Con sólo 27 años, Carlos Blanco acumula los saberes precisos para intentar plantear y responder correctamente las grandes preguntas del ser humano. Con formación a la par científica (es licenciado en Química) y humanística (con dos doctorados, Filosofía y Teología), ha sido dos años Visiting Fellow en el Comité para el Estudio de la Religión de la Universidad de Harvard y actualmente es investigador y profesor en el Instituto de Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra.

Tras sus primeros libros de divulgación (Mentes maravillosas que cambiaron la Humanidad y Potencia tu mente, ambos en LibrosLibres), ha publicado en 2011 tres monografías: Philosophy and salvation, Filosofía, Teología y el Sentido de la Historia y Why Resurrection?, y en 2013 un profundo ensayo, Conciencia y mismidad (Dykinson) que nos permite conversar larga y pausadamente sobre la ciencia, la conciencia, la mente, la muerte y hasta la triple vocación que nos propone a todos: ascetas, héroes, creadores.

¿Qué es la "mismidad"?
Por “mismidad” entiendo aquello que no cesa de reafirmarse a sí mismo, lo que se justifica por su mero “yacer ahí”. Como proclama un célebre verso de Silesius: “La rosa carece de porqué; florece porque florece…”. La naturaleza, aunque evolucione y experimente transformaciones extraordinarias, fuentes de formas nuevas y fascinantes, en realidad se limita a afianzarse a sí misma, a reiterarse, a cumplir sus leyes y a “volver sobre sí misma”. No aprecio novedad auténtica. 


La conciencia, en cambio, se define por su “indefinición”. Vive exiliada de cualquier “centro”, y su ser consiste en preguntar, en socavar pilares, en no sentirse nunca satisfecha con nada, en no reafirmarse, sino en volcarse “hacia fuera”. Es indigente, pero por ello busca lo nuevo, lo creativo.

¿Y la ciencia no?
No sostengo que la ciencia carezca de espíritu creativo (la intuición y la creatividad desempeñan un papel clave en muchos grandes descubrimientos científicos, como pone de relieve el documentado libro de Gerald Holton Einstein, el amor y otras pasiones): yo me refiero al plano ontológico fundamental, al hecho de que la ciencia se limite a descubrirnos la estructura y el funcionamiento del mundo, pero en la conciencia imaginemos e incluso forjemos otros mundos, regidos por otros ideales.


Por ejemplo, la naturaleza nos obsequia con producciones incomparablemente bellas, pero la hermosura no se persigue como un fin en sí mismo. En cambio, en el arte, el ser humano sí puede anhelar la belleza como un fin libre, puro, que no sirva a otros objetivos y no emerja como un fortuito y feliz accidente cósmico.


En efecto, radica aquí la gran paradoja que encara la conciencia. La conciencia la defino como “el comparecer no-compareciendo”: comparece en el mundo, integra y afianza la mismidad del mundo, pero su cuestionamiento, su posesión de un “mundo” frente al mundo, la dota de esa relativa, y nunca absoluta (pero quizás creciente), emancipación con respecto al mundo que la contiene y circunda. La conciencia vive sumida en la contradicción: evoca y encarna contradicción. Por ello aspira a lo nuevo, a lo creativo, aunque se percate de que, en sentido estricto, nada nuevo puede surgir bajo el Sol, nada que rompa, verdaderamente, con lo previo.


El estudio de la mente, más que resolver esta paradoja, profundizará en ella y nos descubrirá sus virtualidades más insospechadas.


Las técnicas de neuroimagen, por ejemplo, contribuyen a esclarecer la relación entre estructura y función en el cerebro. Se ha avanzado mucho en la elucidación de ciertos procesos cerebrales, y trabajos como los que ha llevado a cabo el profesor Eric Kandel sobre formas elementales del aprendizaje comienzan a establecer vínculos muy interesantes entre neurobiología y psicología cognitiva.


Yo deposito grandes esperanzas en la neurociencia para desentrañar misterios muy profundos sobre el cerebro humano, pero incluso si se despejara por completo la incógnita sobre el funcionamiento del cerebro y de sus facultades psíquicas más complejas, ello no “agotaría” la conciencia, porque conocer el origen de un proceso o de una capacidad no conlleva entender todo su potencial.


Los progresos en la comprensión neurobiológica de la conciencia son, en muchos aspectos, enormemente tímidos. No puedo creer que exista un hiato infranqueable entre lo orgánico y lo psíquico, pero sí una barrera de complejidad extrema.


La propia ciencia ha detectado límites epistemológicos insalvables, como la indeterminación fundamental a la que alude el principio de Heisenberg (y, si lo entiendo bien, esta indeterminación es intrínseca a la realidad, y no un límite de nuestro intelecto: la realidad, en sus niveles básicos, se halla indeterminada) o, en el terreno de la lógica, el teorema de incompletitud de Gödel. ¿Constituye la frontera materia/conciencia un límite de esta clase? Lo ignoro. Me siento inclinado a pensar que no, aunque algunos físicos cuánticos atribuyen a la dualidad materia/conciencia un carácter fundamental. 


Convencerse de que estamos abocados a la muerte puede entristecernos. Yo no soy una excepción: me agobia la muerte, y me parece el misterio más hondo y estremecedor del ser humano. No entiendo que despleguemos un ímpetu tan hermoso por crear, por amar, por conocer (pero también, es cierto, por destruir, odiar y borrar), para diluirnos en una inmensa e inconsciente masa cósmica. Sin embargo, la muerte es nuestro destino.


Quien tenga fe, profesará esperanza en una vida ultraterrena, pero creamos o no en la inmortalidad del alma, pienso que percatarnos de la finitud intrínseca a nuestra existencia ha de instarnos a buscar algo “permanente”, inmarchitable, en medio de una vida tan fugaz. 


He tratado de plasmar una filosofía que pueda interpelar por igual a creyentes y no creyentes. Como decía, pienso que en la búsqueda del amor, de la belleza y de la sabiduría todo ser humano puede encontrar un sentido “permanente” para su vida mutable y efímera.

Para los teólogos escolásticos ese anhelo era una prueba de la inmortalidad del alma...
Sin duda, para los creyentes, ese anhelo de permanencia evoca una rúbrica de la llamada humana a lo divino. Para el escéptico, tan sólo transparenta el resultado de poseer un sistema nervioso hiperdesarrolladoque rebasa las meras necesidades de adaptación biológica. Este enfoque explica la conciencia y sus preguntas más elevadas “de manera ascendente”. Muchos filósofos y teólogos (como San Anselmo y Descartes) lo han empleado, en cambio, para incoar un argumento “descendente”: tengo la idea de infinito, pero al ser yo finito, sólo lo infinito podría haber plantado la semilla de lo infinito en mi espíritu; ergo Dios existe…


Yo lo interpreto como un signo de la incesante trascendencia del ser sobre sí mismo (¿hacia dónde?; lo ignoro…). En el libro me pregunto más bien cómo descubrir el cielo ya en la Tierra, cómo divinizar la Tierra y engrandecer lo humano, pero no excluyo, por supuesto, que subsista un cielo más bello y profundo, un cielo eterno, más allá de la Tierra. Sólo la fe puede dilucidarlo. Sí creo, en cualquier caso, que soñar con el cielo dignifica la aventura humana, ya que nos exhorta a trascendernos, a superarnos. Algo similar a esa proclama tan aleccionadora que figura en El Juego de los Abalorios de Hesse: “Hay que trascenderse”. 


En cierto sentido, sí. Dios continúa siendo la pregunta más profunda que puede plantearse el ser humano. La razón tiembla, y nos acerca a una encrucijada. La belleza del mundo, el milagro de la vida, la inteligibilidad de la naturaleza… reflejan a Dios, pero el mal, la fugacidad y el sinsentido borran su rastro. Parece que hemos sido condenados a peregrinar, eternamente, en torno a las mismas cuestiones. Por otra parte, sugiero una convergencia de amor, belleza y sabiduría, pero me muestro incapaz de darle forma, porque no estoy tan seguro de que estos “límites asintóticos” siempre confluyan. La verdad no siempre es bella, a veces es horrenda; el amor no siempre dimana de la sabiduría… En definitiva, no sé a ciencia cierta cómo entender el ser divino…


No necesariamente. Puede conducir, en efecto, a una reflexión sobre teología natural, pero me mantengo aséptico a este respecto. Me preocupa más condensar esos atributos que los teólogos han predicado de Dios en bienes que permanezcan al alcance de todo ser humano, con o sin fe. Las religiones ofrecen un manantial de sugerencias filosóficas, y hay que aprovecharlo, pero la filosofía no tiene por qué llevar a la teología. El “salto” del que hablara Kierkegaard es real y acuciante que nunca: no existe una línea recta que vaya de la razón a la fe.


Algunos autores han contribuido a revitalizarla, como Plantinga y Swinburne, sobre todo en el ámbito de la filosofía anglosajona de raigambre analítica. En la filosofía continental, e incluso en la teología, creo que su importancia es mucho menor, casi inexistente, porque se tiende a pensar que las cuestiones que plantea la teología natural son irresolubles.


Ahí está el famoso “silencio heideggeriano” sobre Dios (yo creo que encubre la pregunta sobre Dios bajo el nebuloso manto del ser, no siempre con éxito). Yo siempre he creído que el pensador, el filósofo, debe exponerse al máximo número de preguntas y de sugerencias que “espoleen”, por así decirlo, su imaginación, por cuanto la filosofía, a diferencia de la ciencia, no ofrece resultados acumulativos y validables empíricamente.


En el caso de la teología natural, me parece un interesantísimo ejercicio del intelecto, pero no creo que vaya a avanzar mucho con respecto al estado en que quedó, digamos, en tiempos de Leibniz y antes de la devastadora crítica de Kant. Yo mismo escribí, cuando tenía quince años, un librito titulado Diálogos en torno al argumento ontológico, porque me fascinaban este tipo de cuestiones, pero después de di cuenta de que la frontera entre la filosofía y la teología es demasiado profunda.


Temáticas como la del principio antrópico han suscitado interrogantes filosóficos y científicos muy pertinentes, que también sirven de engarce entre la ciencia y la filosofía a la hora de abordar cuestiones ontológicas “últimas”.


Yo creo que en la vida humana hemos de entregarnos a algo que nos trascienda: el conocimiento, el arte, la solidaridad… Sólo así nos ampliamos, nos “ulteriorizamos” y satisfacemos, aun tenuemente, ese anhelo de superación y de crecimiento que comporta nuestra condición de “comparecer no-compareciendo”.


El asceta se entrega a algo puro, renuncia a sí mismo, pero sucumbe a su propia soledad y no se atreve a transformar el mundo. El héroe se entrega a la humanidad, pero deposita demasiadas esperanzas en el género humano, que a mi juicio está destinado a superarse. Sólo la entrega creadora me parece meritoria de un compromiso cabal, porque, en ella, el ser humano se vuelca hacia lo imposible, hacia la propiciación de lo nuevo, de lo libre, de lo puro: transforma el mundo, amplía el conocimiento y, sobre todo, no se conforma con lo dado, ni tan siquiera con la mejora de la humanidad.


Todo ser humano tiene algo de asceta, de héroe y de creador. Es inevitable. Yo simplemente me limito a exponer lo que, a mi juicio, constituye el ideal: no huir del mundo ni sumergirnos en el mundo (“mundanizarnos”), sino afanarnos en forjar lo nuevo.