El 18 de julio, la Congregación vaticana para las Causas de los Santos promulgaba un decreto sobre Marcello Candia. En el documento se reconocían las virtudes heroicas del ya siervo de Dios, un misionero laico italiano que dejó todo para irse al Amazonas de 1965 a 1983.

Allí gastó tanto su vida como su fortuna entre pobres y leprosos.

Marcello Candi era hijo de un industrial milanés, la capital económica de Italia. Heredada la fábrica del padre, la dirigió con mucho éxito durante 18 años, fundando otras tres fábricas más

Tenía tres licenciaturas – en química, biología y farmacología – y dividía su tiempo, incluso desde que era estudiante universitario, entre la fábrica y la caridad en Milán, en sus periferias, donde había pobres, refugiados, chabolistas…

Era la Milán de antes de la guerra, que poco tenía que ver con desfiles, moda de lujo y diseño italiano.

En la Universidad de Milán, fundó la escuela de medicina para misioneros.

Fue por aquella época cuando conoció a Aristide Pirovano, un misionero del Pontificio Instituto de Misiones Extranjeras (PIME), que sería el primer obispo de Macapá, en Brasil, en el delta del Amazonas.



Marcello Candia y el obispo Aristide Pirovano con Pablo VI

El misionero invitó a Marcello a ir allí y fundar un hospital para los pobres. Marcello fue y se quedó “enganchado”.

Así que en 1964, vendió su floreciente industria y con 49 años dejó todo para irse a la misión.

Piero Gheddo, veterano misionero y periodista del PIME, cuenta que la vida de Marcello desde ese momento y hasta su muerte 19 años después fue una carrera contrarreloj para levantar y sacar adelante numerosas obras:

-el hospital de Macapà, actualmente el más grande y moderno de la Amazonia brasileña,

-la reconstrucción del leprosario de Martibua con 2.000 leprosos, en la selva cercana a Belem,

-centros sociales y casas para los pobres,

-una escuela para enfermeras,

- ayudas y muchas misiones de Brasil que recurrían a él como auxilio.




Cuando llegó a la Amazonia tenía 1.000 millones de liras, en aquella época un capital considerable.

Lo gastó todo y, después, le comenzaron a llegar donativos de sus antiguos empleados, de sus amigos y de muchas personas que supieron de su aventura misionera.

Cuando volvía a Italia – ya no tenía casa porque la había vendido para sus pobres – era acogido en la misma casa del PIME de Milán, y allí organizaba encuentros y se entrevistaba con periódicos, radios y televisiones.

Como cuenta el padre Gheddo, postulador de la causa de este gran cristiano, Marcello se definía a sí mismo como “un simple bautizado”, no pertenecía a ninguna asociación, a ningún movimiento eclesial, pero que tenía una profunda vida de fe y de piedad.

La dictadura militar gobernaba por aquel entonces Brasil y los militares sospechaban de aquel extranjero rico que se gastaba su dinero en una región lejana del país y vivía pobremente. Lo vigilaban, le obstaculizaban sus proyectos… y él todo lo soportaba con paciencia.



En el hospital dejó claro a todos que entre dos pacientes, uno pobre y uno rico, había que atender primero al pobre, porque el rico podía permitirse a cualquier otro hospital…

Además, “quiero que sea un hospital misionero para los pobres y, por tanto, tiene que dar pérdidas. Si da ganancias entonces es que ya no es misionero ni para los pobres”. Había sido un empresario de éxito. Sabía de qué hablaba.

Era un hombre de oración y, además de las obras “prácticas” que levantó, también se trajo a Brasil a las carmelitas, construyéndoles dos conventos.

Una frase suya lo explicaba: “la oración es el carburante de las obras buenas”.

El padre Gheddo cuenta cómo, acompañando a este laico misionero, le veía besar a los enfermos, a los leprosos y le decía: “en cada enfermo está Jesús”.

El presidente de Brasil concedió a Marcello Candia la condecoración más importante del país, “Cruzeiro do Sul”, y la revista semanal más importante del país, “Manchete”, le dedicó un artículo con el título “el hombre más bueno de Brasil”.