Uno de los principales rasgos que pierde una persona cuando anda revuelta por dentro es el orden externo. En su casa se va amontonando la ropa sucia, la pila de platos en el fregadero no deja de crecer, descuida su higiene y apariencia personal y es caótica a la hora de seguir cualquier horario o rutina.

En la serie Cobra Kai de Netflix -una secuela muy acertada y recomendable de las conocidas películas Karate kid-, Johnny Lawrence, el “malo” que le hace la vida imposible en el instituto a Daniel LaRusso y que recibe en la cara la famosa “patada de la grulla”, arrastra su vida de fracaso en fracaso y ahogada en alcohol. Sin embargo, una serie de circunstancias le van haciendo cambiar de actitud. Lo primero que hace es recoger las decenas de latas vacías de cerveza que pueblan cada rincón de su casa; después se desprende de multitud de trastos y cachivaches que ha ido almacenando y, por fin, limpia y adecenta su hogar. Y a él mismo.

Por tomar otra analogía del séptimo arte, esta vez de la película de animación Los Increíbles, siempre me ha llamado la atención la evolución de la hija de los protagonistas, Violeta Parr, una adolescente tímida que esconde sus inseguridades bajo un aspecto desafiante y un tanto sombrío. Al final de la película, cuando acepta sus poderes se acepta tal cual es-, cambia su peinado desaliñado y se echa el pelo hacia atrás, mostrando por primera vez a los demás un rostro alegre y sonriente.

El desorden y el caos que percibimos en algunas personas -o, qué diantres, que percibimos en nosotros mismos- se ven también en nuestras ciudades. Los grafitis que proliferan en cualquier muro o pared no son más que el grito estridente de unas vidas jóvenes que, seguramente, ya habrán roto demasiadas barreras. El vandalismo, los destrozos, la suciedad y el feísmo revelan la oscuridad a la que se han acostumbrado muchas de sus almas.

Algo tiene el pecado que nos lleva a la dejadez y al desorden. Y, por eso, uno de los primeros frutos cuando recuperamos la paz interior se manifiesta en el orden externo. Las monjas de Iesu Communio cantan aquello de “vuelvo a empezar mi oficio de amar” después de que, tantas veces, hayamos hecho trizas el vaso que hizo en nosotros el alfarero. Y Santa Teresa de Calcuta animaba a “no cansarse nunca de estar empezando siempre”. Quizás sea suficiente comenzar con un pequeño gesto que nos acerque un poco hacia el orden, hacia la armonía. Empezar a barrer nuestra casa interior, aunque lleve tiempo acumulando polvo. Y jamás tirar la toalla.