Apenas promulgada la ley de sopicaldo penevulvar, surgen los primeros casos de truhanes o meros espabilados que, repentinamente, ‘se sienten mujeres’ para obtener beneficios legales: los presidiarios que desean disfrutar de un trato carcelario más benigno o de un nutrido gineceo, el opositor que quiere obtener mejor calificación en una prueba física, etcétera. En las próximas semanas, tales casos no harán sino multiplicarse. Pero hemos de preguntarnos si estos ‘hombres que se sienten mujeres’ para aprovecharse de los beneficios de una ley desquiciada no están siendo paradójicamente heroicos. Pues, como nos enseñaba Chesterton, allá donde se han subvertido por completo las categorías, quien las infringe no hace sino salvar el sentido común

Nadie nos ha explicado mejor lo que es una ley injusta que Cicerón en su tratado De legibus (II, 13): "¿Qué diremos cuando en los pueblos son decretadas muchas cosas perniciosas, incluso pestíferas, las cuales no merecen más el nombre de ley que si unos ladrones sancionaren algunas cosas con su consenso? No pueden considerarse recetas de médico las prescripciones que hagan médicos ignorantes e imperitos, produciendo la muerte; y tampoco puede considerarse ley, aunque el pueblo la acepte, la que tiene efectos perniciosos. La ley es la distinción de las cosas justas e injustas, expresada con arreglo a aquella antiquísima y primera naturaleza de todas las cosas".

Una ley que permite negar la realidad biológica mediante un acto puramente volitivo es una ley radicalmente injusta. Y contra las leyes injustas es plenamente lícito revolverse, siempre que al hacerlo no desencadenemos un mal mayor al que pretendemos combatir. Así lo consideran pensadores tan diversos como Tomás de Aquino o Thoreau. El primero llega a justificar en estos casos el tiranicidio; el segundo la llamada desobediencia civil, pues considera que cumplir tales leyes es "otro tipo de esclavitud" que nos obliga a "rendir los derechos inalienables de la razón y de la conciencia". Una desobediencia civil que, a diferencia de la más cobardona objeción de conciencia (que no pretende la modificación de una norma, sino la salvación personal), tiene una intención claramente política.

Thoreau nos exhorta a infringir la ley, de tal modo que "nuestra vida sirva para descoyuntar la máquina". Pero la ley de sopicaldo penevulvar es tan aberrante, tan contraria a la razón, que ni siquiera exige su infracción para que se produzca el descoyuntamiento de la máquina. Basta con que millones de hombres acudan al registro, declarando que ‘se sienten’ mujeres, para inutilizarla. En realidad, el opositor pícaro que dice ‘sentirse’ mujer para beneficiarse en la calificación de una prueba física, como los presidiarios que ‘se sienten’ mujeres para disfrutar de un nutrido gineceo o de un trato más benigno, son pioneros que nos indican el camino. Pero ya alguien dijo que las prostitutas nos precederán en el reino de los cielos.

Publicado en ABC.