Toda la historia de la Iglesia se resume en la misión de ser levadura del mundo, modelando su propia contraposición a la mentalidad del mundo según las diversas circunstancias históricas. Esa contraposición no siempre ha sido rechazo; y, desde luego, nunca ha sido rechazo global; así se percibe, por ejemplo, en su lucha contra el paganismo: a la vez que la Iglesia combatía el politeísmo, la idolatría, la sensualidad o la pasión de mando propios del paganismo, asumía muchas de las costumbres paganas, de sus leyes, de su filosofía, incluso su lengua.

Aunque el antagonismo de la Iglesia con el mundo es invariable a lo largo de la Historia, han variado mucho sus modalidades, y tal antagonismo sólo ha sido declarado cuando el estado del mundo así lo exige: así, por ejemplo, la Iglesia proclama la pobreza cuando el mundo se postra ante la riqueza; la mortificación cuando el mundo se entrega al placer; la razón, cuando el mundo se entrega al sentimentalismo; la fe, cuando el mundo se rinde al racionalismo cientifista, etcétera.

La secularización se produce cuando la Iglesia se allana a la mentalidad del mundo, cuando la religión del Dios hecho hombre se pliega ante la nueva religión del hombre hecho Dios. Ya no se trata de reconocer la justa autonomía de las realidades seculares, que la Iglesia siempre había reconocido, sino de aceptar la total y radical primacía de tales realidades, que con frecuencia se configuran no sólo al margen de la religión, sino incluso enfrentadas a ella.

Así se ha producido un paulatino desenganche de la sociedad en sus formas de organización política y en sus expresiones culturales de la visión cristiana, hasta el extremo de que los propios creyentes e incluso los religiosos han abrazado un espíritu camaleónico de asimilación al mundo. Y, a la vez que se ha producido este proceso de asimilación mundana, se ha producido una trasposición de las creencias religiosas, que mientras privatizan la fe, confinada en un ámbito de la intimidad que la torna socialmente irrelevante, sustituyen su objeto mismo, que ya no es la adoración de Dios, sino el endiosamiento del hombre, disfrazado de falsa caridad.

Se suele decir, para justificar este allanamiento al mundo, que la Iglesia debía reconciliarse con los tiempos modernos. Pero esta “reconciliación” se ha hecho a menudo a cambio de una transacción con la religión del hombre que aspira a ser Dios, renunciando a lo que es propio de la Iglesia, u ocultando vergonzantemente sus enseñanzas milenarias. El problema es que, en ese afán de reconciliar a la Iglesia con los tiempos modernos, los  “innovadores”  tienden a confundir y tergiversar sus enseñanzas.

Philip Trower recurre en su obra Confusión y Verdad a una imagen muy expresiva para explicar este proceso. Es como si seis hombres estuviesen empujando un coche al que se le ha acabado la gasolina. Tres de ellos, que iban en el coche, quieren empujarlo veinte metros para apartarlo de la carretera. Los otros tres, que han ofrecido taimadamente su ayuda, piensan en cambio empujar el coche cincuenta metros y despeñarlo por un acantilado. Ahora imaginemos lo que hará un grupo de gente que está observando la escena desde una colina cercana. Empezarán asumiendo que los seis hombres tienen la misma intención. El coche se mueve hacia adelante de forma constante. Luego ven que tres se separan de la parte trasera y corren a la parte delantera para intentar detenerlo, antes de que se despeñe. ¿Quiénes son los agitadores? Para los observadores que permanecen en la colina cercana, seguramente aquellos que se oponen ahora al proceso que había sido puesto en marcha. Algo semejante está ocurriendo en la Iglesia, en este triste crepúsculo de la Historia

Publicado en la revista Misión.