Mañana, Nochebuena; mañana Navidad. Todos nos felicitamos estos días. Muchos ya no saben por qué. Pero, en verdad, no hay para menos. Nos felicitamos, así de claro, por la cercanía de Dios en el Niño de Belén, Jesús; porque tanto ha amado Dios al mundo que le ha enviado y dado a su Hijo único venido en carne para nuestra salvación, porque el Hijo de Dios se ha hecho hombre por nosotros. Ésa es la verdad; ésa es la Navidad.

Celebramos que Dios mismo, en persona, nació en un Niño. Celebramos la cercanía de Dios en la noche, en el desamparo y en la pobreza, y la fundación de un nuevo hogar, el de Dios, donde reunirnos todos. En un Niño, Dios empieza a estar con nosotros para siempre: nada ni nadie podrá separarnos de Él. Empieza a estar con nosotros, niño, pobre y desarmado. No cabe mayor cercanía de Dios. Nada hace tan presente lo largo, lo ancho y lo profundo del misterio de Dios, que es Amor, como este Niño callado y desvalido. El Niño no provoca miedo; provoca amor y ternura. En él Dios mismo nos muestra su voluntad de paz.

Año tras año se viene repitiendo que Dios mismo nació en el mayor desamparo, y que lo acogieron, los primeros, unos pastores pobres. Esto da mucho que pensar. Pero a fuerza de repetirlo, a muchos apenas ya no les dice nada, aunque los hechos son los hechos: Dios mismo nació en Jesús pobre. Detrás del ajetreo de estas fiestas se encuentra la verdad silenciosa de que Dios se ha acercado de una vez para siempre al hombre, se ha comprometido irrevocablemente con él. Dios no quiere ser Dios sin el hombre, sin participar en su desamparo. En la Navidad, Dios se ha unido de un modo u otro, con todos y cada uno de los hombres, se den o no se den cuenta de ello, lo acepten o no lo acepten. Más allá de nuestras atenciones o desatenciones, nos aguarda en el silencio el Dios apasionado hasta el extremo por el hombre.

Por eso estas fiestas nos llaman a que nos demos cuenta de que los espacios inmensos en que erramos perdidos no están vacíos, sino colmados del inmenso amor de Dios que nos aguarda incansable. En Navidad podemos abrirnos, sin reservas ni sospechas, a la acogida irrevocablemente decidida del amor de Dios por los hombres. En la cueva de Belén, la noche oscura se hace día radiante y la fragilidad de un Niño, recién nacido en la más radical pobreza de un establo, se convierte en fuerza de todos los débiles y esperanza para todos los hombres y todos los pueblos. En la encarnación y nacimiento virginal de Jesús, el Hijo de Dios ha descendido de aquella Altura a la que el hombre no alcanza, para levantar al hombre a esa Altura.

Causa estremecimiento contemplar esta condescendencia extrema de Dios con el hombre perdido y desgraciado. Llena de asombro maravillado el mirar a ese Niño y descubrir en El al Dios-con-nosotros, Dios con los hombres y para los hombres, unido irrevocablemente y para siempre con el hombre. No es posible afirmar a Dios sin el hombre, y menos aún afirmar al hombre contra Dios. En la gruta de Belén, el hombre vuelve a encontrar la dignidad y el valor propio de su humanidad. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos de Dios, Creador, si ha hecho que esta humanidad nuestra sea la suya, la de Dios! ¡Cómo se siente ahí el estupor de ser hombre, así querido y engrandecido! ¡Feliz Navidad!

* El cardenal Antonio Cañizares es prefecto de para el Culto Divino y de los Sacramentos.

*Publicado en el diario