Desde sus orígenes la Iglesia ha impuesto penas a aquellas personas cuya acción produjera algún daño. Estas conductas que son contrarias a la justicia y obstaculizan la misión santificadora de la Iglesia son consideradas como un delito canónico. Andrés Jaromezuk ha escrito en Catholic-link un artículo para ayudar a conocer un poco más la forma en que la Iglesia busca reparar los escándalos que pudieran ocurrir en su seno y a entender la finalidad de cada pena espiritual, en temas tan delicados como el abusos por parte de clérigos, al profanación de la Eucaristía, la violación del secreto de la confesión o la pertenencia a la masonería, entre otros.
 
Para sancionar las acciones delictivas, la Iglesia aplica una determinada pena que no es más que la privación de un bien espiritual o temporal en conformidad con su fin sobrenatural. Tiene a su disposición penas medicinales que tienen como castigo máximo la excomunión, y otras dos menores como la suspensión y el entredicho. Una persona excomulgada queda separada de la comunión eclesiástica, impedida de recibir los sacramentos y se le prohíbe desempeñar oficios, ministerios o cargos eclesiásticos. A diferencia de aquella pena, en el entredicho la persona no queda separada de la comunión con la Iglesia pero se le impide, por ejemplo, participar como ministro en la celebración de la Santa Misa y demás ceremonias de culto, celebrar los sacramentos y sacramentales y recibir los sacramentos. Por la suspensión (aplicable solo a un clérigo) se le imposibilita al sujeto desempeñar un oficio o ministerio sin privársele de la recepción de los sacramentos.
 
El Papa Francisco con la Rota Romana, el 21 enero de 2017

 
Existen además las penas expiatorias que buscan el bien espiritual, pero sobretodo, que se establezca justicia y se repare el escándalo. Entre estas medidas se incluyen la prohibición o mandato de residencia, la prohibición de ejercer actos del cargo o la expulsión del estado clerical. Finalmente pueden aplicarse remedios penales como la amonestación o la reprensión, o penitencias que pueden reemplazar o aumentar una pena. Ahora bien, ¿cuál es el objetivo al aplicar tales penas? Al respecto se destacan tres intenciones principales: una finalidad retributiva por la cual se devuelve al sujeto el daño que ha causado a la sociedad y la Iglesia, una finalidad de prevención general que a modo de advertencia evite futuros delitos, y una finalidad de prevención especial que busca la reconciliación del individuo con el cuerpo eclesiástico.
 
Cualquier acto de la Iglesia debe estar guiado por el principio de salvación de las almas. Ciertamente como fieles nos sentimos dolidos (e infinitamente más las víctimas) con los escándalos en que se ven involucrados miembros de la Iglesia y esperamos que aquellos que han cometido un delito reciban la pena más dura. Sin embargo, es importante entender que en todos los casos rigen las mismas premisas que para el derecho penal secular: la pena debe ser siempre proporcionada a la configuración concreta de cada delito, prestando atención a los elementos que agravan o atenúan la acción.


 

El canon 1367 del Código de derecho canónico, y el canon 1442 del Código de cánones de las iglesias orientales, sancionan con excomunión a quien arrojara por tierra las especies consagradas, o las llevara o retuviese consigo con una finalidad sacrílega. Por supuesto la pena vale para actos voluntarios cuya intención de mancillar al Santísimo Sacramento sea evidente y nunca es aplicable a errores o descuidos. Para las iglesias latinas, el delito conlleva la excomunión latae sententiae, es decir, en el acto, sin mediar proceso.
 
¿Por qué en este caso se impone la pena medicinal más grave? Pues porque en las especies consagradas están realmente presentes el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Cristo, y cualquier acto sacrílego se profiere contra Jesús mismo.




El sigilo sacramental es el nombre que se da al silencio que debe guardar el sacerdote que administra el sacramento de la confesión. Si un clérigo revela un pecado oído en confesión y la identidad del penitente, explícitamente o de manera que se lo pueda identificar, incurre en una violación directa del sigilo y es penado con excomunión latae sententiae. Si la violación es indirecta, o sea, que por la actuación del sacerdote pudiera deducirse el pecado e identificarse al penitente, se castigará en proporción a la gravedad.
 
¿Cuál es la razón de que se proteja la confesión bajo amenaza de una pena tan grave? La finalidad del sigilo se fundamenta en el derecho a la buena fama, a la protección de la propia intimidad, en el deber natural del secreto, y en la propia naturaleza y santidad del sacramento, en el que el sacerdote actúa en nombre de Cristo, no siendo por tanto propietario de lo que llega a conocer. Si cada sacerdote revelara lo que escucha en la confesión, las personas temerían confesarse por miedo a ver expuestos sus pecados y debilidades y se abstendrían de acudir al sacramento de la penitencia. El resultado sería la permanencia en pecado mortal. De allí lo gravoso de la violación del sigilo.




Quien atenta físicamente contra el Romano Pontífice, incurre en excomunión latae sententiae. De igual forma, quien hace lo mismo contra un obispo, incurre en entredicho latae sententiae, y si el agresor fuera clérigo también suspensión. Además, quien usa la violencia física contra otro clérigo o religioso, en desprecio de la fe, de la Iglesia, de la potestad eclesiástica o del ministerio, debe ser castigado con una pena justa.
 
¿Por qué existe una diferencia entre las penas? Claramente en orden al daño que producen al cuerpo de la Iglesia en función de su jerarquía.




Según el canon 1395 § 2 y las Modificaciones a las Normas de los Delitos más graves de 2010, el clérigo que cometa un delito contra el sexto mandamiento utilizando amenazas o violencia, o públicamente o con un menor de 18 años o con un uso imperfecto de la razón; será castigado con pena justa sin excluir la expulsión del estado clerical. Este delito gravísimo ha quedado reservado para la Congregación para la Doctrina de la Fe que llevará a cabo el proceso y determinará la pena correspondiente.
 
¿Por qué en este delito no se aplica la pena de excomunión? Quizás no haya una única respuesta, pero la cualidad de la pena no parecería ser adecuada. El objetivo de la excomunión, como todas las penas medicinales, es principalmente la enmienda del victimario, invitarlo al arrepentimiento y a reconciliarse con Dios. De nada sirve imponer una excomunión si el victimario ha reconocido su delito y se manifiesta arrepentido. No obstante, su gravísimo delito amerita una reparación proporcional al daño, de allí que las penas de expiación resulten más adecuadas.




Según el canon 1382, el obispo que confiere a alguien la consagración episcopal sin mandato pontificio, así como el que recibe de él la consagración, incurre en excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica. Por lo tanto, a ningún obispo le es lícito conferir ordenación episcopal sin que conste previamente una orden del Papa.
 
Pero, ¿por qué se necesita para ello una directiva del Sumo Pontífice? Porque Cristo dio a Pedro el primado sobre la Iglesia, de modo que el Colegio Episcopal (que reúne a los obispos y al Papa) siempre deben actuar en comunión y subordinación a él.




El canon 1398 del Código de Derecho Canónico de 1983, establece que quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae. Por aborto se entiende la muerte del feto procurada de cualquier modo y en cualquier tiempo desde el momento de la concepción, e involucra como sujeto del delito a todo el que interviene y cuya actuación es estrictamente necesaria para que el crimen se produzca. La gravedad de la pena está en absoluta consonancia con el respeto incondicional que la Iglesia tributa a la vida humana.
 
Desde el 21 de noviembre de 2016, a través de la Carta Apostólica “Misericordia et Misera”, el Papa Francisco ha concedido a todos los sacerdotes la facultad de absolver a quienes hayan procurado el pecado de aborto. Esta medida debe entenderse correctamente. De ninguna manera significa que este delito deje de estar penado con la excomunión, nada ha cambiado al respecto. Lo que sí ocurre es que, durante la confesión, si el sujeto se manifiesta arrepentido por el crimen que ha cometido, el sacerdote tiene la potestad de hacer cesar la pena.




“Quien se inscribe en una asociación que maquina contra la Iglesia debe ser castigado con una pena justa; quien promueve o dirige esa asociación, ha de ser castigado con entredicho”. Así hace referencia el Código de Derecho Canónico de 1983 en el canon 1374 al delito de inscribirse en el tipo de asociaciones descritas. Esta medida fue una modificación (y en otro sentido una ampliación) del delito de pertenencia a la masonería tipificado en 1917 y que conllevaba la excomunión. Si bien la pena canónica ha variado, la Iglesia mantiene su juicio negativo sobre las sociedades masónicas y prohíbe su adscripción.
 
Pero ¿por qué la Iglesia es tan categórica al condenar a estas asociaciones? Porque sus principios son inconciliables con la doctrina católica. No solo porque su conocido deísmo sea incompatible con la concepción católica de un Dios personal Uno y Trino sino porque a lo largo de la historia han promovido políticas concretas contra la Iglesia y su misión evangélica.




La herejía es la negación o duda pertinaz, después de recibir el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, la apostasía es el rechazo total de la fe cristiana, y el cisma es el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia. Los tres delitos son penados con excomunión latae sententiae, además de negárseles las exequias eclesiásticas.
 
Estos delitos reciben la pena medicinal máxima para prevenir la difusión de doctrinas contrarias al depósito de la fe custodiado por la Iglesia y que lleven a la confusión y al error a los fieles.