.

A finales del siglo XVI, comenzaron las persecusiones en un Japón recientemente evangelixado por los jesuitas y luego por los dominicos, franciscanos y agustinos. En principio, los misioneros y la religión cristiana fueron aceptados y tolerados, pero diversas causas provocaron el odio y, más aún, el miedo a la fe de Cristo y a una supuesta “occidentalización” del país. Las causas de las persecuciones fueron varias: delaciones y calumnias entre ingleses, holandeses, portugueses y españoles. Sospechar de los misioneros como intrigantes, espías, y en definitiva, una avanzadilla para que los occidentales pudieran hacerse con Japón. El odio de los bonzos budistas, que veían las numerosas conversiones de los japoneses como una amenaza para su fe. Misioneros mártires fueron 149:  55 jesuitas, 38 dominicos, 36 franciscanos y 20 agustinos. Y más de 35.000 seglares, muchos asociados a estas órdenes, como terciarios, congregantes marianos, postulantes, colaboradores o catequistas. Gente de todos los estratos sociales, edades y sexos. Desde ancianos que casi no podían andar, hasta infantes que aún no andaban. Muchos datos aportan las “Cartas Annua”, que los jesuitas Cristóbal Ferreira, Mateo de Couros, Bautista Porro, enviaban a sus superiores en Roma. O el testimonio ocular de Fray Marcelo de Ribadeneira, que se libró del martirio y es quien tomó nota de todo, y narró los martirios de varios de estos cristianos.

De todos estos mártires, entresaco el testimonio de tres niños mártires de Nagasaki, de los que poco se habla. Siendo apresados los franciscanos San Pedro Bautista y compañeros y los jesuitas San Pablo Miki y compañeros (5 y 6 de febrero), el 1 de enero de 1597 fueron juntados estos 26 mártires en Meako. Durante las cien leguas de camino que hicieron hasta el lugar del suplicio, tres niños llamaban la atención de todos por su alegría e inocencia, llegando incluso muchos paganos a interceder por ellos, para librarlos de la muerte, pero siempre se negaron, inflexibles en su deseo de morir antes que apostatar. Este día 1 de enero se les leyó la sentencia de castigo por ser cristianos y negarse a abandonar el país y continuar predicando la fe extranjera. El 3 de enero fueron sacados a la plaza pública y se les cortó la oreja izquierda (la amputación natural era en Oriente un signo de desprecio, humillación, y, la provocada pues perseguía lo mismo, en definitiva, reducir a nada a la persona). Mientras, los santos continuaban exhortando al pueblo a permanecer fieles en la fe. Y el más bello testimonio de esta fe, lo dieron nuestros tres niños:

Santo Tomas Caxaqui.
Era hijo del mártir San Miguel Caxaqui (5 y 6 de febrero), natural de Isce, aunque Tomás nació en Meako y, como ya sus padres eran cristianos, fue bautizado apenas nacer. Desde niño aprendió el catecismo, que su padre le enseñaba mientras trabajaban juntos en la confección de arcos y flechas, oficio ancestral de la familia. Juntos ayudaron en la construcción del convento franciscano de Meako, donde fue acólito de San Pedro Bautista. Fray Marcelo de Ribadeneira, viendo las dotes del niño para el aprendizaje, se dedicó a enseñarle las letras, el latín y la religión. Aprendía con gran facilidad y de memoria lo que se le enseñaba, llegando a conocer casi todos los salmos y himnos de la liturgia. Era un niño callado, piadoso y con un gran celo por la fe, llegando a predicarles a vecinos que aún no eran cristianos. Ayunaba todos los días mandados por la Iglesia, además de las Cuaresmas de San Francisco, por devoción al santo. Así, vivía una sólida vida cristiana que lo preparó al martirio, a los 13 años.

Apresados, castigados y mutilados como los adultos, los niños Tomás y Antonio, dirigiéndose al verdugo, le increparon: “corta, corta más si quieres, y hártate bien de sangre de cristianos”, y comenzaron a entonar el “O Gloriosa Domina”. Finalmente fueron crucificados y atravesados con dos lanzas, como los religiosos.

Antes, mientras lo conducían a Nagasaki, su particular monte Calvario, Tomás había escrito a su madre:

Con la gracia del Señor escribiré esta carta. En la sentencia está escrito que seamos crucificados en Nagasaki, juntamente con los Padres, que por todos somos veinticuatro. De mí, y de Miguel mi padre, no tengais pena ninguna, porque allá os esperamos en el Paraíso. Y aunque en la hora de vuestra muerte no tengáis Padre con quien os confeséis, tened grande arrepentimiento de vuestros pecados, con mucha devoción. Y considerad los muchos beneficios que recibisteis de Jesucristo Nuestro Señor. Y porque las cosas del mundo luego se acaban, aunque vengáis á ser pobre y mendigar, procurad de no perder la gloria del Paraíso. Y sufrid con mucha paciencia y amor cualesquier cosas que los hombres dijeren contra vos. Y mirad que es muy necesario que Mancio y Felipe, mis hermanos, no vayan a las manos de gentiles. Yo os encomiendo á Dios, y lo mismo pido, y que me encomendéis todos á su Divina Majestad: os vuelvo á encomendar, que es cosa muy necesaria, que tengáis siempre arrepentimiento de vuestros pecados, porque Adán (segun oí decir á los Padres) se salvó por la contrición que de los suyos tuvo, y así seréis vos justificado por la de los vuestros, cuando no haya Padre con quien confesaros. Dios sea con vos”.

San Luis Barike.

Era sobrino de los también mártires Santos Pablo Barique y Leon Garazuma (5 y 6 de febrero), y aunque era originario del mismo Meako, vivia en Firando, adonde se habían trasladado sus padres. El niño aún no era cristiano cuando su tío León, en una visita a sus padres, se lo llevó con él para educarle y enseñarle la fe cristiana. Finalmente se convirtió al cristianismo y fue bautizado. León y Pablo, para mejor educarle, lo confiaron a los franciscanos de Santa María de la Porciúncula de Meako, donde el niño fue acólito, junto a Tomás. Pero no se le daban bien estos oficios y lo enviaron a la cocina, como ayudante del fraile cocinero. Le encargaron confeccionar y llevar la comida a los enfermos del convento y el hospital de leprosos que asistían los frailes. En este oficio destacó por su gran caridad, paciencia y amabilidad con que los ayudaba a incorporarse y comer. Muchas veces se excedió en sus funciones, quedándose en el hospital hasta que arropaba a los enfermos para que durmieran bien. Era el preferido de los frailes para acompañarlos en sus viajes misioneros o limosneros, por la disponibilidad, constancia y alegría del niño, que les hacía los viajes más fáciles. San Francisco Blanco (5 y 6 de febrero), en una carta que escribe mientras van apresados y camino del martirio en Nagasaki, dice “aquí va Luisillo con tanto esfuerzo y ánimo, que pone admiración a todos”. No tenía aún los doce años.

Como decía antes, en el camino los niños fueron compadecidos por los paganos. En especial Luis, que lo fue de un noble de Karazu, el cual le ofreció salvarlo y ponerlo a su servicio como lacayo, si dejaba la religión cristiana, que le traería la muerte. Luis le contestó: “Mejor sería que tú te hagas cristiano para ganar el paraíso, adonde yo voy a ir en seguida”. Lo mismo pasó en Nangoya, donde el juez se prendó de él y le insistió para que abandonara su empeño, y Luis le respondió “no lo haría ni aunque me lo ordenara Fray Pedro Bautista”.
Cuando le cortaron la oreja, al caer esta al suelo, la tomó, la mostró al verdugo y le dijo: “me parece poco”. Y añade el testimonio de Ribadeneira: “tan luego como Luis llegó al Calvario y supo cuál era su cruz, se abrazó a ella, y rebosando su dulce e infantil rostro la más pura alegría, entregó su inocente alma al Supremo Hacedor”.

San Antonio Da
Antonio era oriundo de Nagasaki, hijo de un chino y una japonesa, ambos cristianos. El padre era carpintero y en este oficio se preparó Antonio, a la par que estudiaba con los jesuitas de Nagasaki, donde aprendió a leer y escribir con rapidez, mostrando aplicación, memoria y facilidad de aprendizaje. Fray Jerónimo de Jesús, Padre Guardián del convento franciscano de Osaka le interesó en ser religioso franciscano, por lo que el niño se trasladó a esta ciudad y aplicó en el estudio y la perfección cristiana. San Martín de la Ascensión (5 y 6 de febrero) y San Francisco Blanco le tuvieron mucho cariño y, aun siendo tan niño, tenían grandes esperanzas de que fuera un buen religioso. Al llegar la persecución de Taikosama, y entrar los soldados por la fuerza al convento, Antonio no solo no huyó, habiendo podido hacerlo, porque los guardias no hicieron caso de él, pero su fe cristiana y su amor a los que consideraba sus superiores, hizo que  Antonio, como Luis y Tomás, consideraran la mayor dicha el seguirlos al martirio.

Si los otros niños tuvieron pruebas, Antonio la tuvo mayor aún, pues sus padres, aun siendo cristianos, fueron adonde el gobernador de Nagasaki pidiendo por la vida de su hijo, mientras enviaban a amigos y conocidos, hicieran desistir a Antonio (y a los otros niños) por el camino a Nagasaki. Negándose Antonio insistentemente, confiaron los padres en convencerle ellos mismos, para lo cual lo esperaron en Nagasaki. Al llegar allí, fueron sus padres a Antonio, e inundados en lágrimas intentaban convencerle de su decisión. Palabras dulces, ruegos, súplicas, promesas… nada hizo desistir a Antonio de su voluntad de padecer por Cristo. Más aún, les animó a dar testimonio, al decirles: “Tengo la confianza de que Dios me sacará vencedor en esta lucha. No expongáis, pues, nuestra santa fe a la burla y menosprecio de los paganos: yo estoy firmemente resuelto a verter mi sangre por el triunfo de la fe cristiana”.

El juez, al ver el dolor de los padres dijo a Antonio: “Tus padres son pobres, pero yo soy rico; los socorreré, y a ti te llevaré a mi casa, donde serás tratado como un hijo. Y te prometo conseguir del Emperador grandes consideraciones y grandes riquezas para ti”. Antonio, luego de reflexionar, contestó al juez: “¿Podrían alcanzar el perdón y esos favores el padre Pedro [San Pedro Bautista] y todos los demás, si yo accediera?” “De ningún modo” - contestó el juez - “la concesión es a ti solamente”. “Por mí solo” - dijo el niño “desprecio tus promesas: la cruz en que voy a morir por amor de Jesús, es mi mayor bien”. Se quitó el abrigo, lo entregó a sus padres diciéndoles: “Guardad eso en memoria mía, y yo pediré a Dios en el cielo por vosotros”. Les dio la espalda y con paso firme se acercó a su cruz, colocada junto a la de San Pedro Bautista, besó la mano a este, y se entregó a los soldados para que le colocaran en la cruz. Sus padres, desmayados de dolor, fueron alejados por algunos asistentes. Antonio entonó el “Laudate, pueri, Dominum”, y enseguida murió.

La memoria de estos mártires las señala el martirologio romano a 5 de febrero, pero la celebración litúrgica se traslada al día siguiente, por ser el 5 día de Santa Águeda, de mayor rango, litúrgicamente hablando, que estos mártires. Tiene privilegio el mártir San Felipe de Jesús en México, donde se le celebra a día 5, siendo Santa Águeda la trasladada al 6.


Fuentes:
-“Vidas de los mártires del Japón”. EUSTAQUIO MARÍA DE NENCLARES. Madrid, 1862.
http://www.libroscatolicos.org/libros/mariaysantos/mnagasaki.pdf