La libertad, “uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos” (Cervantes), se ha transformado en un fin en sí mismo que es adorado, cual becerro de oro, por una parte de la sociedad que, repitiendo el grito luciferino, non serviam, rechaza la debida sumisión a la ley divina.

Asimismo, gobiernos y organismos internacionales que proclaman a los cuatro vientos la absoluta soberanía del individuo con entera independencia de Dios y de su autoridad han fabricado “nuevos derechos”, auténtica corrupción de los legítimos derechos que, basados en la naturaleza humana, promovían la moral y la virtud. Bajo esa falsa noción de libertad, llamada liberalismo, que rechaza hasta la ley natural, escrita por Dios en el corazón de cada hombre, cada individuo se considera “libre” para determinar la realidad (o al menos su realidad) con los efectos perversos que ello conlleva. Pues el varón, si así lo “siente”, tiene el “derecho” de “identificarse” como mujer; la mujer preñada goza de la “autonomía” para decidir si sigue con su embarazo o elimina al hijo que lleva en su vientre; varios hombres y mujeres han reducido la maternidad, a través de la gestación subrogada, a un negocio de compraventa; al anciano y al enfermo se les da la opción de adelantar su cita con la muerte mediante el suicidio asistido y niños, jóvenes y viejos son libres de “amar” a quien se les antoje dando rienda suelta a toda clase de perversiones.

Como afirma Nicolás Gómez Dávila: “El liberalismo pregona el derecho del individuo a envilecerse, siempre que su envilecimiento no estorbe el envilecimiento del vecino”. Puesto que dicha ideología, al poner a la voluntad popular como fuente de la moralidad y negar la supremacía de la ley divina sobre la ley humana, promueve la esclavización del hombre a sus más bajas pasiones y deseos eliminando la verdadera libertad. Por ello, mientras bajo el nombre de libertad de expresión, tanto el sacrilegio y la blasfemia como la pornografía campan a sus anchas, en varios lugares ya se penaliza (y en otros se pretende condenar), bajo el ambiguo concepto de “discurso de odio”, a quien defiende certezas inmutables. La tolerancia colectiva al vicio, a la inmoralidad y al error que ejerce nuestra “libérrima” sociedad la ha llevado a no ser capaz de soportar la verdad.

Nuestra frenética búsqueda por una autonomía sin límites nos ha llevado a rechazar, una a una, las certezas que hicieron grande y libre a nuestra civilización y, a la vez, le ha ido otorgando un poder cada vez mayor a políticos y organismos internacionales al grado que se puede vislumbrar en el horizonte al temible monstruo de la tiranía. Este, ya se dejó ver a raíz de la pandemia y, amenaza con volver bajo el pomposo nombre de Desarrollo Sustentable y Agenda 2030 (a la cual pocos políticos se oponen) y que pretende, a fin de “salvar el planeta”, homogeneizar a nuestra “pluralista” sociedad dictando prácticamente lo que deberemos comer, comprar, usar, a dónde y cómo podremos ir y hasta lo que tendremos que pensar. Ya que el liberalismo, al otorgar igualdad de derechos tanto al bien como al mal, a la verdad y al error, a lo cierto y a lo falso, a lo justo y a lo injusto, a la virtud y al vicio, ha pasado, necesariamente y en cuestión de décadas, de la tolerancia a reprimir toda discrepancia al pensamiento imperante. 

Asimismo, el liberalismo ha ido despojando al hombre de sus raíces (patria y tradición), de sus lazos más entrañables (familia) y del sentido mismo de su existencia (Dios), con lo cual ha dejado al individuo solo, impotente e inerme frente al estado que, apoyado por las ideologías del momento, revela al hombre su indigencia y su miseria más absoluta al tiempo que le arrebata su capacidad de levantar los ojos a Dios para implorar su ayuda.

Hemos desterrado a Dios de la sociedad y en su lugar tenemos inmoralidad, desorden y confusión. Donde no se defiende la verdad se acaba imponiendo el error. Donde Dios es rechazado, la tiranía tiene la puerta abierta pues no hay libertad posible donde se rechaza el Bien. Recordemos que solo la verdadera libertad (esa capacidad que tenemos los hombres de dirigir, conforme a la razón, nuestra voluntad al bien) nos permite desarrollar nuestro máximo potencial y, sobre todo, vivir en conformidad con nuestra naturaleza humana para el fin para el cual fuimos creados, Dios.

Por ello, por el bien, tanto de la sociedad como de los individuos, es indispensable que las leyes civiles faciliten a las personas el vivir según los preceptos de la ley natural; esa ley eterna, que, grabada por Dios en los seres humanos, los inclina a las obras y al fin que le son propios. Como afirmase Pío XI: “El único remedio que tiene la sociedad moderna de salvarse es el retorno a la verdad divina y a la ley de Dios. Cuando los hombres reconozcan, tanto en la vida privada como en la pública, que Cristo es Rey, la sociedad recibirá por fin las grandes bendiciones de la verdadera libertad, la disciplina bien ordenada, la paz y la armonía” (Quas Primas, n. 17).

“Paz, vida y salud perpetua. / Vengan los buenos tiempos. / Venga la paz de Cristo. / Venga el reino de Cristo” (himno Laudes Regiæ).