En el vídeo que transmite sus intenciones de oración para el mes de enero, tras presentarnos a un sacerdote, un rabino, un dirigente musulmán y una lama expresando sus convicciones (del "confío en Buda" al "creo en Jesucristo"), Francisco añade que "en esta multitud, en este abanico de religiones hay una sola certeza que tenemos para todo: todos somos hijos de Dios".

No es asumible que la diversidad de religiones nos deje con "una sola certeza", al menos a los católicos. Del contexto puede intentar deducirse que ha querido decir: "Hay una sola certeza que compartimos". Lo cual, aunque dudoso (por ejemplo, los budistas no creen en un Dios trascendente y menos aún en un Dios del que podamos ser hijos por naturaleza y por gracia), salvaría la frase.

Pero la propia narrativa visual del vídeo hace irrelevante la distinción. Las imágenes tienen su dinámica propia y son comprensibles por cualquiera. Las argumentaciones teológicas, no tanto.

Cuando el encuentro de religiones en Asís el 27 de octubre de 1986 suscitó controversia, la justificación (no se trataba de "orar juntos" sino de "estar juntos para rezar") carecía de fuerza ante la imagen. La cual, de hecho, no volvió a repetirse exactamente igual, porque ese formato podía interpretarse como favorecedor del indiferentismo religioso.

Con este vídeo sucede algo similar. Ni la llamada al diálogo interreligioso ni la intención de oración misma se diferencian mucho de las que escuchamos con frecuencia de la Santa Sede desde que existe en la Curia un dicasterio consagrado a ello. Pero nunca en los últimos treinta años se había vuelto a poner marchamo pontificio a una visualización tan clara de la equiparación entre religiones. Lo que se ve tiene una potencia específica  prevalente sobre cualquier explicación que intente contradecir lo que se ve.

Es momento de recordar que, en rigor, no existen "religiones". Sólo existe una religión: la que Dios ha revelado. El resto son creaciones humanas ajenas, cuando no contrarias, a la Revelación. En sí mismas, alejan de Cristo. En el mejor de los casos, porque ocupan Su lugar, pues debe renunciar a ellas, por exigencia lógica casi antes que teológica, quien quiera convertirse a Él, el único por quien podemos salvarnos (cfr. Act 4, 12).