Se aproximan ya los días y las celebraciones de la Semana Santa, nos encontramos ya en los mismos umbrales de esta semana, por excelencia «santa», para conmemorar los acontecimientos centrales de nuestra fe y de la historia de la humanidad.

Una llamada a prepararnos con especial intensidad a los días santos de la Semana Grande de nuestra fe, sumergidos todavía en la oscuridad, sufrimientos y pasión de la pandemia, y pedir encarecidamente que ¡vivamos la Semana Santa!

Lo que acaeció en Jerusalén en tiempo de Anás y Caifás, de Herodes y Pilatos, en la persona de Jesús, el Nazareno –su entrada triunfal en Jerusalén, su cena con los discípulos, su traición, prendimiento, pasión, condena, muerte y sepultura, su resurrección– ha roto de manera definitiva y para siempre el dominio del mal sobre los hombres, ha aniquilado los temores y las angustias del mundo entero y nos ha traído la salvación y la esperanza a todos.

Aquello se mantiene vivo y actuante en la memoria y en la vida de la Iglesia, se hace presente en los signos, gestos y oraciones de la liturgia, particularmente en la Eucaristía, y lo rememoramos en los desfiles procesionales llenos de piedad y devoción, que este año, una vez más, no podrán celebrarse por razones de prudencia y de caridad ante la pandemia.

Todo aquello recobra especial viveza y singular intensidad en las celebraciones de estos días santos de la gran Semana del año, en los que la Cruz y la Resurrección de Jesús iluminan todos los caminos de la vida, los años todos de la historia y cada uno de los corazones de los hombres pecadores, redimidos ya por el amor de Dios entregado en su Hijo. Hemos sido salvados y rescatados para hacer de nosotros hombres y mujeres nuevos, todos hermanos que juntos caminan en esperanza hacia una misma meta .

Como saben muy bien, comienza la Semana Santa con la conmemoración de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, sentado en un asno que ni siquiera era suyo, pues Él no tenía ninguno. Al hacerlo así se sirve de una profecía. No entra en un caballo sino en un borrico. El verdadero rey de Israel no se mezclará en la lucha de los poderes de este mundo, entra triunfal en Jerusalén sobre lomos de un pollino, símbolo de la paz, el animal de los pobres desprovistos de todo poder guerrero. La entrada en un asno prestado es símbolo de la promesa profética.

Mas ¿cuál es su reinado? Es la expresión de la falta de poder terrenal, mas también de la confianza absoluta en el poder de Dios, que es su amor sin límites, vencedor de los poderes de este mundo. Cristo ha levantado su propio imperio junto al reino de Dios. Da fe exclusivamente del reino del Padre. Su nada es su todo. No son los belicosos, los revolucionarios, los violentos quienes humanizan el mundo. Estos, detrás de sí, dejan restos y sangre. Lo que nos hace vivir es la fe en Jesucristo, el hombre sencillo y humilde, siervo y servidor, a lomos de un borrico prestado, el verdadero rey, el verdadero y definitivo poder del mundo.

La exigencia de este día consiste en asentar nuestra vista en este poder, en El, que ha venido a servir y no a ser servido, que ha estado en medio nuestro como uno más, el último. Antes del Triduo Sacro, el Miércoles Santo, celebraremos como todos los años la Misa Crismal, en la que los sacerdotes renovaremos las promesas sacerdotales y se bendecirán los Santos Óleos, como acabo de recordar a los sacerdotes, invitándoles a participar con todo el presbiterio y sus Obispos.

En el centro de la semana, el Triduo Sacro, de Jueves a Sábado Santo. Los que creemos y amamos a Jesucristo, rebosantes de agradecimiento y compungidos por nuestros pecados, miramos a la Cruz redentora para contemplar y adorar al que cuelga de ella y confesar. «Verdaderamente, Éste es el Hijo de Dios; el Cordero sin mancha que quita el pecado del mundo; el Siervo de Dios, triturado por nuestros crímenes, sus heridas nos han curado y nos han traído la paz y la reconciliación al mundo entero».

En la cima de la noche que culmina, alboreando ya el nuevo día de un nuevo tiempo, nos abrimos a la esperanza firme que brota de que Cristo ha resucitado; la losa pesada del sepulcro, con la que se pretendía olvidar su memoria y abandonarlo a la muerte, no lo ha podido retener. Vive para siempre.

Reavivamos la esperanza y el anhelo de que vuelva, y todo participe de su victoria definitiva sobre los poderes de mal y de muerte. Es preciso que los cristianos vivamos hondamente los acontecimientos de la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y lo comuniquemos a los demás haciéndolo incluso perceptible en actitudes y gestos.

Hay que escuchar y meditar los pasajes de la Sagrada Escritura que nos hablan de estos hechos que han marcado definitivamente la historia. Dedicar tiempo, en estos días, a la oración y a la contemplación personal, en el seno de las familias, en las casas y en los templos. Participar intensa y religiosamente en las celebraciones litúrgicas; participar como familias. No olvidemos que en el centro de esta Semana está el amor fraterno. La caridad y el servicio: la cruz.

Publicado en La Razón.