Horas antes de la final España – Holanda, el país vibraba nervioso por el hito deportivo que iba a vivir. En un país tan futbolero, el sueño inmortal de alcanzar una final de la copa del mundo es un éxtasis inenarrable, un cataclismo de emociones que une, allega y congrega a gran parte de un pueblo, más allá de sus convicciones, más allá de su condición social o religiosa. Lo que no consigue ningún tipo de política lo consigue un deporte popular que hace emerger los sentimientos más básicos de un país: el de pertenencia y fraternidad.

En este estado catatónico, a nadie se le ocurría que España podía perder. No ya por su juego de toque y potencia, no ya por su trayectoria ascendente y esperanzadora, ni siquiera por su máximo goleador. No. El pueblo confiaba en la victoria de la Roja por el vaticinio infalible del Pulpo Paul, oráculo alemán que desde una pecera daba la victoria a uno u otro equipo, hasta ahora con una magistral precisión. Por supuesto, para la final sentenció a Holanda mucho antes de que comenzase el trascendental partido.

Quizás algún lector alejado del mundanal ruido mediático de estos días no sepa de lo que estoy hablando, pero la mayoría estoy convencido de que sí. Y, desde luego, más de uno de ustedes se habrá preguntado sobre la aparente  e inexplicable casualidad de nuestro pulpo más popular, pero quizás mucho más sobre la sorprendente confianza de los seguidores de nuestra selección, hombres, mujeres y niños que dieron por bueno lo que apuntó Paul.

Algunos incrédulos, recurriendo a la más estricta racionalidad, planteaban que Paul no podía distinguir colores, que aquel insignificante pulpito tenía la inteligencia de un mosquito, y que la casualidad y la manipulación se daban la mano para dar sentido a este fenómeno. Sin embargo, ninguno de los acólitos de este animalito se planteó esta tremenda tontería, porque desde luego conocían de sobra la ignorancia de Paul, y tanto que la conocían. Ninguno de sus numerosos seguidores se planteó esto porque todos - aunque no se detuviesen a analizarlo, aunque no lo verbalicen, aunque no lo expresen abiertamente -, todos sabían que Paul abría las puertas de lo trascendente y de lo inexplicablemente espiritual. En el subconsciente popular circula la certeza de que existe una realidad escondida para ellos, pero que existe.

Amigos míos, ¡Dios me libre de dar crédito al pulpito! No se confundan. Tengo una sensata prudencia al respecto, pero lo que quiero decir es que nuestro mundo anti-religioso, postmoderno y positivista, nuestra cultura darwiniana y heredera del legado de los filósofos de la sospecha de del siglo XIX, continúa siendo creyente, muy creyente, sin apenas saberlo.

Esto ya lo he constatado por otros caminos, pero este pulpo mediático me ha parecido muy ilustrativo y esclarecedor. La gente ha perdido el referente de la Iglesia Católica, pero continúa deseosa y necesitada de sentidos trascendentes. Las personas continúan sedientas y, por poco que abran los ojos, se darán cuenta de esto. Los hombres continúan necesitando a Dios como siempre, pero ni saben que lo anhelan como tampoco aciertan a darle una identidad.

Personalmente, creo que cada uno debe continuar apostando por transformar el mundo, convencido de ser sal y luz, cada cual desde su atalaya, desde la función que desempeñe en nuestra sociedad. Hay que estar avizores para aprovechar cualquier oportunidad que nos sirva para manifestarnos, para acercarnos a la desesperanza y a la soledad con alguna palabra de sentido, con alguna acción redentora. ¡Hay tanta gente ansiosa que ni vemos! ¡Hay tantos que buscan sin saber!
Esta anécdota es una certeza de esto, y no una oportunidad de reírnos de la candidez ajena.

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