En el Antiguo Testamento la visión del universo está notablemente influenciada por el hecho de que el pueblo hebreo era heredero de la cultura semítica a la que pertenecía. Por eso no podemos separar la visión del cosmos que tiene el Antiguo Testamento de la que está presente en las culturas semíticas del entorno.

La visión del universo desde el Antiguo Testamento hasta santo Tomás de Aquino

En esa concepción, la Tierra era plana. El cielo, que se alzaba sobre ella, era el lugar «natural» donde se encontraba Dios. No obstante, también el cielo necesitaba fundamentos sobre los cuales levantarse, en estrecha analogía con los fundamentos de las casas de los seres humanos. Sobre esos fundamentos, situados en los confines de la tierra plana, se elevaban las columnas del cielo. Bajo estas últimas se encontraban todas las estrellas, el Sol, los planetas y las nubes que se observan en el cielo. Por encima del firmamento, y separada de él por las columnas del cielo, se encontraba el agua. En efecto, debía de haber un lugar destinado a contener las aguas que durante la lluvia se derramaban sobre la tierra. Mas allá estaba el cielo de los cielos, y por encima de este último se encontraba Dios[1].

Esta visión no era compartida por la cultura griega clásica, en la cual la cosmología dominante era la de Aristóteles. Retomando, entre otras, las ideas de los filósofos naturalistas que lo habían precedido, el estagirita elaboró la teoría de los elementos naturales. Pensaba que existían cinco elementos naturales: tierra, agua, aire, fuego y éter (que era un elemento incorruptible)[2].

Según Aristóteles, los movimientos se producen de manera tal que los elementos vayan a sus lugares naturales: la tierra hacia la tierra, el agua hacia el agua, que se encuentra más arriba que la tierra; el aire hacia el aire, que está más arriba que el agua, y el fuego hacia el fuego, que está más arriba que el aire. Después están los movimientos «violentos», en los cuales, bajo el influjo de una fuerza, los movimientos pueden dirigirse hacia lugares no necesariamente «naturales»: por ejemplo, la tierra hacia el aire, etc.

El quinto elemento, el éter, se encuentra más allá de la Luna, y podría denominarse «perfecto» porque no está sometido a generación y corrupción, como los otros cuatro, sino que permanece siempre igual a sí mismo.

La Tierra es el centro del universo, y la Luna, su satélite, gira en torno a ella en una órbita circular. Los otros planetas, incluido el Sol, rotan en torno a la tierra en órbitas circulares. La tierra y los otros cuatro elementos se encuentran bajo el círculo sublunar, delimitado por la órbita de la Luna. Por encima del círculo sublunar se encuentra el de las órbitas de Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno (todos los planetas que se observan a simple vista). Después está el círculo de las estrellas fijas, más allá del cual está el círculo del primer motor inmóvil, considerado como la causa primera de todos los demás movimientos, pero que no se mueve.

La visión aristotélica del universo siguió teniendo validez durante toda la Edad Media y también en la cosmología y teología de Santo Tomás de Aquino[3]. Dante Alighieri estuvo profundamente influenciado por ella, y de ella se sirvió en su Divina Comedia. En efecto, en esta obra observamos que el Infierno se encuentra en el centro de la Tierra, que está dividida en dos hemisferios: el de la tierra y el del agua. Sobre la superficie del hemisferio de la tierra se levanta la ciudad de Jerusalén, mientras que, en oposición diametral a ella, sobre la superficie del hemisferio del agua, está el Purgatorio, y después el Paraíso terrenal. A continuación encontramos varios círculos que en la Divina Comedia corresponden a varios cielos, hasta llegar al octavo cielo estrellado, al noveno cielo cristalino del primer móvil, y al cielo quieto, con el comienzo de la zona del empíreo, la rosa de los bienaventurados y nueve círculos angélicos, en cuyo centro está Dios.

Del sistema aristotélico al copernicano

Aunque esta cosmología aristotélica se consideraba fiable, se planteaba un problema bastante serio que tenía que ver con el movimiento de los planetas en el cielo. En efecto, al observar los planetas en los diferentes momentos del año se notaba que efectuaban en el cielo un movimiento diferente del de los otros cuerpos celestes.

El primero que procuró resolver este problema fue el matemático y astrónomo alejandrino Ptolomeo, que escribió el Almagesto. Ptolomeo consideraba que, en realidad, el movimiento de los planetas era la composición de dos movimientos. Había un círculo en cuyo centro estaba el planeta Tierra, llamado «círculo deferente»; por el borde de ese círculo rotaba el centro de un segundo círculo, llamado «epiciclo», en torno al cual rotaba el otro planeta. La rotación ocurría en el mismo sentido contrario a las agujas del reloj. La composición de estos dos movimientos daba origen al movimiento retrógrado del otro planeta respecto de la Tierra. La figura geométrica de este último movimiento se llama «cardioide»[4].

Pero después, a medida que las observaciones -realizadas todavía a simple vista- se hacían cada vez más exactas, se cayó en la cuenta de que el modelo de Ptolomeo no era preciso. Tycho Brahe, astrónomo danés, propuso una variante según la cual el Sol giraba en torno a la Tierra y los demás planetas lo hacían en torno al Sol. Eso permitía explicar mejor las observaciones[5].

Pero fue Nicolás Copérnico, en su libro De la revolución de los cuerpos celestes, el primero en proponer en la Edad Moderna el sistema heliocéntrico. Este sistema fue seriamente considerado por Galileo Galilei, cuyo gran mérito en el campo de la astronomía fue apuntar el telescopio hacia el cielo. Desde luego, él no fue el inventor de este instrumento, que había sido descubierto en Holanda, aunque lo perfeccionó.

Una de las primeras cosas que Galileo notó fue que sobre la superficie del Sol había manchas negras, que él denominó «manchas solares». La posición de las manchas a veces cambiaba a lo largo del tiempo, y del mismo modo en que aparecían, desaparecían o se formaban nuevas manchas. Galileo comprendió que eso implicaba un cambio en la superficie del Sol, en contraste con la visión aristotélica del mundo supralunar, que estaba constituido por el éter y que era inmutable en el sentido de que no estaba sujeto a generación y corrupción.

Además, observando largamente las manchas solares, Galileo comprendió que su movimiento sobre la superficie del Sol podía explicarse mejor planteando la hipótesis de que la Tierra giraba en torno al Sol, y no a la inversa. El científico estudió también las fases del planeta Venus, que lo confirmaron en la idea de que la teoría del éter de Aristóteles no podía ser válida.

Se hicieron famosas las observaciones de Galileo sobre el movimiento de los satélites mediceos en torno a Júpiter. Estos demostraban que no todos los cuerpos del universo tenían que rotar en torno a la Tierra. Como prueba decisiva del movimiento de la Tierra en torno al Sol el científico pisano presentó el fenómeno de las mareas, aunque, como ahora sabemos, esa prueba era errónea. De todos modos, Galileo insistió, y con razón, en afirmar que las observaciones astronómicas se explicaban mejor con el sistema heliocéntrico.

Como es sabido, Galileo fue procesado por la Iglesia por sostener el sistema copernicano. Una comisión instituida por el tribunal de la Inquisición juzgó y condenó las tesis del copernicanismo en 1633, y el científico pisano debió abjurar del sistema copernicano. La comisión afirmaba que Galileo no proporcionaba la prueba definitiva de ese sistema. Tal prueba llegaría mucho tiempo después, en 1833, con la medición de los paralajes de las estrellas vecinas por parte del astrónomo alemán Friedrich Wilhelm Bessel. En efecto, si planteamos la hipótesis de que la que gira en torno al Sol es la Tierra, entonces alguien que observara desde la Tierra una misma estrella en dos momentos distintos del año debería verla en un ángulo distinto. Este ángulo es tanto mayor cuanto más cerca esté la estrella de la Tierra. Pero como las estrellas están muy lejos de la Tierra, incluso las más cercanas tienen un ángulo de paralaje muy pequeño y difícil de medir (este es el motivo por el cual se las llama «estrellas fijas», pues parece que siempre están en el mismo sitio)[6].

Aun antes de la prueba experimental definitiva de la rotación de la Tierra en torno al Sol, Isaac Newton había formulado los tres principios de la dinámica de la física clásica y la ley de gravitación universal, que le permitieron comprender que, por razones físicas, era la Tierra la que giraba alrededor del Sol. Además, Newton llegó a calcular la órbita de la Tierra en torno al Sol y a confirmar que era una elipse, tal como había deducido Johannes Kepler a partir de las observaciones de Brahe.

Newton también tuvo el mérito de ser el primero en demostrar que la fuerza de gravitación, llamada «fuerza central», da origen a trayectorias que, como se dice en lenguaje geométrico, son siempre «cónicas», es decir, sus órbitas pueden ser elipses, parábolas o hipérboles. Los planetas, por ejemplo, siempre describen elipses, como ya había afirmado Kepler[7]. Por lo tanto, el universo newtoniano es un universo en el cual el Sol está en el centro, los planetas rotan a su alrededor en órbitas elípticas y las estrellas son fijas y están agrupadas en constelaciones.

Posteriormente, Immanuel Kant y Pierre-Simon Laplace elaboraron una teoría sobre el nacimiento y la evolución del sistema solar a partir de una nebulosa originaria. En esta visión, aun cuando se pensaba que el universo estaba formado por estrellas, se lo consideraba estático: podían darse movimientos locales de las estrellas, pero el universo en su conjunto no se expandía, permanecía firme[8].

Retrospectivamente, el nacimiento de la cosmología moderna puede establecerse en el astrónomo alemán Heinrich Olbers, que imaginó un universo infinito, de edad infinita y con un número infinito de estrellas. Supongamos que fuésemos astrónomos antes del siglo XX y planteémonos la pregunta sobre el número de estrellas que alcanzamos a ver. Si verdaderamente el universo es estático y su edad es infinita, entonces la noche debería ser clara. Olbers hizo un simple cálculo, en el cual planteó la hipótesis de que el flujo de luz de una estrella a una distancia R desde un observador fuese inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Considerando constante la densidad de las estrellas y calculando la luminosidad total, se tenía una fórmula en la cual la luminosidad diverge, y por tanto, la noche debería ser clara, cuando, en realidad, es oscura.

Olbers propuso una solución a esta paradoja para el caso de un universo estático: afirmó que no podemos ver las estrellas lejanas porque su luz aún no ha llegado a nosotros. En otras palabras, existe, según él, un horizonte más allá del cual no pueden verse las estrellas mientras su luz, dentro de ese horizonte, llega hasta nosotros. A medida que nuestra distancia del horizonte aumenta, el radio del horizonte crece en el tiempo[9].

La relatividad general y el nacimiento de la cosmología relativista

La explicación definitiva de la paradoja de Olbers solo se formulará después del descubrimiento de la teoría de la relatividad general y de la cosmología relativista. Albert Einstein es considerado, con razón, como el científico que hizo más aportaciones fundamentales que ningún otro a la física del siglo XX. Einstein procuró formular una teoría de la gravedad que fuese una teoría de campo y en la que no hubiese una acción a distancia, como en la teoría de Newton. Para Einstein, un cuerpo masivo siente «inmediatamente» la presencia de otro cuerpo, y puede decirse que este sistema implica una propagación de las perturbaciones gravitacionales con una velocidad infinita.

Como es obvio, Einstein conocía bien el electromagnetismo de James Maxwell, y se preguntaba cómo podía describirse la gravedad no como una acción a distancia, sino como un campo cuyas perturbaciones se propagan a la velocidad de la luz. Para responder a esta pregunta necesitó diez años más desde el descubrimiento de la relatividad especial: finalmente, en 1915 llegó a la formulación de la relatividad general. Esta teoría representa, en la historia de la física, el comienzo de un connubio entre teorías físicas y teorías matemáticas complejas. En efecto, la relatividad general no existiría sin la geometría de Riemann ni sin la geometría de Lorentz.

La teoría de la relatividad general se basa en dos postulados fundamentales. El primero establece que la masa gravitacional de todo cuerpo es igual a su masa inercial, es decir, que el valor numérico de la masa por la cual dos cuerpos se atraen es igual al de la masa inercial, que indica cómo un cuerpo se opone al movimiento. El segundo postulado es el principio de covarianza, según el cual las leyes de la física son las mismas, o sea, covariantes, en cada sistema de referencia. En particular en esta teoría se incluyen los sistemas de referencia no inerciales, a saber, los que tienen una aceleración relativa de uno respecto del otro.

En la teoría de la relatividad especial se toman en consideración sistemas de referencia que solo tienen una velocidad relativa constante el uno respecto del otro. De este modo, el espacio-tiempo se convierte en una entidad física que no es un elemento indiferente a los fenómenos físicos, sino que resulta modificado por la presencia de cuerpos masivos o de energía, y adquiere una curvatura. Así, la gravedad ya no es una fuerza a distancia, sino que pasa a ser una teoría de campo[10]. Eso significa que, si tengo un cuerpo con masa m1 y perturbo su posición, otro cuerpo de masa m2 advertirá el desplazamiento (perturbación) de la posición de m1 no inmediatamente, sino después de un tiempo igual al que emplea la luz para recorrer la distancia que separa los cuerpos m1 y m2.

Una consecuencia de todo lo dicho consiste en que, si el rayo de luz que emite una estrella lejana, en su trayectoria hacia nosotros, pasa cerca del Sol, es desviado por la curvatura generada por la masa del Sol, de modo que la posición aparente de la estrella con respecto a un observador sobre la Tierra no coincide con su posición efectiva.

Inmediatamente después de la publicación de la teoría de la relatividad general, muchos físicos y matemáticos procuraron obtener soluciones exactas de las ecuaciones a las que esta daba origen. Alexander Friedmann, Georges Lemaître, Howard Robertson y Arthur Walker (FLRW) encontraron de forma independiente unos de otros que, si se plantea la hipótesis de que la distribución de materia en el universo es homogénea e isótropa, a gran escala las soluciones de las ecuaciones de la relatividad general prevén un universo que, en la parte espacial, es una superficie (tridimensional) de una esfera cuatridimensional cuyo radio representa el tiempo. Esta esfera se expande y, por lo tanto, el universo se expande en el tiempo. Por decirlo con una analogía, el espacio tridimensional se comporta como si fuese una superficie esférica bidimensional sobre la cual se encuentran todas las galaxias y los elementos del universo en general. Como un globo de feria, esta esfera se expande, por lo que la distancia entre las galaxias aumenta con el tiempo.

Esta solución no agradó a Einstein, que la tildó de «abominable». Por eso él modificó las ecuaciones de la relatividad general e introdujo una constante, llamada «constante cosmológica», que ofrecía como solución un universo estático, que no se expandía. No obstante, la medición de la recesión de las galaxias de Hubble y, antes aún, el desplazamiento hacia el rojo de las líneas espectrales de las estrellas demostraron que, efectivamente, el universo se expandía. Cuando se dio cuenta de ello, Einstein declaró haber cometido el mayor error de su vida[11].

Pero si el universo se expande, retrocediendo en el tiempo tiene que haber habido una época primordial en el que era muy pequeño. De ahí nace la idea del sacerdote y cosmólogo belga Georges Lemaître, quien planteó la hipótesis de que, al comienzo, el universo tenía las dimensiones de un átomo (que él denominó «átomo originario») y que, por lo tanto, las leyes que gobernaban ese universo-átomo eran las de la mecánica cuántica.

Lemaître también tuvo el mérito de haber deducido antes de la medición de Edwin Hubble, partiendo del modelo cosmológico FLRW y por la vía puramente teórica, la existencia de una recesión de las galaxias. No obstante, puesto que aún no existían mediciones exactas de ese fenómeno, Lemaître publicó su artículo en una revista en francés poco conocida, por lo cual recayó en Hubble el mérito de la famosa ley que lleva su nombre[12].

Esta visión de la evolución del universo despertó muchas sospechas en numerosos científicos, que notaban una estrecha cercanía con el episodio bíblico de la creación en el libro del Génesis. Para burlarse de la teoría de Lemaître, Fred Hoyle, astrofísico inglés, puso a esta teoría el nombre de Big Bang, en castellano «Gran Explosión». Él, por su parte, elaboró una teoría propia denominada «universo estacionario» (Steady State Universe), según la cual el universo se expande manteniendo una densidad de energía-materia constante, de modo que carece de principio y fin. Sin embargo, para esto había que plantear como hipótesis una producción continua de materia-energía[13].

Estos dos modelos de universo siguieron compitiendo entre sí durante varios años hasta que, el 22 de noviembre de 1951, Pío XII -que fue sin duda uno de los pontífices más atentos a las cuestiones científicas- pronunció en la Pontificia Academia de las Ciencias un discurso titulado «Un’Ora»[14] en el cual daba a entender que el modelo cosmológico del Big Bang confirmaba el relato de la creación del mundo del libro del Génesis.

En este discurso, de clara estructura neotomista, el Papa propuso de nuevo las vías de la existencia de Dios de santo Tomás de Aquino, sobre todo la primera y la quinta, basadas, respectivamente, en la mutabilidad y en la finalidad. Siguiendo la línea neotomista, el Papa presentó, en apoyo de la mutabilidad, los procesos de cambio que se observan en la naturaleza y, en apoyo de la finalidad, el segundo principio de la termodinámica, según el cual en los procesos de la naturaleza la entropía de un sistema físico cerrado siempre aumenta. Este planteamiento teológico en el que se utilizan teorías científicas para confirmar posiciones teológicas recibió más tarde el nombre de «concordismo».

Lemaître se sintió interpelado por este discurso porque en el pasado había sido hecho veladamente objeto de la sospecha de concordismo. Además, en ese entonces se presentaba un problema, porque al año siguiente debía desarrollarse en Roma la reunión de la Unión Internacional de Astronomía (IAU), y Pío XII había sido invitado a pronunciar el discurso inaugural. Por tanto, Lemaître partió de Sudáfrica, donde se encontraba, para dirigirse a Roma, donde, con la mediación del padre O’Connell S.I., por entonces director del Observatorio Vaticano, tuvo un encuentro con Pío XII. Desde luego, no conocemos el contenido de la conversación entre el Papa y Lemaître, pero el hecho es que el 7 de septiembre de 1952 Pío XII pronunció el discurso inaugural en la IAU, pero no hizo alusión alguna al concordismo[15].

Lemaître, por su parte, siguió distinguiendo siempre el plano teológico del científico como dos planos paralelos que no se cruzan o, mejor, como dos saberes independientes.

En 1965, Arno Penzias y Robert Wilson, científicos de los Bell Laboratories, constataron, gracias a una gran antena construida para mediciones astrofísicas, una radiación uniforme en todas las direcciones con una temperatura de aproximadamente 3º Kelvin. Esta radiación, hoy conocida con el nombre de «fondo cósmico de microondas» (CMB) representa la primera luz emitida por el universo 400.000 años después del Big Bang, que solo puede explicarse con la teoría del Big Bang, y no con la del «universo estacionario»[16].

La comunidad científica concuerda hoy en afirmar que el universo en el que vivimos nació hace 13.830 millones de años, desde una fase muy fría, con un evento cosmológico que llamamos Big Bang o Gran Explosión. En el momento inicial, denominado «singularidad», las ecuaciones de Newton ya no son válidas. Inmediatamente después, el universo sufrió una gran expansión, mucho mayor que la que experimenta actualmente: una expansión exponencial conocida como «inflación».

Cerca de 400.000 años después de la Gran Explosión, el universo emitió su primera luz, y después, poco a poco, se formaron todas las estructuras. En 1998 el estudio del desplazamiento hacia el rojo (redshift) del espectro de la luz proveniente de supernovas de tipo IA demostró que el universo no solamente se expande, sino que también acelera. Ahora bien, si la fuerza responsable de esa expansión solo es la gravedad, entonces el universo debería expandirse desacelerando. Por el contrario, si acelera, quiere decir que está actuando una fuerza opuesta a la gravedad, una suerte de antigravedad.

Para explicar esa aceleración se ha retomado la constante cosmológica que Einstein había introducido en sus ecuaciones; se formuló la hipótesis de la existencia de una energía invisible, llamada «energía oscura» (dark energy). De este modo se obtiene un sistema que explica una expansión acelerada del universo[17].

La naturaleza de la energía oscura todavía no se ha aclarado, y, además, aún no se la ha observado de forma directa. A partir de las últimas mediciones proporcionadas por el satélite Planck, la «energía oscura» debería constituir el 68,3% de toda la energía-materia del universo[18]. A este elemento «exótico» desde el punto de vista de las observaciones se agrega también la «materia oscura». En efecto, las curvas de rotación de las galaxias en espiral presentan un gráfico de la velocidad radial en función de la distancia desde el centro de la galaxia que no coincide con el gráfico teórico, hecho que puede explicarse con la presencia, dentro de la galaxia, de una materia no convencional, que recibe el nombre de «materia oscura» (dark matter). Esta última representa el 26,8% de la materia-energía total del universo, mientras que la materia-energía observada en el universo solo es el 4,9%. Se comprende, por tanto, que este modelo del universo, llamado ΛCDM (Λ es la constante cosmológica y hace referencia a la energía oscura; CDM es sigla de cold dark matter, es decir, «materia oscura fría», no de alta energía), presenta muchos aspectos que todavía son objeto de investigación y que no nos permiten afirmar que se haya alcanzado un modelo definitivo[19].

La gravedad cuántica y algunas cuestiones entre ciencia y fe

Ahora queremos adentrarnos en la «gravedad cuántica» de nuestro universo, la que Lemaître había llamado «átomo primitivo», y queremos hacerlo porque dio origen a muchos debates sobre cuestiones de ciencia y fe.

Según suele ser clasificada, la gravedad cuántica es una fase de nuestro universo que va desde el instante inicial hasta el tiempo de Planck, que es de aproximadamente 10-43s. Es un intervalo de tiempo muy pequeño, en el cual las ecuaciones de Einstein de las que ya hemos hablado pierden significado predictivo. Por lo tanto, necesitamos una nueva teoría que una dos mundos físicos que parecen inconciliables: la mecánica cuántica, que proporciona las leyes físicas para el comportamiento de las partículas a nivel atómico y subatómico, y la relatividad general de Einstein, que describe el comportamiento de los cuerpos a escalas muy grandes, más allá de las escalas galácticas. Esta teoría, que «debería» unir -el uso del condicional aquí es obligado, puesto que todavía no contamos con una teoría definitiva- la relatividad general y la mecánica cuántica, se denomina, precisamente, «gravedad cuántica».

Una de las primeras aproximaciones a esta teoría es la llamada «enfoque canónico», que consiste fundamentalmente en la tentativa de escribir una ecuación para la función de onda que debería indicar el universo primordial entero. Esta ecuación se denomina «de Wheeler-DeWitt»[20] y carece de la variable «tiempo», por lo que se dice que la función de onda del universo primordial es atemporal. Esto ha generado mucha confusión. No obstante, hay que notar que, de todos modos, para describir la evolución del universo hace falta un parámetro de evolución; por ejemplo, en algunos casos, dado que el universo se expande de todas maneras, se utiliza el volumen del universo como parámetro de evolución.

James Hartle y Stephen Hawking elaboraron una solución para la ecuación de Wheeler-DeWitt conocida con el nombre de «propuesta Hartle-Hawking». Es una solución bastante compleja desde el punto de vista matemático, que se propone eliminar el problema de la «singularidad» inicial. El modelo Hartle-Hawking sugiere una suerte de transición de fase, en el tiempo de Planck, del régimen de Lorentz al régimen de Riemann. Así, por debajo del tiempo de Planck hay superficies compactas que no tienen ninguna singularidad y, por lo tanto, ningún punto privilegiado. Por eso, como ha repetido Hawking en conferencias públicas y en varios de sus escritos, no existe un comienzo y no hay necesidad de un Dios que actúe como «causa primera» que inicie el proceso a través del cual evoluciona el universo. Hartle y Hawking sostienen que, por debajo del tiempo de Planck, el tiempo es imaginario y, por lo tanto, se comporta como las demás coordenadas espaciales. La transición de fase al tiempo de Planck hace pasar del tiempo imaginario al físico de verdadera evolución. Esa «fase riemanniana» del universo, que va desde el instante inicial del universo hasta el tiempo de Planck, es el «estado de vacío» del modelo Hartle-Hawking.

Hawking sostiene que el estado de vacío es el nihil de la doctrina de la creatio ex nihilo, y que el tiempo imaginario por debajo del tiempo de Planck explicaría la ausencia de tiempo «requerida» por la creatio ex nihilo. Como ha señalado el jesuita William Stoeger[21], Hawking fuerza aquí los términos excesivamente. El nihil del cual se habla en la citada doctrina significa que no existe realmente nada, ni siquiera las leyes físicas, mientras que, en realidad, en ese vacío cuántico existen tanto una energía como leyes físicas que regulan los fenómenos. Además, igualmente excesivo es afirmar que en la región subplanckiana el tiempo no existe porque el tiempo es imaginario.

El problema estriba en que el Big Bang y la «singularidad» remiten a un evento originario cuya causa no se conoce, y los científicos temen que esta causa deba ser un Dios que, como un demiurgo, da origen al universo y después desaparece, como en una suerte de deísmo. Por eso Hawking sintió la necesidad de desarrollar un modelo de gravedad cuántica que es completamente autónomo y no necesita recurrir a una causa originaria: o sea, según él, se puede prescindir de Dios.

Sin embargo, hay aquí dos puntos que aclarar. El primero consiste en que el modelo Hartle-Hawking no es la solución fundamental a la gravedad cuántica, sino una posible solución sobre la cual ni siquiera se sabe si se ha verificado en la naturaleza[22]. El segundo consiste en que pensar que hay que recurrir a un Dios-demiurgo para explicar una causa primera que no se sabe aclarar de otro modo es un error filosófico. Descartes cometió un error análogo cuando recurrió a la existencia de un Dios bueno para estar seguro de que nadie lo había engañado en el momento en que construía su sistema filosófico. Este Dios al que se recurre cuando no se sabe explicar algo recibe el nombre de «Dios tapagujeros» (God of the gaps).

Pero en teología este no es un modo correcto de razonar. En efecto, si un día se descubriera que existe una fase del universo anterior al Big Bang -y ya existen teorías de pre-Big Bang-, el mencionado Dios-demiurgo dejaría de ser útil, porque la ciencia habría explicado que hay algo antes del Big Bang y, por tanto, Dios no existiría.

No obstante, el problema del comienzo del universo sigue estando presente en la mente de muchos científicos porque se considera como una «causa primera» que tiene necesidad del recurso a un demiurgo, sobre todo porque este inicio se confunde con el término «creación».

En cambio, el concepto cristiano de creación es completamente distinto del de ese Dios-demiurgo de los científicos. Dios crea ante todo a partir de un estado en el que antes no había verdaderamente nada (creatio ex nihilo): ni una energía inicial ni las leyes físicas. Más aún, él crea tanto la energía como las leyes físicas de la nada, y las mantiene en existencia, sostiene su creación (creatio continua). Además, la creación es una «relación», como decía Santo Tomás de Aquino -creatio es relatio[23]-, entre el Padre y el Hijo, que es el «Logos» a través del cual la creación tiene una estructura «lógica». Esta relación entre el Padre y el Hijo es una relación de Amor, a saber, el Espíritu Santo, la tercera persona de la Trinidad. Tenemos así la creatio ex amore[24], por la cual en la creación encontramos las huellas del amor de Dios. Por tanto, la creación tiene una estructura sustancialmente trinitaria[25].

Conclusión

Hemos recorrido brevemente el desarrollo de la cosmología desde el Antiguo Testamento hasta nuestros días. Es interesante notar cómo hemos pasado poco a poco de una visión en la que Dios formaba parte del sistema cosmológico a una visión en la que, con la ciencia moderna del modelo inductivo experimental de Galileo, Dios ya no forma parte del modelo cosmológico.

Hoy tenemos un modelo cosmológico que funciona bastante bien en lo que respecta a la concordancia con los datos de la observación. No obstante, como hemos visto, es necesario recurrir a «elementos» ad hoc, como la materia oscura y la energía oscura, para explicar algunos fenómenos desconocidos. En este sentido se podría pensar, con todas las reservas y cautelas del caso, que podría haber una analogía entre la teoría de los epiciclos del sistema geocéntrico de Ptolomeo, inventada para explicar el movimiento de los planetas, y las hipótesis de la materia y energía oscura, introducidas para adaptar el modelo cosmológico a fenómenos de otro modo inexplicables. En otras palabras, hay que afirmar que, a pesar de todos los progresos que se han hecho en la ciencia y, en particular, en la cosmología actual, ciertamente hay que refutar el mito de una ciencia «sumamente precisa», sin sombra alguna. Por el contrario, la verdad es que también los modelos científicos que actualmente poseemos y utilizamos para describir la naturaleza tienen límites y, por lo tanto, no poseen en modo alguno el carácter de infalibilidad que un nuevo «cientificismo» dogmático quisiera atribuirles.

Desde la Antigüedad ha habido una estrecha unión entre cosmología y religión. En las culturas antiguas, partiendo de la armonía y del orden existente en el universo visible -que entonces era simplemente el cielo estrellado- siempre se ha procurado plantear la hipótesis de la existencia de un Dios «arquitecto». Recordemos las llamadas «pruebas cosmológicas», garantes de esa armonía. No obstante, los antiguos contrastes -por ejemplo, el «caso Galileo» y la posterior fractura entre ciencia y teología- nos inducen a pensar que, siguiendo a Lemaître, el enfoque apropiado es el de la separación entre el plano teológico y el científico. Sin embargo, ello no impide que alguien vea en la armonía y en el orden del universo una belleza que refleja la impronta del Creador y del amor con el cual Él ha creado y tejido el universo. Pero esta no es una prueba de la existencia de Dios, sino más bien una constatación a posteriori, válida solamente para el creyente.

Publicado en La Cività Cattolica.

Gabriele Gionti, S.I. es sacerdote, máster en Física Teórica Gravitacional y doctor en gravedad cuántica. Es cosmólogo teórico del Observatorio Vaticano y asociado al Instituto Nacional de Física Nuclear de Frascati (Lacio, Italia).

Notas

[1] Cf. A. Simkins, «Worldview», en D. N. Freedman, A. C. Myers y A. B. Beck (eds.), Eerdmans Dictionary of the Bible, Grand Rapids, Eerdmans, 2000, págs. 1387-1389. 

[2] Cf. Aristóteles, Acerca del cielo. Meteorológicos, introducción, traducción y notas de M. Candel, Madrid, Gredos, 1996. 

[3] Cf. Summa Theologiae, I, q. 65; q. 74. 

[4] Cf. «Tolomèo, Claudio», en Treccani Enciclopedia on line.

[5] Cf. A. Fantoli, Galileo per il copernicanesimo e per la Chiesa, Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2010, págs. 26-32. 

[6] Cf. ibíd., págs. 107-233. 

[7] Cf. D. E. Roller y R. Blum, Fisica, Bolonia, Zanichelli, 1984, págs. 277-299. 

[8] Cf. L. Gratton, Cosmologia, Bolonia, Zanichelli, 1987, págs. 139-143. 

[9] Cf. S. Weinberg, Gravitation and Cosmology, Nueva York, John Wiley and Son, 1972, págs. 611-613. 

[10] Cf. ibíd., págs. 67-70 y 91-93. 

[11] Cf. ibíd., págs. 407-458. 

[12] Cf. D. Lambert, The Atom of the Universe, Cracovia, Copernicus Center Press, 2016, págs. 121-145. Hace dos años, la Unión Internacional de Astronomía (IAU) reconoció el mérito de Lemaître y estableció que la «ley de Hubble» puede llamarse «ley de Hubble-Lemaître». Cf. E. Gibney, «Belgian priest recognized in Hubble-law name change», en Nature on line, 30 de octubre de 2018.

[13] Cf. S. Weinberg, Gravitation and Cosmology, op. cit., págs. 459-464. 

[14] Pío XII, Discurso a los cardenales, a los legados de las naciones extranjeras y a los socios de la Pontificia Academia de las Ciencias, 22 de noviembre de 1951.

[15] Cf. J. Turek, «Georges Lemaître and the Pontifical Academy of Sciences», en Vatican Observatory Publications 13 (1989/2), págs. 167-175. 

[16] Cf. S. Weinberg, Gravitation and Cosmology, op. cit., pág. 511. 

[17] Cf. íd., Cosmology, Oxford, Oxford University Press, 2008, págs. 1-100. 

[18] Cf. Planck Collaboration, «Planck 2015 results. XIII. Cosmological Parameters», en Astronomy & Astrophysics 594 (octubre de 2016), A13. 

[19] Cf. íd., «Planck 2015 results. XIV. Dark Energy and Modified Gravity», ibíd., A14. 

[20] Una explicación exhaustiva del universo primordial puede encontrarse en E. W. Kolb y M. S. Turner, The Early Universe, Nueva York, Addison/Wesley, 1994, págs. 447-464. 

[21] Cf. W. R. Stoeger, «La Cosmologia del Big Bang è in conflitto con la creazione divina?», en G. Consolmagno (ed.), L’infinitamente grande. L’astronomia e il Vaticano, Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2009, págs. 174-181.

[22] Cf. ibíd. 

[23] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 45, a. 3. 

[24] Cf. S. J. Youngs, «Creatio Ex Amore Dei: Creation out of Nothing and God’s Relational Nature», en The Asbury Journal 69 (2014/2), págs. 165-186. 

[25] Cf. P. Gamberini, Un Dio relazione, Roma, Città Nuova, 2007, págs. 148-163.